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Plácido Fajardo

Apuntes de liderazgo

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Los peligros de creerse el más listo

La capacidad y el mérito son los criterios básicos para determinar el incremento de responsabilidades. Tanto la gestión privada como la pública deberían seguir parecidos fundamentos

Foto: Dos hombres leen el periódico al aire libre este lunes, en Asunción (Paraguay). (EFE)
Dos hombres leen el periódico al aire libre este lunes, en Asunción (Paraguay). (EFE)

Los seres humanos tendemos a sentirnos satisfechos con nuestro nivel de inteligencia, leí hace años en una investigación. Es raro que alguien eche de menos ser más listo y así lo reconozca. Como mucho, se añora un mejor físico, más estatura, belleza o delgadez, qué sé yo. Incluso se acepta andar escaso de alguna de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, como la espacial para orientarse, la musical para cantar o la kinestésica para ser un manitas. Pero de la inteligencia básica, la tradicional, las personas nos consideramos, por lo general, bien despachadas.

Y qué pasa al compararnos con los demás. Pues, curiosamente, como demostraron los premios Nobel Dunning y Kruger hace 20 años, son los individuos más incompetentes quienes más tienden a sobrestimar su propia habilidad y a infraestimar la ajena. Por el contrario, los más capaces tienden a infravalorarse y a no dar demasiada importancia a sus capacidades, quizá por entenderlas como las 'normales'. Estas conclusiones forman parte de la teoría de la 'superioridad ilusoria', un sesgo cognitivo del que muchos de ustedes habrán comprobado sus efectos, al que aludíamos en nuestro último apunte de liderazgo.

Escuchamos y leemos cosas como para caernos de espaldas, incluso en boca de altos responsables que deberían ser los más prudentes

Si combinamos este postulado con una de las afirmaciones de Charles Darwing, nos sale una mezcla explosiva. Decía el científico que la incompetencia genera más confianza en las personas que el conocimiento. Seguro que habrán escuchado a verdaderos indocumentados diciendo barbaridades sin pestañear, con una confianza apabullante, como si estuvieran afirmando que la tierra es redonda. Tenemos buenos ejemplos a raíz de este virus desconocido. Escuchamos y leemos cosas como para caernos de espaldas, incluso en boca de altos responsables que deberían ser los más prudentes. A menudo pienso en cuánta razón llevaba Bertrand Russel cuando decía que el problema del mundo era que “la gente inteligente está llena de dudas, y la gente ignorante, de certezas”.

El nivel de competencia aumenta a medida que se adquieren nuevos conocimientos, habilidades y experiencias que, cuando se incorporan como aprendizaje, hacen progresar la carrera profesional. O sea, la capacidad y el mérito son los criterios básicos para determinar el incremento de responsabilidades. Tanto la gestión privada como la pública deberían seguir parecidos fundamentos. Y así es en muchos casos, motivos por los cuales existen excelentes altos directivos en nuestro país, como existen también excelentes altos funcionarios de carrera.

Pero cuando esto no ocurre y se coloca al frente de una responsabilidad a quien claramente no está capacitado para ostentarla, el tiro puede salir por la culata. Una mala decisión de promoción somete al teóricamente afortunado a un estrés y una ansiedad que pronto evidenciarán sus carencias en forma de malos resultados. Precipitar la maduración es tan negativo en las carreras profesionales como en los vinos.

Claro que, si volvemos a la investigación que les comentaba al principio, cuando los incompetentes son designados para ocupar puestos que les superan, actúan con toda la confianza y encima se creen los más listos de la clase, las consecuencias pueden ser catastróficas.

Precipitar la maduración es tan negativo en las carreras profesionales como en los vinos

Una de ellas, que se muestra rápido, es que el nombrado quedará sobrepasado por los acontecimientos y tirará de cualquier recurso a su alcance para camuflar sus carencias. Como, por ejemplo, la manipulación o la mentira, vías frecuentes para eludir responsabilidades, que se castigan con una fulminante destitución en países avanzados. En otros, en cambio, las argucias y las mentiras son toleradas e incluso ensalzadas como una habilidad, una especie de atributo valioso asociado a la picaresca. Varios analistas han citado estos días en sus artículos la famosa frase de Abraham Lincoln, “se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Será por esto por lo que, antes o después, cada uno suele terminar en el sitio que le corresponde.

Otro peligro para quien se cree el más listo es el hecho de tratar a los demás por encima del hombro. Quien se siente menospreciado por aquel, es muy probable que lo tenga guardado en su subconsciente para cuando llegue la ocasión de devolverla. Las humillaciones no se olvidan fácilmente, porque afectan a las emociones, que dejan una huella indeleble en un lugar preferente de nuestra memoria y se recuerdan con más lucidez que los hechos.

Además, la sobrevaloración ficticia les impide ser conscientes de sus errores. No ven sus meteduras de pata ni la necesidad de corregirlas e incluso perseveran en el error. La consecuencia es que se impide el aprendizaje, un inconveniente demoledor para quien quiere progresar en la carrera y en la vida.

En el lado contrario, quienes verdaderamente saben de lo que hablan lo hacen con más humildad, sobre todo si tienen talento a raudales

Por último, los tics que exhiben quienes van de 'sobrados' suelen generar bastante rechazo en quienes les rodean, aunque no lo digan, sobre todo si el sobrado está en una posición de poder. Esa superioridad ilusoria acarrea comportamientos espontáneos e instintivos que retratan a quienes la padecen y les dejan en evidencia.

En el lado contrario, quienes verdaderamente saben de lo que hablan lo hacen con más humildad, sobre todo si tienen talento a raudales. Los mejores líderes, los más capaces, son los que menos se sobrevaloran. Tratan a la gente con cercanía y respeto. No temen rodearse de personas que consideren mejores que ellos, al contrario, lo fomentan. No tienen inconveniente en reconocer sus errores, al contrario, intentan aprender de ellos. Asumen con realismo sus debilidades y piden ayuda con naturalidad, sin que eso les haga sentirse inferiores.

En cambio, quien está convencido de sus falsos superpoderes exhala un tufillo de arrogancia insoportable. Claro que, en el corto plazo, este tipo de personas pueden alcanzar altas cimas y, entonces, el peligro es para todos los demás.

Los seres humanos tendemos a sentirnos satisfechos con nuestro nivel de inteligencia, leí hace años en una investigación. Es raro que alguien eche de menos ser más listo y así lo reconozca. Como mucho, se añora un mejor físico, más estatura, belleza o delgadez, qué sé yo. Incluso se acepta andar escaso de alguna de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, como la espacial para orientarse, la musical para cantar o la kinestésica para ser un manitas. Pero de la inteligencia básica, la tradicional, las personas nos consideramos, por lo general, bien despachadas.