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Plácido Fajardo

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Retórica para seductores

La retórica sin ética en manos de seductores tiene un peligro enorme. Escuchamos a menudo argumentaciones contundentes y expresadas con total rotundidad, que resultan ser puras falacias

Foto: La estatua del filósofo Platón en Atenas. (iStock)
La estatua del filósofo Platón en Atenas. (iStock)

Los seres humanos tenemos una forma principal de hacer visible nuestra inteligencia ante los demás: las palabras. Ellas nos definen e identifican, nos comprometen, nos apresan o nos liberan. Con ellas somos capaces de construir relaciones o destruirlas, descubrir y enseñar, amar u odiar, alegrar o hacer sufrir, engañar o ser fieles a la verdad.

En la Grecia clásica, el uso oral de las palabras dio origen a la retórica, una disciplina a medio camino entre el arte y la ciencia, que aspiraba a perfeccionar unos discursos que estaban orientados, sobre todo, a persuadir. Durante siglos, los sistemas educativos incluyeron la retórica como disciplina dirigida a la correcta utilización del lenguaje. Su influencia se extendió a campos tan diferentes como la literatura, la comunicación, la filosofía, el derecho o la política. Los maestros de la oratoria le atribuían un papel importante en la educación de los ciudadanos, como forma de contribuir —en teoría— a la regeneración ética y política de la sociedad.

Tras la imagen física, la forma de comunicar es la primera impresión que percibimos

Sócrates y Platón, en cambio, no veían estas buenas intenciones tan claras. Fueron más partidarios de la dialéctica y el debate como forma de descubrir la verdad, que era en realidad lo importante, mientras que, a los sofistas, defensores de la retórica, la verdad parecía importarles menos que la pura persuasión. De hecho, hacían uso de sofismas, esos argumentos con apariencia de veracidad elaborados con la intención de defender lo falso. Siglos de filosofía más tarde, para Kant, decir la verdad en todas las declaraciones era un deber incuestionable, "un sagrado mandamiento de la razón, exigido con carácter absoluto y no limitado por conveniencia alguna".

Expresarse bien es un tesoro para múltiples campos y disciplinas. De hecho, tras la imagen física, la forma de comunicar es la primera impresión que percibimos de las personas. La capacidad de argumentar con elocuencia demuestra una cabeza bien amueblada. Muchos profesionales viven de influir y convencer, de persuadir y producir impacto en los demás. Abogados, periodistas, publicistas o vendedores, son abundantes los ejemplos. La capacidad para expresar ideas, para transmitir lo que se ha hecho, lo que se piensa o se sabe sobre diferentes materias es una habilidad altamente valorada. Saber contar bien las cosas es una muestra de inteligencia lingüística, que ayuda un montón en la vida profesional. Y saber hacerlo, además, por escrito, ayuda aún más.

El problema de la retórica es la cara negativa que presenta uno de sus usos, cuando se ignoran los valores, como la verdad o la justicia, o se retuercen hábilmente con el único fin de conseguir convencer mediante la manipulación. Este arte de engañar viene a menudo acompañado de la adulación que, "aprovechándose de la insensatez, usa lo más agradable en cada ocasión y produce engaño, hasta el punto de parecer digna de gran valor", como decía Platón.

La retórica sin ética en manos de seductores tiene un peligro enorme

Quienes dominan la técnica o el arte de la oratoria pueden llevarse el gato al agua sin merecerlo o, mejor dicho, mereciendo lo contrario. Intentar convencer a alguien de lo que no es cierto, persuadirlo o seducirlo con promesas incumplibles es faltar a los más básicos principios de la ética. Cuando se hace, además, de forma pública, para conseguir el engaño colectivo, tendría que ser causa invalidante que desacredite quien lo hace, como es el caso de algunos políticos. Habrá quien lea esto con una media sonrisa socarrona, como un argumento bisoño o naif. Y ese es, precisamente, uno de nuestros problemas, las tragaderas que hemos desarrollado. Las culturas tolerantes con la mentira terminan acostumbrándose a ella y viéndola como algo tan natural como el sol que sale cada día.

La retórica sin ética en manos de seductores tiene un peligro enorme. Escuchamos a menudo argumentaciones contundentes y expresadas con total rotundidad, que resultan ser puras falacias. Quien las expone es perfectamente consciente de ello y, aun así, pretende convertir las mentiras en verdades a fuerza de decirlas con solemne convicción, en un alarde de seguridad ficticia, mezclada a menudo con guiños y adulaciones impostadas. Y lo peor es que quien las escucha, si no tiene suficiente capacidad de discernimiento, termina subyugado, aceptando con toda naturalidad que el pulpo puede ser, por qué no, un animal de compañía. ¡Miénteme, cariño!, decía aquel chiste.

Las organizaciones —tengan o no ánimo de lucro— juegan en un terreno diferente al de la política, pero pueden importar de estos aspectos tan valiosos como la vocación de servicio, la solidaridad, la conciencia social o medioambiental. Los criterios ESG —Environmental, Social and Governance— son una buena muestra de ello, como referencia de lo que debe ser una organización o una inversión socialmente responsable y orientada a la sostenibilidad. Pero hay otras prácticas del mundo político —o de algunos de sus representantes— que no merecen ser importadas. La retórica sin ética es una de ellas. Por muy irresistible que sea la tentación de seducir, hacerlo mediante el engaño y la manipulación nunca debería ser aceptable.

Los seres humanos tenemos una forma principal de hacer visible nuestra inteligencia ante los demás: las palabras. Ellas nos definen e identifican, nos comprometen, nos apresan o nos liberan. Con ellas somos capaces de construir relaciones o destruirlas, descubrir y enseñar, amar u odiar, alegrar o hacer sufrir, engañar o ser fieles a la verdad.

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