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La serenidad y el pensamiento crítico
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La serenidad y el pensamiento crítico

Desde Séneca​, que la abordó en sus escritos, la serenidad ha gozado de gran prestigio como cualidad valiosa en las personas, especialmente en los dirigentes

Foto: Imagen: Pixabay/www.picjumbo.com.
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El atributo de la serenidad ha adornado a príncipes y reyes a lo largo de la historia. La Serenísima República de Venecia, por ejemplo, recibía ese apelativo como seña de identidad, gracias a su poderoso dux, alteza serenísima. Desde Séneca, que la abordó en sus escritos, la serenidad ha gozado de gran prestigio como cualidad valiosa en las personas, especialmente en los dirigentes.

Justo antes de la pandemia, me recomendaron un libro que me resultó revelador, Serenidad, la sabiduría de gobernarse, de Alfred Sonnenfeld, doctor en Medicina y Teología, profesor de varias universidades alemanas y españolas. Lo leí con interés durante aquel retiro forzoso, parón contemplativo que removió nuestras vidas. Y lo ojeo de vez en cuando para no olvidarme de diferenciar el grano de la paja, lo importante de lo accesorio.

El libro es un pequeño monumento al sentido común, aderezado con el rigor de la ciencia, el pensamiento filosófico y la ética como conductora. La serenidad, como herramienta básica para superar las adversidades, es abordada por el autor desde sus conocimientos neurobiológicos. Nos recuerda lo esencial del equilibrio y la estabilidad emocional para desarrollar la serenidad. La importancia de las relaciones para la naturaleza humana y el sistema motivacional, y de la cooperación para alcanzar la plenitud de una vida lograda.

En las organizaciones, la serenidad es imprescindible para la reflexión y el análisis, para pensar antes de reaccionar o de tomar decisiones

En las organizaciones, la serenidad es imprescindible para la reflexión y el análisis, para pensar antes de reaccionar o de tomar decisiones. Serenidad es lo contrario a impulsividad, a responder en caliente, a precipitación. Como cualidad del líder, la serenidad no tiene precio. Cuando las cosas se ponen muy feas o la presión se dispara, la actitud del líder es clave. En esos momentos de la verdad, todo el mundo mira hacia arriba y lo último que desea percibir es exceso de nerviosismo, pérdida de control o reacción desmedida y fuera de tono.

Mantener la serenidad, demostrar calma y pulso firme en los peores momentos, es una prueba visible y clarificadora de la idoneidad de un dirigente. He admirado a directivos capaces de aguantar verdaderos chaparrones sin perder la compostura, aunque la procesión fuera por dentro. Cuando lo fácil es dejarse llevar por la tensión, crisparse y trasladarlo a los demás, quienes son capaces de demostrar lo contrario, autocontrol emocional y contención, valen un tesoro.

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Hay quien podrá argumentar que el liderazgo requiere fortaleza, energía, acción, dinamismo y, sobre todo, rapidez. Hacer que las cosas se muevan al ritmo frenético que exigen los continuos cambios trepidantes requiere cualquier cosa menos dormirse en los laureles. Y esto podría entenderse como incompatible con la serenidad. Craso error. Ni caer en la parálisis por el análisis ni en la precipitación por la aceleración. Ambos son males de nuestro tiempo, muy representativos de cada cultura organizacional, que peca más de lo uno o de lo otro.

La agenda de la semana de cualquier dirigente favorece poco la serenidad. Por no hablar de los imprevistos, las interrupciones o esa patológica dependencia de lo inmediato, de los ladrones de tiempo físicos o virtuales (¿has visto mi e-mail?, ¿leíste mi wasap?, ¿viste lo que dice fulano en LinkedIn?). Y esa estresante sensación de estar en deuda permanente, por no responder a quien nos aborda con preguntas y peticiones, a menudo, en su propio interés, nos distrae, nos dispersa y ocupa el poco tiempo destinado a centrarnos. Al final, terminamos por asumir o adherirnos a lo que han decidido o pensado ya otros, que resulta mucho más rápido y fácil.

Foto: Representación de los hemisferios del cerebro. (iStock) Opinión
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La serenidad también es imprescindible para ejercer el pensamiento crítico, que habría que estimular en estos tiempos, ante la confusión y la falta de certezas, como explicaba mi amigo Tomás Pereda en la tertulia radiofónica que compartimos en el Foro de los Recursos Humanos.

El pensamiento crítico —que no es lo mismo que criticar— requiere una actitud abierta que cuestione lo que nos viene dado, que nos provoque con buenas preguntas y suscite la curiosidad, como en la mayéutica socrática que aplicaba uno de los jefes que tuve. Y que permita compartir con otros los razonamientos para llegar a la mejor idea, en lugar de imponerla.

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Buscar espacios para ocupar nuestra mente más allá de los pensamientos triviales, con criterios relevantes y bien fundamentados para ponderar lo que pensamos y decidimos, es crucial, no solo para el trabajo, sino para llevar el timón de la vida. Eso sí, es menos cómodo que dejarse llevar por el rebaño. Ya decía Kant que la pereza y la cobardía son los dos enemigos del pensamiento crítico. Hoy en día, podríamos añadir un tercero, la falta de serenidad.

Para las organizaciones, un poco de serenidad sería necesario para estimular el pensamiento crítico. Aunque me temo que no siempre estén dispuestas a fomentarlo, ya sea por estar urgidas por la tiranía de lo inmediato o por el temor a aflorar opiniones disonantes o juicios retadores que cuestionen el statu quo.

El atributo de la serenidad ha adornado a príncipes y reyes a lo largo de la historia. La Serenísima República de Venecia, por ejemplo, recibía ese apelativo como seña de identidad, gracias a su poderoso dux, alteza serenísima. Desde Séneca, que la abordó en sus escritos, la serenidad ha gozado de gran prestigio como cualidad valiosa en las personas, especialmente en los dirigentes.

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