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Plácido Fajardo

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Consejeros que no tienen precio

¿Qué necesita tener un buen asesor o consejero? ¿Cualquiera puede serlo, con la debida formación? ¿Basta con haber gestionado, más o menos exitosamente, para pasar a ejercer con eficacia ese rol?

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Uno de los grandes capitanes de empresa de nuestro país me resumía de forma ocurrente su labor como consejero, tras una exitosa carrera en la alta dirección. Pues verás, me decía con humor, he estado durante muchos años llevando la cruz a cuestas y ahora me conformo con hacer el papel del Cirineo. Su ayuda como consejero asesor, además de valiosa, fue para mí una fuente de inspiración inolvidable.

El mundo del asesoramiento y consejo a las organizaciones da un juego casi inagotable. Ya en la alta Edad Media, el consilium era una reunión de notables que aconsejaban la toma de decisiones políticas a los monarcas. Los Reyes Católicos crearon consejos para Castilla y Aragón que proliferaron en otros territorios. Más al norte, áulicos se llamaban los consejos ejecutivo-judiciales del Sacro Imperio Romano Germánico. A lo largo de la historia, los monarcas siempre tuvieron consejeros cercanos e influyentes para la cosa pública. Hoy, los asesores de presidentes, ministros y altos cargos son moneda de uso e incluso abuso común en la política.

El asesoramiento puede recaer sobre cualquier materia especializada, que requiera del conocimiento experto de quien lo posea —siempre que sepa, quiera o pueda compartirlo, claro está—, a cambio, normalmente, de una contraprestación. Así, tenemos asesores técnicos, científicos, jurídicos, económicos, fiscales, laborales, industriales, artísticos y hasta futbolísticos —incluso arbitrales, como estamos comprobando con sorpresa en estos días—. El campo es tan infinito como el del saber.

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En el lado empresarial, en la cumbre tenemos a los consejos de administración, máximo órgano de representación societaria, que dirige y gestiona en última instancia la marcha de la empresa, bajo estrictas normas regulatorias. El consejero aquí es mucho más que un asesor, asume una responsabilidad legal que no es moco de pavo, por lo que algunos potenciales consejeros se lo piensen dos veces —o al menos deberían hacerlo— antes de aceptar una oferta.

En el siguiente escalón están los consejos asesores, que proliferan como una fórmula flexible, ágil y relativamente sencilla de contar con un apoyo externo cualificado, que elude las restricciones y rigideces propias del consejo de administración. Para que sea realmente útil —cosa que no siempre ocurre—, los consejeros asesores han de tener una misión definida previamente, en función de su expertise y capacidades. La estructura y el funcionamiento de estos órganos consultivos, regulados en un reglamento interno, se decide libremente en cada caso, con frecuente apoyo externo para su formalización y sobre todo para la búsqueda de los consejeros asesores, que ayudan al CEO y al equipo directivo en determinados aspectos de la estrategia, su definición o ejecución.

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Dicho lo anterior, me vienen algunas reflexiones sobre la figura de la persona que lleva a cabo estas actividades. ¿Qué necesita tener un buen asesor o consejero? ¿Cualquiera puede serlo, con la debida formación? ¿Basta con haber gestionado, más o menos exitosamente, para pasar a ejercer con eficacia ese rol? ¿Puede entenderse como un automatismo conducido por la evolución natural en la carrera de un directivo? Las respuestas a estas preguntas agotarían varios apuntes de liderazgo como este, pero me atrevo a darles un aperitivo y centrarme en un requisito básico.

Seguro que han tenido a su alrededor a personas que ejercen una especie de atracción mágica, imán al que los demás acuden para contarles sus asuntos. No me refiero a cosas banales, como cotilleos o el partido del domingo, sino a lo que les importa de verdad de su trabajo e incluso de su vida personal, como sus preocupaciones, alegrías y penas, frustraciones o inquietudes, dudas o desahogos. Mira lo que me ha pasado en tal reunión, ¿habré hecho bien presentando aquello? He tenido tal discusión o conflicto, ¿qué harías tú para resolverlo? ¿Debería aceptar esta propuesta de ese nuevo puesto? ¿Contratarías a fulano o a mengana para tu equipo?

El motivo por el que acudimos a estas personas para consultarles o simplemente contarles estas cosas es muy evidente: saben escuchar

Pueden no tener una posición jerárquica elevada, pero terminan teniendo más información que muchos altos directivos, aunque sea sin pretenderlo. El motivo por el que acudimos a estas personas para consultarles o simplemente contarles estas cosas es muy evidente: saben escuchar. Dedican el tiempo y la atención suficientes a hacerlo. Muestran interés verdadero al escuchar e intentan comprender. Les sale de forma natural la secuencia virtuosa: escucha, comprensión y paciencia. Cuando escuchan se centran en asimilar y entender bien lo que les dicen, y no están pensando al mismo tiempo en lo que van a responder, una máxima recomendable de buena comunicación. También demuestran empatía y son conscientes de la carga emocional que acompaña habitualmente a los mensajes, que los complementa, cuando no los altera o distorsiona.

Ser un buen consejero o asesor comienza por ahí, por escuchar maravillosamente bien. Ello es poco compatible con querer impresionar, con el empeño por demostrar un derroche de conocimientos que apabulle al asesorado. El buen consultor o asesor no tiene que marcar goles, sino poner los balones para que el asesorado remate con éxito a puerta. Quien quiera seguir ganando el trofeo pichichi al máximo goleador, mejor que siga trabajando en puestos ejecutivos. La evolución de directivo a consejero no está indicada para estas personas.

Escuchar es más que oír y entender. Es una muestra de humildad y generosidad, de interés por los demás y de curiosidad por aprender

Asesorar es una magnífica forma de ayudar, de servir. Y servir requiere humildad en las formas, pero también en el fondo. La humildad es una virtud muy difícil de impostar porque el ego siempre lucha por aparecer triunfante. Los tics arrogantes de quien ejerce la labor de asesoramiento y se empeña torpemente en demostrar su superioridad, son desaconsejables y hasta ridículos. Einstein se quitaba importancia y decía de sí mismo que no tenía ningún talento especial, solo era alguien apasionadamente curioso.

Escuchar es mucho más que oír y entender. Es una muestra de humildad y de generosidad, de interés por los demás y de curiosidad por aprender. Ahora que llega la Cuaresma, recordando a mi querido amigo y consejero, quien lleva la cruz de la gestión empresarial a cuestas sabe bien lo que pesa —valga el símil—. Lo que más necesita es ayuda eficaz para aliviar su carga. Y lo que menos, sermones ejemplarizantes de vanidosos disfrazados de Cirineos.

Uno de los grandes capitanes de empresa de nuestro país me resumía de forma ocurrente su labor como consejero, tras una exitosa carrera en la alta dirección. Pues verás, me decía con humor, he estado durante muchos años llevando la cruz a cuestas y ahora me conformo con hacer el papel del Cirineo. Su ayuda como consejero asesor, además de valiosa, fue para mí una fuente de inspiración inolvidable.

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