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El encanto de ser diferente

La originalidad tendría que ser una cualidad que incentivar por las organizaciones, sobre todo si la innovación es el factor crítico que termina por inclinar la balanza hacia el éxito

Foto: Imagen: Pixabay/Katie White.
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Hay personas que destilan originalidad nada más conocerlas. Puede ser por la rareza de sus aficiones o lo inusual de sus costumbres. O por su particular manera de usar el lenguaje, con palabras y expresiones poco corrientes. Quizá por su forma de vestir, fuera de los cánones o las modas al uso. El caso es que su forma de ser y de mostrarse ante los demás resulta diferente, especial, y termina por caracterizarles ante el resto de sus congéneres.

Este tipo de personas también suelen pensar distinto pues, al fin y al cabo, es su pensamiento el que gobierna sus actuaciones —o al menos debería—. A menudo van contra la corriente, se apartan de lo convencional y no suelen seguir a la mayoría. Tienen una singular capacidad para encontrar ese ángulo distinto a las cosas, alejado de la opinión general, que pasa desapercibido para los demás.

A menudo van contra la corriente, se apartan de lo convencional y no suelen seguir a la mayoría

Reconozco profesar una mezcla de atracción y admiración hacia estos individuos. Su originalidad me parece una bocanada de aire fresco entre la aburrida uniformidad predominante. Son una fuente inagotable de aprendizaje. Generan material abundante con el que satisfacer la curiosidad de quienes se interesan por lo que desconocen. Ponerse en sus zapatos o imaginar su visión del mundo es un ejercicio estimulante que recomiendo. Podría poner un puñado de ejemplos concretos de personas cercanas o conocidas, pero prefiero dejarlo a cada lector.

La diversidad de los seres humanos es un atributo característico de nuestra especie. La personalidad nos identifica y el ADN nos convierte en sujetos irrepetibles —al menos de forma natural— y únicos. Pero, al mismo tiempo, somos seres sociales por naturaleza y preferimos vivir en comunidad. Satisfacemos así una necesidad básica de sentirnos parte de un grupo, de vincularnos con otros congéneres con los que compartir ideas, preferencias, aficiones, modas o credos, qué sé yo. La conectividad universal y las redes sociales han acentuado ese instinto gregario antropológico, aunque, en este caso, las conexiones virtuales sustituyan al contacto físico. El caso es que hoy, en nuestra sociedad, tengo la sensación de que tiende a proliferar la uniformidad sobre la diversidad y lo colectivo frente a lo individual.

Foto: Foto: iStock. Opinión
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Y qué ocurre en el mundo de las organizaciones, cuánto se fomenta o valora la originalidad, el ser distinto o el pensar diferente. Hace años que muchas apuestan por la diversidad e inclusión, un tren al que se suben cada vez más de ellas. Se habla de diversidad —con la boca pequeña o grande, según los casos—, en alguno de los sentidos de la declaración universal de la Unesco, que la considera patrimonio común de humanidad, o sea, la diversidad cultural, étnica, de orientación sexual, lingüística, genética y biológica.

Todas ellas son muy importantes y deberían presuponer el tipo de diversidad que más interesa en las organizaciones, que no es otra que la diversidad cognitiva, esa que combina distintos conocimientos, experiencias, habilidades o formas de pensar y ver el mundo. Eso sería lo lógico, aunque no necesariamente siempre ocurra así. De hecho, “la incorporación de capital humano 'superficialmente diverso' no garantiza la variedad de estilos en el procesamiento de la información y en la toma de decisiones”, escribe la profesora de Psicología de las Organizaciones Begoña Urien Angulo, de la Universidad de Navarra.

Foto: Angela Merkel. (EFE/EPA/Michael Hanschke) Opinión
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Asegurar la diversidad cognitiva requiere ir más allá de lo aparente para poner el foco en el bagaje intelectual, las actitudes y los marcos mentales del profesional. Favorece el pensamiento divergente, tan necesario para estimular la creatividad y la innovación. Ayuda a encontrar múltiples soluciones a los problemas, utilizando el ingenio de quienes no se conforman con las respuestas convencionales. Esto debería ser una práctica común en las organizaciones que persigan el alto rendimiento. Un valor más que deseable, no necesariamente vinculado a un determinado género, cultura o edad.

No se ve la vida de la misma forma ni se piensa igual teniendo unos conocimientos que otros, habiendo vivido unas experiencias que otras o estando en un momento vital —por no llamarle edad— que otro. Nuestro cerebro evoluciona a lo largo de la vida y está más preparado para llevar a cabo determinadas tareas en unas etapas que en otras. La creatividad, la agilidad mental o la capacidad para el aprendizaje acelerado se suelen asociar a la juventud, por ejemplo. El buen juicio para la toma de decisiones o la sabiduría se consideran patrimonio de la experiencia y, por tanto, de la madurez. Como toda generalización, probablemente ambas sean injustas, pero no cabe duda de que la buena mezcla de estos componentes no solo enriquece el producto final, sino que es mucho más inteligente que la uniformidad.

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Conseguir la diversidad cognitiva en una organización ha de superar dos barreras. La primera es la de los prejuicios, como por ejemplo aquel que considera la edad madura como desventaja, el famoso edadismo, del que ya hemos hablado en otros apuntes. La segunda es la cultura corporativa, que aglutina la identidad de cada organización, sus reglas no escritas, costumbres, hábitos o formas de hacer. Las culturas demasiado fuertes y endogámicas tienden a estandarizar a los miembros del grupo en detrimento de su diversidad. Se prefiere a quienes se coloquen el uniforme, asuman como propios los postulados y comulguen con ellos sin discrepar demasiado.

El riesgo de incorporar clones al grupo, afines con el pensamiento único —exagerando un poco—, recae en su empobrecimiento. Como decía el maestro Stephen Covey, “la fuerza radica en las diferencias, no en las similitudes”. La originalidad tendría que ser una cualidad que incentivar por las organizaciones, sobre todo si la innovación es el factor crítico que termina por inclinar la balanza hacia el éxito.

Hay personas que destilan originalidad nada más conocerlas. Puede ser por la rareza de sus aficiones o lo inusual de sus costumbres. O por su particular manera de usar el lenguaje, con palabras y expresiones poco corrientes. Quizá por su forma de vestir, fuera de los cánones o las modas al uso. El caso es que su forma de ser y de mostrarse ante los demás resulta diferente, especial, y termina por caracterizarles ante el resto de sus congéneres.

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