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Elogio de la elegancia

Una cualidad que impregna la personalidad, que caracteriza a quienes la poseen y les cubre con una pátina especial, brillante y seductora

Foto: Imagen: Pixabay/Alexa.
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Hay personas que transmiten un atractivo natural y único sin pretenderlo. No me refiero a la belleza física o a la indumentaria, es algo más sutil. Es una forma de ser y de obrar, de mostrarse ante los demás, de moverse y relacionarse, de hablar y escuchar. Es la elegancia, una cualidad que impregna la personalidad, que caracteriza a quienes la poseen y les cubre con una pátina especial, brillante y seductora.

Con raíz en el verbo latino elígere, la eligentia -hoy elegancia-, significa estar dotado de gracia, nobleza y sencillez, según la RAE. Ortega dice que, en el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia, como de instar se dice instancia. El elegante es el "eligente", una de cuyas especies se nos manifiesta en el "inteligente". Y siendo la Ética -continúa el filósofo- el arte de elegir bien nuestras acciones pues, eso, precisamente eso, es la elegancia. Ética y elegancia son, para él, sinónimos. Diríamos que la elegancia es algo así como la buena elección, un significado del vocablo más profundo que el coloquial.

Elegir bien puede asociarse a la estética, a la imagen y forma de vestir, como impresión primera que causamos. Aunque no se reduce únicamente al aspecto exterior, sino que va más allá. Al igual que la auténtica belleza, la elegancia está en el interior, en la opción de conducta en la vida cotidiana, ya sea personal, familiar o social. "La elegancia es una cuestión de personalidad, más que de la vestimenta", dice Jean Paul Gaultier.

La elegancia es un atributo singular y personalizado, ligado a la autenticidad, a la decisión de ser uno mismo. Es una especie de gracia de alcance universal, disociada de la clase social, el estatus o la posición económica. Puede estar entrañablemente presente en los más humildes y carecer atronadoramente de ella los más poderosos.

El buen liderazgo tiene mucho de elegancia, en las formas y en el fondo. Elegantes son las acciones que suscitan admiración

Enemiga de artificios, la naturalidad y la sencillez son consustanciales a ella. Es muy difícil impostarla sin quedar en evidencia para quien lo intenta. Y también está reñida con la estridencia y el exceso. Su esencia está arraigada en la forma de ser, en el carácter, que no es otra cosa que el temperamento convenientemente educado por las normas y los límites de la convivencia.

El trabajo es un entorno visible de actitudes y comportamientos que pueden ser más o menos elegantes. El respeto, la cordialidad, la cortesía, el interés y la atención dedicada a los demás son buenos ejemplos. Elegancia es evitar los exabruptos y las sobrerreacciones. Es guardar las formas, mostrar contención y mesura cuando afloran las emociones. Poner una sonrisa en los momentos de tensión. Nada menos elegante que dejarse arrastrar por la ira de manera pública, abrupta y desproporcionada.

La elegancia en el líder no debería ser solo un accesorio ornamental, sino un propósito ético

El buen liderazgo tiene mucho de elegancia, en las formas y en el fondo. Elegantes son las acciones que suscitan admiración. Como no entrar al trapo de las provocaciones. No hacer leña del árbol caído. Agradecer los esfuerzos. Reconocer los logros ajenos y los fracasos propios. Mostrar aprecio sincero. Evitar la crítica a los ausentes. Escuchar al mensajero sin 'matarle'. Compartir los réditos con generosidad. Afrontar las conversaciones difíciles sin rehuirlas. No dar pábulo a rumores infundados. O hacer que la procesión vaya por dentro y no por fuera.

Al final, son estas pequeñas cosas las que van calificando a quien las demuestra y atribuyendo un determinado prestigio a su ejecutoria. Quienes ejercen posiciones de liderazgo necesitan ser conscientes de que están sometidos a un plus de exigencia. Y nadie dijo que fuera fácil. La elegancia en el líder no debería ser solo un accesorio ornamental, sino un propósito ético.

Y, como todo lo virtuoso, valoramos más la elegancia ante su ausencia, cuando la echamos de menos en quienes hacen gala de su polo opuesto, la zafiedad. Por desgracia, se pueden ostentar altas responsabilidades mostrando comportamientos zafios. Encontramos casos nada ejemplares en su estilo de gestión y liderazgo, toscos y carentes del mínimo respeto a la dignidad, tolerados por el único salvoconducto de sus positivos resultados económicos, mientras estos duran.

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Y también ocurre en la cosa pública. Si la elegancia requiere individualidad y distinción, en el ámbito público hay quien esgrime lo contrario, la grosería, como fórmula de éxito para conectar con las masas indiferenciadas. Algunos dirigentes políticos poco distinguidos son idóneos para este empeño de conseguir adhesiones a pesar de su zafiedad o, mejor dicho, gracias a ella.

El liderazgo verdadero, basado en valores y que aspira a la ejemplaridad, tendría que ser ejercido por personas que han hecho de la ética su elección personal. Tan capaces de elevarse para tomar distancia como de bajar a tierra para estar codo con codo. De trascender las miserias cotidianas aportando ese toque de grandeza desde la humildad. Que no se empeñan en pasar la historia. Simplemente nos dejan su elegancia como su mayor legado.

Hay personas que transmiten un atractivo natural y único sin pretenderlo. No me refiero a la belleza física o a la indumentaria, es algo más sutil. Es una forma de ser y de obrar, de mostrarse ante los demás, de moverse y relacionarse, de hablar y escuchar. Es la elegancia, una cualidad que impregna la personalidad, que caracteriza a quienes la poseen y les cubre con una pátina especial, brillante y seductora.

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