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Ignasi Guardans

Atando cabos

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¿Encapuchados en el próximo parlamento?

La entrada en el Congreso de diputados y diputadas que se declaraban antisistema fue tremendamente saludable desde el punto de vista de la pureza democrática

Foto: Imagen del Congreso de los Diputados. (EFE)
Imagen del Congreso de los Diputados. (EFE)

En dos semanas volveremos a las urnas para elegir a una serie de personas que puedan componer una fotografía en miniatura de la compleja realidad política española. Con todas sus imperfecciones, esa es la teoría que sostiene y legitima nuestra democracia parlamentaria. Finalizado el recuento de votos y la asignación de escaños tras cada votación, el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo pasa a ser un espacio donde conviven temporalmente y en intensa intimidad 350 mandatarios que representan conjuntamente todas y cada una de las opciones políticas legales que existen en España, a partir de un cierto umbral mínimo de votos. Por supuesto, la fotografía resultante es borrosa, principalmente a causa de las profundas distorsiones que impone nuestro sistema de partidos y sus listas cerradas. Pero a grandes trazos, sí podemos decir que cada convocatoria electoral produce un nuevo destilado de la realidad social y política del momento en que se celebran.

En este sentido, la entrada en el Congreso de diputados y diputadas que se declaraban antisistema fue tremendamente saludable desde el punto de vista de la pureza democrática. Y ya queda lejos la sorpresa crítica de algunos ante los cambios estéticos y de indumentaria que incorporaron entonces algunas nuevas Señorías, contribuyendo a un Parlamento más plural y representativo. Otros cambios han sido más fundamentales: mayor equilibrio de género, más diversidad étnica... La España real y la España parlamentaria se van pareciendo cada vez más.

Foto: Pedro Sánchez, con el presidente canario, Ángel Víctor Torres, a su dcha., y con el ministro José Luis Ábalos, este 26 de octubre en San Cristóbal de La Laguna. (Eva Ercolanese | PSOE)

Pero tenemos un problema. Esa 'España real' llamada a votar está hoy más dividida y tensionada en sus extremos que en muchas décadas anteriores. Esa 'España real' incluye hoy, ya por encima de los mínimos de representación, a miles de personas que se consideran —excusen mi expresión— en guerra abierta con el Estado, con sus instituciones y con nuestra democracia tal como la conocemos. La Constitución también protege esas opciones, y protege también su derecho de representación política y parlamentaria. En teoría, las discrepancias más salvajes no deberían poder poner en cuestión el sistema tal como está previsto. La vida parlamentaria, con su liturgia civil, sus reglas, procedimientos y convenciones está concebida precisamente para canalizar de forma civilizada las tensiones de la sociedad, por intensas y dramáticas que sean. No solo Fraga, sino el mismísimo Blas Piñar, compartió vida parlamentaria con Santiago Carrillo y con represaliados del franquismo de forma civilizada y esencialmente respetuosa. Diputadas y diputados de uno u otro color habían tenido siempre muy presente que, aunque sus votantes estén profundamente cabreados o estén esencialmente enfrentados a las opciones políticas y sociales que otros representan, el Parlamento debe actuar como cámara de descompresión, como foro de discusión civilizada, y no como simple correa de transmisión de las tensiones que puedan existir en las calles de nuestro país.

Pero tengo la impresión de que estamos entrando en una nueva fase, para la que quizá no estamos preparados. Estamos en un nuevo momento político en el que algunos creen que su mandato electoral ha de consistir, precisamente, en llevar sus conflictos hasta el seno mismo de las instituciones constitucionales. El respeto a las reglas y al oponente ya no es, para ellos, un signo de civilización. Todo lo contrario: es signo de debilidad y cobardía, que los suyos, quienes los han elegido, ni toleran ni perdonan.

Estamos en un nuevo momento político en el que algunos creen que su mandato electoral consiste en llevar sus conflictos hasta las instituciones constitucionales

No tengo claro que nuestros parlamentos tengan a punto los mecanismos necesarios para garantizar no ya el decoro, sino el orden elemental que requiere su funcionamiento. Y lo escribo en plural, porque el problema no es solo nuestro. El Parlamento europeo puso a prueba la solidez de sus reglas internas con la primera llegada de los representantes del UKIP, el partido antieuropeo que llegó a causar una pelea a puñetazos en los pasillos de Estrasburgo. Ahora, algunos de los integrantes de las huestes de Salvini dejan a los de Farage como angelitos. Esta misma semana el presidente de la Eurocámara, David Sassoli, ha debido aplicar algunas de las sanciones más duras que se recuerdan tras anunciar solemnemente en el Pleno que aplicará mano dura a quienes no respeten la dignidad de la Cámara. Pero ha debido aceptar como normal que un eurodiputado alemán asista a todos las sesiones ocultando su rostro, encapuchado en su sudadera negra, con la agresividad permanente que deriva de esa imagen.

En el Congreso ya se plantearon cuestiones jurídicas serias con motivo de los pseudo-juramentos de la Constitución. Cuestiones que se resolvieron fácilmente cuando se trató de Batasuna, pero que son tanto más difíciles cuanto más amplia es la representación del insumiso. Con la llegada probable de los diputados de la CUP, esa cuestión retomará la máxima intensidad en unas pocas semanas. También hemos visto esta semana la expulsión de una diputada de Vox de la Diputación Permanente, ante el aplauso de sus colegas (de un Grupo parlamentario que bien podría llegar a ser el tercero o cuarto de la Cámara). Entre gente razonable, estas sanciones serían motivo de vergüenza. Para los extremos populistas son prueba de que están cumpliendo bien con su mandato electoral.

¿Qué nivel de tolerancia deberían tener las fuerzas políticas que respetan y defienden la Constitución para no impedir el debate democrático?

Las normas están ahí. Pero una cosa es la letra de la norma y otra la capacidad y voluntad política de aplicarlas. Por ejemplo, la aplicación literal del Reglamento permite que diputados o diputadas sean llamados al orden cuando "profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de las Instituciones del Estado". En otras palabras, en teoría bastaría con que dijeran en la Tribuna lo mismo que ya dice el 'president' de la Generalitat. No, esa norma no es aplicable en su tenor literal. Pero ¿dónde está el límite? ¿Qué nivel de tolerancia deberían tener las fuerzas políticas que respetan y defienden la Constitución para no impedir el debate democrático, pero sin llegar a permitir que nuestro sistema parlamentario entre en riesgo de caos y bochorno colectivo?

No está de más que vayamos dedicando un rato a esta reflexión. Porque la aplicación de sus conclusiones va a ser inminente.

En dos semanas volveremos a las urnas para elegir a una serie de personas que puedan componer una fotografía en miniatura de la compleja realidad política española. Con todas sus imperfecciones, esa es la teoría que sostiene y legitima nuestra democracia parlamentaria. Finalizado el recuento de votos y la asignación de escaños tras cada votación, el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo pasa a ser un espacio donde conviven temporalmente y en intensa intimidad 350 mandatarios que representan conjuntamente todas y cada una de las opciones políticas legales que existen en España, a partir de un cierto umbral mínimo de votos. Por supuesto, la fotografía resultante es borrosa, principalmente a causa de las profundas distorsiones que impone nuestro sistema de partidos y sus listas cerradas. Pero a grandes trazos, sí podemos decir que cada convocatoria electoral produce un nuevo destilado de la realidad social y política del momento en que se celebran.