Atando cabos
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Investidura: entre el estrés y la esperanza
En el conjunto de España predomina el estrés ante la investidura de Sánchez. En Cataluña, sin embargo, puede afirmarse que el componente de esperanza es el que ha prevalecido
Se define el estrés como una tensión provocada por situaciones agobiantes que origina reacciones psicosomáticas. La esperanza, por su parte, es un estado de ánimo en el que se presenta como posible aquello que deseamos. Y así está hoy España entera: en un momento histórico que oscila entre el estrés y la esperanza, en distinta proporción en función del perfil social, de la orientación política, y también del lugar de residencia de cada cual. En ambos casos estamos fuera del terreno de lo estrictamente racional: el componente principal de uno y otra es anímico. Se trata de estados anímicos absolutamente personales, provocados por factores externos que cada ciudadano o ciudadana recibe y procesa de forma distinta. Y esta realidad hace muy complicado el intercambio de ideas o de propuestas; hace casi imposible el mínimo esfuerzo de convicción interpersonal; y dificulta el análisis sereno, pues las emociones se alteran de forma más rápida y voluble que los hechos reales.
Ante la inminente investidura parlamentaria de un presidente socialista, tanto el estrés como la esperanza se fundamentan en los mismos dos ejes políticos: el componente de izquierda más radical que pueda incorporarse a la acción del nuevo gobierno, y la forma de tratar la "cuestión catalana". En ambos casos se da por hecho que no ha existido un cambio de convicciones en el candidato a presidente ni en su partido. Se percibe que las orientaciones políticas más importantes que van a marcar el nuevo Gobierno no nacen realmente de una evolución en las convicciones políticas de Pedro Sánchez o de la dirección socialista, sino de la necesidad del pacto (claudicación, dirán muchos) con quienes, hasta la mismísima noche electoral, se presentaban como lo más peligroso y dañino para el futuro bienestar y convivencia de los españoles. Y es más que natural y comprensible que ese viraje provoque las reacciones de ansiedad y de tensión propias del estrés, aunque para mucha gente ello pueda compensarse con ese efecto de esperanza ante una oportunidad que no se quiere dejar escapar.
En el conjunto de España, en mi opinión hay mucho más estrés que esperanza, incluso dentro del voto socialista. El pacto con ERC, pésimamente explicado desde la Moncloa, genera dudas de mucho calado, exacerbadas —a partir de incertidumbres objetivas— por el discurso apocalíptico de una derecha que ha dado pruebas de haber perdido el mínimo sentido de la responsabilidad. Se pone el foco en el hecho de que lo pactado obligará al Gobierno a escuchar del independentismo sus máximas reivindicaciones, incluida la extinción misma de España tal como la conocemos. Y en la concesión de que, si se llegara a algún acuerdo con el independentismo, se planteará una consulta que ya suena a traición antes incluso de conocer su contenido. Fuera de Cataluña, la esperanza que puede neutralizar ese estrés se alimenta esencialmente de los anuncios de la agenda progresista de reformas en el terreno social. Apenas escucho a nadie fuera de Cataluña que crea de verdad que habrá una mejora en la crisis territorial en los próximos años; pero sí son muchos los que creen que lo pactado, y los riesgos que de ahí se puedan derivar, son un precio legítimo a pagar para alcanzar importantes objetivos de reforma social, laboral, medioambiental...
En Cataluña creo que puede afirmarse que el componente de esperanza es el que ha prevalecido en estas últimas semanas, a ambos lados de la trinchera que parte en dos a la sociedad desde hace años. En el frente independentista todos saben que esta maniobra de apoyo puntual al enemigo resulta de altísimo riesgo. Pero un riesgo que están dispuestos a correr. Aunque no lo reconozcan en público, entre los cuadros de ERC y entre otros componentes del independentismo, se está recuperando la idea de que frente al "todo o nada" de la autodeterminación, el "tot o res" del discurso oficial, existen estaciones intermedias que podrían alcanzarse en esta mesa de negociación. Intermedias, temporales, provisionales. Nadie en el campo independentista aceptará como definitivo un marco de acuerdo con "el Estado". Por ello se presenta este acuerdo y todo lo que se salga de él no como un acto de cesión o de buena fe para la resolución conjunta de un problema, sino como una maniobra táctica para alcanzar el objetivo final de ruptura al que no se ha renunciado en absoluto.
Y esa esperanza —que, insisto, no tiene por qué estar fundada racionalmente— se extiende mucho más allá: desde el PSC, desde el entorno de los 'comuns', y también entre muchos otros que rechazan la ruptura con España, existe la convicción de que abrir alguna forma de proceso de diálogo y de establecimiento de puentes solo puede mejorar la situación actual de bloqueo. Se presenta como posible un deseo, y eso ya es razón suficiente para reducir la ansiedad y recuperar algo de optimismo, aunque sea con la respiración contenida. Porque cualquier alternativa parece claramente peor. Y también porque son pocos en Cataluña los que ven esos gravísimos riesgos que otros trompetean en el resto de España. Además, conviene decirlo claro, solo una minoría en Cataluña se opone a la idea de que si algún día se lograra un acuerdo político de futuro, este deberá ser sometido a consulta.
Por supuesto, estas líneas no son más que una foto borrosa de una realidad en movimiento. Los riesgos están ahí a la vista de todos. Y no es posible anticipar el impacto real de meteoritos mediáticos como el cese de Torra, o por ejemplo una futura visita a Cataluña del eurodiputado libre e inmune Carles Puigdemont.
Se define el estrés como una tensión provocada por situaciones agobiantes que origina reacciones psicosomáticas. La esperanza, por su parte, es un estado de ánimo en el que se presenta como posible aquello que deseamos. Y así está hoy España entera: en un momento histórico que oscila entre el estrés y la esperanza, en distinta proporción en función del perfil social, de la orientación política, y también del lugar de residencia de cada cual. En ambos casos estamos fuera del terreno de lo estrictamente racional: el componente principal de uno y otra es anímico. Se trata de estados anímicos absolutamente personales, provocados por factores externos que cada ciudadano o ciudadana recibe y procesa de forma distinta. Y esta realidad hace muy complicado el intercambio de ideas o de propuestas; hace casi imposible el mínimo esfuerzo de convicción interpersonal; y dificulta el análisis sereno, pues las emociones se alteran de forma más rápida y voluble que los hechos reales.