Atando cabos
Por
Luz y taquígrafos para las acciones del Rey emérito
"La honrosa obligación que para mí implica el cumplimiento de las leyes". Las instituciones democráticas tienen todo el derecho y el deber de recordarle sin miedo aquel compromiso
"Asumo la Corona del Reino con pleno sentido de mi responsabilidad ante el pueblo español y de la honrosa obligación que para mí implica el cumplimiento de las leyes y el respeto de una tradición centenaria que ahora coinciden en el trono".
Aquel 22 de noviembre de 1975, terminado el discurso que encabezaron estas palabras, comenzó en España un experimento político extraño, por cuya estabilidad pocos líderes demócratas (en aquel momento, mayoritariamente exiliados o en prisión) hubieran apostado. Echaba a andar una Monarquía restaurada que se revestía de la legitimidad "de una tradición centenaria", pero cuya única fundamentación jurídica derivaba de una decisión del dictador, adoptada al margen incluso de los propios requisitos de la sucesión monárquica. Aquel joven era en realidad tan ilegítimo para republicanos como para los monárquicos más convencidos.
Sin embargo, en siete años la situación cambió de forma radical. En mayo de 1977, el verdadero titular de la "tradición centenaria", Don Juan de Borbón, renunció a sus derechos dinásticos en favor de su hijo. En 1978 el republicanismo más militante aceptó la Constitución, que entre otras funciones actuó como un solemne bautismo democrático: aquellas instituciones y poderes del Estado que procedían del franquismo y debían sobrevivir en democracia, empezando por su propia Jefatura, quedaban purificadas bajo el nuevo mandato constitucional, y con el sometimiento a la soberanía nacional depositada en el nuevo régimen parlamentario.
Pocos años más tarde, en la madrugada de una noche de febrero, el Rey tuvo la ocasión definitiva de transformar ese capital inicial de legitimidad constitucional, jurídica y política en un verdadero —y por muchos años indiscutido— capital de reconocimiento social.
Otros escribirán sobre los aciertos y errores de los 30 años de aquel reinado. Pero, desgraciadamente, todos tenemos presente el triste espectáculo que fue su final. Si lo comparamos con un valor en bolsa, podemos decir que tras unos años de excelente administración de la institución monárquica, que se traducía en altos valores de aceptación en el mercado político en toda España (sí, en toda), Juan Carlos I fue acumulando graves errores hasta acercarse peligrosamente al 'crash' en la cotización de la empresa que le había sido confiada. Por supuesto, su conducta personal no fue el único factor de desgaste: el país de 2014 era bien distinto del país al que el Rey —y con él, demasiados en su entorno— había acomodado la Monarquía.
En una institución esencialmente definida como dinástica es casi imposible que el daño causado por el anterior monarca desparezca por el solo hecho de la sucesión. Especialmente cuando, a pesar del esfuerzo por mostrar su arraigo "centenario", la Monarquía ha quedado reducida a un sistema de poder y de representación que apenas nadie defiende por sí mismo con convicción. Es un edificio de debilísima estructura, que sigue en pie por una extraña combinación entre el respeto personal que ha sabido ganarse el rey Felipe VI, con el vértigo y pereza que provocan en tantos españoles la dificultad que tendríamos para acordar entre nosotros una alternativa mejor.
Defender a la Monarquía en ese contexto se asimila a defender la España unida; los críticos de la Monarquía son enemigos de España
Es decir, dicho de forma gráfica, y dejando de lado las cualidades personales o el acierto de quien la encabeza en este momento, puede decirse que la actual Monarquía española sobrevive políticamente gracias a algo muy similar a la inercia: no tiene apenas motor político propio (¿qué partido se proclama defensor de verdad de la Monarquía?), y solo podrá seguir avanzando si puede hacerlo con la mínima resistencia, y sin enfrentarse a obstáculos serios que la empujen a descarrilar. Reducir esa resistencia, anticipar y eliminar esos obstáculos es por ello obligación grave de quienes todavía piensen que en este país nuestro una Jefatura del Estado hereditaria sigue siendo el menos malo de los sistemas.
En estos últimos años, es objetivo admitir que la gestión real de la crisis territorial e identitaria ha aumentado notablemente la resistencia al Rey en partes importantes del país, por más que haya provocado también fervorosas adhesiones de quienes en realidad jamás le habían cuestionado. Era, es en todo caso una situación cómoda: defender a la Monarquía en ese contexto se asimila a defender la España unida; los críticos de la Monarquía son enemigos de España. Todo relativamente fácil de comunicar y gestionar.
Pero las turbulencias que han estallado esta semana van a someter a la Institución a una tensión en la que no cabrá ya esa simpleza argumental. Y es que las acusaciones son graves. En un país en crisis, con tanta gente en serias dificultades económicas, el entonces jefe del Estado habría promovido/autorizado/dirigido el blanqueo de 100 millones de euros, con derivadas de evasión fiscal, posible corrupción en el extranjero…. Y dejo de lado el asunto sentimental, que me parece anecdótico (salvo para la propia Familia Real).
Aquí va a salir todo a la luz. Todo, o lo suficiente para sonrojar y poner en serio compromiso a quien deba defender la calidad de nuestra democracia
El primer fiscal de Ginebra, el muy respetado perro de presa anticorrupción Yves Bertossa (orgulloso hijo de Bernard Bertossa, uno de los fiscales que más años y más energía dedicó a la corrupción financiera internacional), no va a soltar este asunto con la facilidad que algunos desearían. Aquí va a salir todo a la luz. Todo, o lo suficiente para sonrojar y poner en serio compromiso a quien deba defender por el mundo la calidad de nuestra democracia. Y lo suficiente para alimentar una monumental indignación popular perfectamente legítima y comprensible. Esto es, salvo que nuestra democracia reaccione como debe, claro: al menos con luz y taquígrafos. Con transparencia. Y con exigencia de responsabilidades, aunque solo sean morales y sociales.
"La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad", dice el artículo 57 de la Carta Magna. Lo conocemos. Pero esa protección jurídica no obliga al actual jefe del Estado, ni a quienes hoy lo dirigen y representan, a amparar o proteger la honra de nadie. Reflexionemos, ¿qué creen que da más armas y argumentos a los enemigos internos de España y de su Estado? ¿El encubrimiento, el disimulo, o una valiente respuesta democrática?
"La honrosa obligación que para mí implica el cumplimiento de las leyes". Nuestras instituciones democráticas tienen todo el derecho y el deber de recordarle sin miedo aquel compromiso.
"Asumo la Corona del Reino con pleno sentido de mi responsabilidad ante el pueblo español y de la honrosa obligación que para mí implica el cumplimiento de las leyes y el respeto de una tradición centenaria que ahora coinciden en el trono".