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Algo pasa en el sur

En el imaginario colectivo, se ha acuñado una imagen del sur que evoca un paraíso edénico de ocio, solaz y lujuria en contraposición al norte, disciplinado, austero y trabajador

Foto: El presidente del Eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem. (Reuters)
El presidente del Eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem. (Reuters)

Las recientes declaraciones del presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem, han reabierto una herida que supura desde hace algún tiempo. Los medios de comunicación se han apresurado a destacar su componente más mediático: "No puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y luego pedir ayuda", en lo que ha sido interpretado como una clara referencia a los países del sur de Europa.

Con independencia de que el desafortunado ejemplo utilizado por Dijsselbloem pretendía ilustrar una reflexión de carácter más general sobre el principio de solidaridad, lo cierto es que ha generado una agria polémica entre varios miembros del Europarlamento: en particular, varios diputados españoles le han pedido que se retracte de sus palabras y han solicitado su dimisión.

Foto: Xviii congreso nacional del pp

Pero más allá de la exquisita sensibilidad de algunos, los mismos que siempre se sienten concernidos cuando se cuestiona a los beneficiarios de la solidaridad, las declaraciones del presidente del Eurogrupo suscitan una interesante reflexión sobre dos cuestiones, íntimamente entrelazadas, que están en el centro del debate intelectual que ha surgido en las modernas sociedades poscapitalistas, herederas de la quiebra y del desmoronamiento del Estado de bienestar.

En primer lugar, el significado y alcance de la solidaridad. Hoy nos hallamos muy lejos de ese mundo arcádico plagado de ingenuidad y buenas intenciones que postulaba un mesianismo utópico y un igualitarismo incondicional, que contemplaba a los desheredados como las víctimas desprotegidas de estructuras sociales defectuosas. En el mundo digital, hemos redescubierto al individuo. Y aunque somos conscientes de que no vivimos en un paraíso terrenal, también sabemos que nos hallamos muy lejos del infierno. Una vez que nos hemos desembarazado de nuestros pesados lastres morales, hemos conocido el lado perverso de la solidaridad.

Ello no significa que haya que abandonar a su suerte a los desheredados de la fortuna. La solidaridad sigue siendo un elemento esencial de la cohesión social, pero es necesario encontrar nuevas formas para articular su contenido. El Estado ya no es en exclusiva el único centro de imputación de intereses colectivos. Las nuevas tecnologías han puesto de manifiesto la fortaleza emergente de una nueva sociedad civil, y es a través de sus redes sociales autónomas como pueden vertebrarse —y, de hecho, se organizan— las formas de asistencia social y solidaridad.

Foto: El presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani. (EFE)

Sabemos también que la solidaridad no funciona en cualquier circunstancia. El contexto, el escenario y los incentivos tienen una importancia fundamental. Los beneficiarios no pueden erigirse en los sujetos pasivos de un derecho natural e ilimitado, en las víctimas irredentas de una injusticia que algún otro tiene que pagar.

Es posible que Dijsselbloem no haya estado especialmente afortunado al elegir el símil, pero es difícil no estar de acuerdo con su afirmación de que no parece lícito pedir ayuda si hemos despilfarrado los escasos recursos de que disponemos. Podemos reprocharle su escaso sentido de la oportunidad, su falta de empatía y sensibilidad, pero no su argumentación. Y lamentablemente hay mucho de verdad en el contenido de su afirmación. Nos hemos gastado el dinero en autopistas sin vehículos, aeropuertos sin aviones, estadios vacíos e infraestructuras inútiles. Hay un momento perverso en la solidaridad cuando sus beneficiarios se convierten en acreedores de una supuesta culpa colectiva que otros tienen que expiar.

Es difícil no estar de acuerdo con su afirmación de que no parece lícito pedir ayuda si hemos despilfarrado los recursos de que disponemos

Este cambio de paradigma tiene también otro registro. Es esa topografía de la solidaridad que relata los avatares de una historia desigual, de un destino que resulta tanto más cruel cuanto más incontrolable parece. En el imaginario colectivo, se ha acuñado una imagen del sur que evoca un paraíso edénico de ocio, solaz y lujuria en contraposición al norte, disciplinado, austero y trabajador. Por supuesto, se trata de una gran simplificación, pero precisamente ahí radica la fuerza explicativa del concepto. Más allá de las imprescindibles matizaciones, ese relato se inserta en una vigorosa narrativa no exenta de rigor.

Desde la segunda mitad del siglo XX y hasta los primeros años del nuevo milenio, el funcionalismo, en sus múltiples versiones, se convirtió en la teoría dominante en el ámbito de las ciencias sociales. Como consecuencia de ello, las concepciones que enfatizaban la importancia de las fuerzas naturales, el clima y geografía en la formación de las sociedades humanas quedaron eclipsadas y, hasta cierto punto, desacreditadas en los ámbitos académicos serios. Pero en años recientes se ha producido un drástico cambio de paradigma. En la medida en que la arqueología, la geografía y la estadística han mejorado sus técnicas de evaluación, datación y análisis, adquiriendo un mayor estatus científico, han sido capaces de elaborar hipótesis contrastadas, proporcionando respuestas cada vez más satisfactorias a los viejos interrogantes que cuestionaban la riqueza y la pobreza de las naciones.

No se trata de sustituir la vieja ortodoxia por otra de nuevo cuño. La geografía no es el único destino, pero forma parte del itinerario. El clima, la latitud, la proximidad al mar, la ubicación al lado de los flancos montañosos, la riqueza de los recursos naturales, la demografía, entre otros, constituyen factores de innegable importancia en el desarrollo de las sociedades. Reputados autores como Ian Morris o Robert Kaplan no dudan en atribuir una importancia capital a esta especie de ubicua lotería con que la naturaleza dispensa sus dones.

Norte y sur son también dos espacios culturales singularmente idiosincráticos cuyas poblaciones observan conductas y hábitos diferenciados

En este sentido, norte y sur no solo son puntos cardinales distintos, dos latitudes diferenciadas; son también dos espacios culturales singularmente idiosincráticos cuyas poblaciones observan costumbres, conductas y hábitos notablemente diferenciados. Para decirlo muy brevemente: hay un contenido de verdad en los estereotipos. Esta afirmación no entraña ningún juicio de valor. Se trata tan solo de constatar los hechos.

Estas diferencias se aprecian incluso dentro de cada uno de los territorios nacionales. La Italia del norte tiene muy poco que ver con el Mezzogiorno, y del mismo modo Cataluña o el País Vasco son profundamente diferentes de Andalucía o Extremadura. Apreciar esas diferencias, que son también económicas, no significa quebrar la solidaridad sino establecer sus límites.

Ha de admitirse un cierto grado de heteronomía: aquel que resulta legítimo porque encuentra su justificación en las diferencias de voluntad, de esfuerzo y capacidad de los distintos miembros de una comunidad. Definir con claridad las fronteras de la solidaridad, estableciendo sus límites, es la mejor manera de asegurar su continuidad y su eficacia. La solidaridad no funciona como una patente de corso que legitima la práctica de una caridad impenitente. No es posible construir ninguna ética con vocación de permanencia que no se fundamente en el altruismo recíproco. Ni siquiera en el cristianismo primitivo pudo prolongarse la ética mesiánica del Reino de los Cielos.

Quizás, en lugar de indignarnos por las palabras de Dijsselbloem, deberíamos reflexionar sobre su significado.

*Álvaro Lobato Lavín. Abogado socio de DLA Piper. Magistrado en excedencia. Patrono fundador de la Fundación para la Investigación sobre el Derecho y la Empresa, Fide. Codirector del Foro Economía y Derecho de Fide.

Las recientes declaraciones del presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem, han reabierto una herida que supura desde hace algún tiempo. Los medios de comunicación se han apresurado a destacar su componente más mediático: "No puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y luego pedir ayuda", en lo que ha sido interpretado como una clara referencia a los países del sur de Europa.

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