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EPI: la catástrofe de las buenas intenciones
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EPI: la catástrofe de las buenas intenciones

Hay un momento perverso en la solidaridad que aparece cuando la ecuación que distribuye los costes arroja un saldo negativo en la cuenta de resultados

Foto: Foto: iStock.
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Soy del Gobierno y estoy aquí para ayudar”. En uno de esos icónicos arrebatos que tanto contribuirían a la popularidad de su presidencia, Ronald Reagan calificó estas ocho palabras como las más terroríficas de la lengua inglesa. Pero más allá de las estridencias de aquel actor secundario bendecido por el destino, la expresión contiene una verdad que nos susurra al oído insistentemente que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

El altruismo, esa inclinación genérica de la especie a ayudar al otro, forma parte de nuestra naturaleza evolutiva, aunque esté condicionado por el freno de la reciprocidad. Pero cuando otro paga la factura, pisamos a fondo el acelerador. Y cuando quien conduce es un político cuyo principal incentivo es permanecer en el cargo, no hay ningún límite de velocidad que no pueda traspasarse en esa desenfrenada carrera para añadir una muesca más en el blasón de la solidaridad.

Y aunque aún goza de relativa buena salud, hace ya tiempo que la solidaridad muestra síntomas de agotamiento, de una senectud gastada por el uso, de un fulgor que brilla iluminando su lado más oscuro. Hay también un momento perverso en la solidaridad que aparece cuando la ecuación que distribuye los costes arroja un saldo negativo en la cuenta de resultados.

Foto: Una mujer pasa frente a una tienda cerrada, en mayo de 2020. (Reuters)

La actual normativa que regula la popularmente conocida como segunda oportunidad o más técnicamente como exoneración del pasivo insatisfecho (EPI) es un paradigmático ejemplo de cómo una legislación ideada para ayudar a aquellos desfavorecidos que han quedado atrapados en una espiral de deuda muchas veces consecuencia imprevista de un infortunio inesperado, ha devenido en un instrumento fraudulento que genera incentivos perversos, que favorece la proliferación de financiación irresponsable y que enriquece a una minoría que ha profesionalizado una especie de negocio usurario.

La condonación de la deuda acumulada en situaciones de insolvencia persigue reincorporar al circuito de la actividad económica a todos aquellos que han quedado temporalmente desplazados en virtud de circunstancias sobrevenidas que en gran parte escapan a su voluntad (crisis económica, desempleo etc.). Tiene, pues, una fácil justificación macroeconómica: a medio plazo debería incrementar la actividad al incorporar recursos ociosos al sistema. Y desde el punto de vista social, la ayuda a los más necesitados es siempre una extraordinaria caja de resonancia política, una formidable cámara de eco que nadie que quiera sobrevivir en la competición electoral se atreverá jamás a cuestionar.

Foto: Imagen: Pixabay/Gerd Altmann. Opinión

Los problemas aparecen cuando descendemos los peldaños que conducen a los detalles. El mercado es un extraordinario mecanismo de asignación de recursos, pero su adecuado funcionamiento exige un sustrato legal que garantice el adecuado cumplimiento de las obligaciones y contratos. Es, además, un sistema complejo y cuando se producen distorsiones en la cadena de valor, los efectos rara vez son lineales y resultan difíciles de medir y de cuantificar.

Y esto es, precisamente, lo que ha sucedido con la regulación legal que exonera las deudas no pagadas. Los agentes económicos que operan en el mercado detectan las grietas del sistema con una precisión y rapidez mucho mayor que la regulación que pretende taparlas. Cuando se abre una puerta y no se establece un control riguroso, corremos el riesgo de encontrarnos con todo tipo de pasajeros indeseables. Como era de temer, los efectos colaterales no deseados han desbordado con creces cualquier beneficio que pudiere obtenerse.

En primer lugar, se ha producido un extraordinario incremento en la demanda de solicitudes de insolvencia con la finalidad de obtener la exoneración del pasivo. El número de concursos se ha multiplicado hasta el punto de que hoy constituyen más del setenta por ciento de la actividad de los juzgados mercantiles. En algunos casos, cada vez más numerosos, se observa que la insolvencia es puramente artificial, una mera apariencia creada exprofeso para obtener el beneficio de la condonación, ya que el pasivo es escaso y, en todo caso, perfectamente atendible con los ingresos que se obtienen.

Foto: Un restaurante cerrado en la plaza Mayor de Madrid. (EFE) Opinión

Aparecen, igualmente, los efectos clásicos tradicionalmente asociados a los incentivos perversos; el comportamiento sistemáticamente irresponsable de quien goza del privilegio de la inmunidad. El denominado riesgo moral hace su entrada triunfal en el sistema de exoneración, extendiendo como una mancha de aceite sus perniciosos efectos, desde la temeraria solicitud de multitud de préstamos fragmentados hasta la acumulación intencionada de deuda con la finalidad de solicitar el concurso. Los préstamos al consumo de todo tipo se multiplican en las fechas próximas a la petición del concurso porque quienes lo solicitan, debidamente asesorados, saben de antemano que siempre podrán contar con la generosidad de un sistema que previamente victimiza la apariencia de indigencia.

Y, naturalmente, cuando corre la sangre, los depredadores siempre la olfatean. Una de las más significativas virtudes del sistema de mercado es que transforma en valor cada oportunidad que se presenta. Más temprano que tarde, todo aquello que sea susceptible de convertirse en un negocio encontrará algún emprendedor dispuesto a gestionarlo. E incluso el mercado es capaz de transformar en negocio lo que aparentemente no lo es. Puede resultar paradójico encontrar un nicho de rentabilidad en el mundo oscuro y opaco del fracaso económico y la quiebra, pero los agentes económicos detectan el valor allí donde existe y lo explotan. El mundo de la insolvencia se ha convertido en un negocio, incluso al nivel de las personas físicas, para algunos profesionales y empresas que son capaces de obtener rentabilidad del ingente volumen de asuntos que generan. Ellos son los principales beneficiarios de todo el sistema. Y no hay ningún reproche moral en esta afirmación; es solo una consecuencia del diseño de la estructura.

Foto: Consumidores en la avenida del Portal del Ángel, de Barcelona. (EFE/Q. García)

Y después queda lo mejor. ¿Quién paga toda esta enorme factura? Alguien, ingenuamente, podría pensar que como una gran parte de la deuda exonerada está integrada por préstamos concedidos por entidades financieras, serían, entonces, los bancos y otras entidades de crédito los que tendrían que correr con los gastos y soportar los costes de la exoneración. Nada moralmente cuestionable. Los depravados banqueros que obtienen extraordinarias ganancias no gozan de demasiada popularidad en la opinión pública. Nadie se atrevería a alzar la voz en su defensa. Pero la verdad es que tampoco lo necesitan, porque no son los bancos quienes pagan la factura. Son los profesionales, los proveedores, los comerciantes, todos aquellos que no tienen poder de mercado, aquellos que no pueden desplazar los costes porque la competencia les obliga a ajustar los márgenes, a asumir las pérdidas derivadas del impago. Ellos son los verdaderos financiadores de este laberíntico y perverso carrusel en el que viajan cómodamente instalados multitud de intrusos y free-riders.

Los bancos y las entidades financieras con capacidad para repercutir los precios saben muy bien lo que tienen que hacer. En realidad, se comportan de manera absolutamente racional: sencillamente, trasladan los costes a los clientes solventes. Ello, sin duda, encarece los créditos, pero la demanda es lo suficientemente inelástica para soportar el incremento. Y aunque el encarecimiento del crédito es una mala noticia para la economía en su conjunto, puede no serlo para los bancos en particular.

Foto: La presidenta del BCE, Christine Lagarde. (EFE/Friedemann Vogel)

Y así, virtuosamente, se cierra de nuevo el círculo de la solidaridad. En algún momento, en ese circuito se ha operado una mutación alquímica, pero nadie lo percibe porque permanece escondida bajo la superficie aterciopelada de la generosidad. Se trata, de una especie de impuesto oculto que, como en el caso de la inflación, quiénes lo sufragan carecen de sensibilidad al pago, con la diferencia de que aquí la distribución no es aleatoria sino puramente selectiva.

Naturalmente, esta larga marcha hacia el privilegio y la inmunidad solo es posible por la casi completa ausencia de control. No hay ninguna instancia administrativa o judicial que efectúe un filtro eficaz en la aplicación del sistema. Los juzgados tienen muy escasas posibilidades legales y aún menos medios para instaurar un sistema efectivo de selección, que evite la acumulación de los efectos perversos que conlleva toda distorsión del funcionamiento del mercado.

Y lo peor de todo es que carecemos de cualquier mecanismo de evaluación o seguimiento. Deberíamos aprender del mundo anglosajón. Censuramos muchas veces su obsesión por medir y cuantificar, pero tiene muchas virtudes. Entre otras, nos permite rectificar los errores. No hay ningún secreto en ello. Se trata de ensayo y error, una historia de éxito, la aplicación del método científico que, desde los albores de la humanidad, nos ha traído hasta aquí.

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*Álvaro Lobato Lavín, magistrado del Juzgado de lo Mercantil 2 de Barcelona. Patrono de Fide.

Soy del Gobierno y estoy aquí para ayudar”. En uno de esos icónicos arrebatos que tanto contribuirían a la popularidad de su presidencia, Ronald Reagan calificó estas ocho palabras como las más terroríficas de la lengua inglesa. Pero más allá de las estridencias de aquel actor secundario bendecido por el destino, la expresión contiene una verdad que nos susurra al oído insistentemente que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

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