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Muy tarde piden los 'indepes' la "normalidad democrática"
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Juan Soto Ivars

Crónicas desde la República cuántica

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Muy tarde piden los 'indepes' la "normalidad democrática"

La violencia latente se estaba moviendo un poco dentro de su crisálida y los helicópteros, con los que en Barcelona llegamos a familiarizarnos, vuelven a vigilar las calles desde el cielo

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El auto del juez Llarena se está interpretando de dos formas. Por un lado, como el examen ajustado de lo que pasó y, por otro, como un loco relato de ficción. Pasa esto porque el auto contiene hechos y también un perfil psicológico de los acusados, recurso más propio de la novela que de los escritos judiciales. Además, Llarena convierte la violencia que no llegamos a sufrir en una larva, la describe en su estado latente. Interpreta que los responsables del 'procés' utilizaron esta violencia larvada en su cálculo, es decir, que jugaron con fuego. El juez recoge el miedo de muchos ciudadanos de Cataluña en los días más tensos de septiembre y octubre de 2017 para construir un delito de rebelión que, según los independentistas y una parte de la izquierda española, cae en la prevaricación.

Yo creo que se puede aceptar que hay líneas preocupantes en el auto de Llarena sin necesidad de acusar al juez de prevaricador. Cuando el juez interpreta las intenciones secretas de los procesados, lanza un balón de oxígeno a quienes acusan al Estado de encarcelar a gente por sus pensamientos y sus ideas. Pero negar que el 'procés' se ha caracterizado por una violencia simbólica y constante, ejercida desde el Govern y las organizaciones independentistas ANC y Òmnium, contra la mitad de los catalanes, es tan insensato como asegurar que esta violencia simbólica era el prólogo de un estallido social.

Los procesistas jugaron con una población mansa, pacífica y resignada. No hubo violencia en las manifestaciones independentistas ni la hubo en las españolistas, más allá de episodios aislados (y exagerados por la otra parte) y de una tensión social contenida, continua e improductiva. A la violencia del 1 de octubre se llegó por dos caminos: la irresponsabilidad de los procesistas, que menospreciaron a su oponente, y la pésima decisión de Rajoy de impedir un referéndum que no tendría ninguna validez aunque se celebrase con tranquilidad. Todos se echan el muerto encima cuando cada cual clavó la espada por donde quiso.

¿Normalidad?

El caso es que, tras publicarse el auto, los procesistas quieren normalidad. Es de una hipocresía abrumadora. Llevamos 24 horas de altercados menores tras el procesamiento de los procesistas y la captura en Alemania de Carles Puigdemont. La violencia latente que ha querido ver Llarena se estaba moviendo un poco dentro de su crisálida y los helicópteros, con los que los habitantes de Barcelona llegamos a familiarizarnos durante octubre y noviembre, vuelven a vigilar las calles desde el cielo sucio de la ciudad. Hablar de normalidad democrática es insensato ahora, con unas elecciones democráticas intervenidas por un proceso judicial, pero no se puede 'volver a la normalidad' cuando no la hubo.

El 'procés' ha sido lo contrario a la normalidad por una razón muy simple y muy clara: los políticos independentistas han ninguneado sistemáticamente a la mitad de la ciudadanía catalana. Es cierto que Rajoy no ha querido negociar, pero ellos se lanzaron a una carrera en la que arrastraban, atada de pies y manos, a la mitad de su población. El poder judicial les advirtió muchas veces de adónde llevaban sus actuaciones y ellos decidieron seguir adelante. ¿Normalidad?

¿Normalidad? Exigen normalidad unos señores que han hecho lo que han querido durante años y que han ninguneado a la mitad de su población

Una legislatura en la que se aseguró al votante una independencia a coste cero en 18 meses que se incumplió. Puigdemont haciéndose selfis con los requerimientos del Tribunal Constitucional. Sesiones en el Parlament donde se pisoteaban los derechos de los diputados de la oposición. Un referéndum ilegal cuyos resultados, que no tenían el aval de nadie, serían vinculantes. Una DUI cuántica, la declaración de una república sin estructuras de Estado ni apoyo internacional y sin arriar la bandera española del edificio de la Generalitat. Más selfis de Puigdemont en Girona el día antes de huir. Una casa en Bélgica, sede del Gobierno republicano en el exilio. Y unas elecciones en las que concurren diputados que iban a ser procesados con seguridad.

Repito. ¿Normalidad? Exigen normalidad unos señores que han hecho lo que han querido durante años y han ninguneado a la mitad de su población. Hablan de normalidad unos tipos para los que era normal atribuirse la voluntad de un pueblo al que estaban dividiendo. Podemos estar de acuerdo con ellos en que el delito de rebelión, que incluye la algarada violenta, no encaja con sus actos aunque el juez diga que encaja con sus intenciones, pero los procesistas nos han dado de todo menos normalidad democrática. Porque en Cataluña no hay 'un sol poble', como han repetido hasta la extremaunción, sino dos. Y no alcanzaremos la normalidad hasta que todos hayamos entendido esto.

El auto del juez Llarena se está interpretando de dos formas. Por un lado, como el examen ajustado de lo que pasó y, por otro, como un loco relato de ficción. Pasa esto porque el auto contiene hechos y también un perfil psicológico de los acusados, recurso más propio de la novela que de los escritos judiciales. Además, Llarena convierte la violencia que no llegamos a sufrir en una larva, la describe en su estado latente. Interpreta que los responsables del 'procés' utilizaron esta violencia larvada en su cálculo, es decir, que jugaron con fuego. El juez recoge el miedo de muchos ciudadanos de Cataluña en los días más tensos de septiembre y octubre de 2017 para construir un delito de rebelión que, según los independentistas y una parte de la izquierda española, cae en la prevaricación.

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