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Las elecciones de mañana no sirven para nada
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Juan Soto Ivars

Crónicas desde la República cuántica

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Las elecciones de mañana no sirven para nada

¿Cómo se compone un Gobierno cuando la mitad perdedora de la población no está dispuesta a aceptar el resultado?

Foto: Una pequeña urna de cartón en el Parlamento de Cataluña. (EFE)
Una pequeña urna de cartón en el Parlamento de Cataluña. (EFE)

Los autobuses de campaña han dejado tras de sí tierra quemada. La batalla entre candidatos ha sido corta y asquerosa, la peor que se recuerda. De los carteles puestos a la altura de las manos en la ciudad de Barcelona, hay pocos que se hayan salvado del vandalismo. Arrimadas aparece con bigote de Hitler, Albiol con caries en los dientes, Puigdemont con una esvástica en la frente, Junqueras tras unos barrotes pintados con rotulador y lágrimas patéticas. Sangran por la boca o babean, tienen cipotes de puerta de baño en las mejillas, están cubiertos de palabras: criminal, golpista, facha, 'botifler'. Es el léxico de la polarización.

Hace dos meses y medio la multitud corrió a rodear el Parlament. Iban cubiertos de banderas, al nivel del mar no se veían más que barras y estrellas, y dentro del edificio pasaba lo mismo. A voces, los diputados independentistas trataban de pasar un par de leyes. La oposición se había propuesto entorpecer la votación pero la presidenta Forcadell cambió las reglas y les negó el derecho al pataleo. Se tramitaron dos engendros ante un hemiciclo que era la foto perfecta de la situación: la mitad de los diputados se había largado, los de Albiol dejaron banderas españolas y catalanas en los escaños pero una diputada de Podem quitó las de España. La multitud que había salido a la calle vociferó de alegría cuando anunciaron la dinamitación definitiva de los pactos.

Foto: Carteles de campaña de la candidatura de Puigdemont. (Reuters)

Así lanzaron el referéndum unilateral, el momento que muchos pensaban que no llegaría. El Gobierno de Madrid aseguró que no ocurriría lo que ocurrió. La Policía buscaba las urnas, las papeletas, registraban empresas mientras la multitud independentista se reía a mandíbula batiente. Varios alcaldes durmieron en los calabozos del cuartelillo de Gracia y la multitud se fue a gritar ante las verjas. La Policía tenía que dormir en barcos porque los escraches les impedían dormir en hoteles.

Tuvimos Cataluña hasta en la sopa. Ferreras dejó de dormir en su casa y empezó a hacerlo bajo la mesa del estudio de televisión. Fueron días espeluznantes. Los amigos te preguntaban si pensabas buscar piso fuera de Cataluña, recibías llamadas desesperadas porque habían aparecido las primeras pintadas amenazantes. La víspera del referéndum, cuando todos pensábamos que no se celebraría, un montón de gente anónima marchó a los colegios con las urnas que habían tenido escondidas en casa. Hasta ese punto se había metido la política en los hogares.

Y por fin llegó el día. Desde el mismo momento en que una porra chocó contra un votante supimos que no habría modo de echar marcha atrás. Nos habíamos quedado atrapados en las tripas de una avalancha humana que corría dando gritos por la calle. Se convocaban manifestaciones todos los días, aparecían banderas de España entre las esteladas de los balcones, gritaban “a por ellos” en Huelva, las grandes empresas corrían en desbandada.

Lo único que sabremos al día siguiente es la bandera que rige la próxima etapa del 'procés'

Durante esos días, la política cuántica se convirtió en la norma, dejó de ser el chiste o la excepción. Unos pensaban con unos parámetros y respetaban una ley, otros se movían en la dirección contraria. Se llamaban los unos a los otros golpistas y criminales. Los helicópteros zumbaban durante el día y las cacerolas despertaban al caer la noche. El Govern declaró la independencia y al mismo tiempo no lo hizo. La multitud, que había ido a la Plaza de Sant Jaume para ver cómo arrancaban la bandera de España, se había disuelto a las doce de la noche. Nadie sabía cuál era el nombre del país que pisaba.

Cuando el presidente del Gobierno convocó elecciones, los mismos que habían dicho que la Constitución no era su ley pasaron por el aro y dijeron que iban a presentarse. Ahora meten los pies en barreños de agua con sal, hacen gárgaras para recuperar las cuerdas vocales, escriben cartas a los periódicos y las televisiones desde la celda de la prisión, pero nadie sabe qué significa ganar las elecciones de mañana.

¿Cómo se compone un Gobierno cuando la mitad perdedora de la población no está dispuesta a aceptar el resultado? Los votos quedaron escritos en las actas de septiembre del Parlament, en las porras de la Policía, en la risa de los enemigos de España, en los autos judiciales y en los ingresos en prisión. Votarán dando puñetazos en la mesa. Lo único que sabremos al día siguiente es la bandera que rige la próxima etapa del 'procés'.

Pero que nadie se engañe, porque la turra no se acaba nunca.

Los autobuses de campaña han dejado tras de sí tierra quemada. La batalla entre candidatos ha sido corta y asquerosa, la peor que se recuerda. De los carteles puestos a la altura de las manos en la ciudad de Barcelona, hay pocos que se hayan salvado del vandalismo. Arrimadas aparece con bigote de Hitler, Albiol con caries en los dientes, Puigdemont con una esvástica en la frente, Junqueras tras unos barrotes pintados con rotulador y lágrimas patéticas. Sangran por la boca o babean, tienen cipotes de puerta de baño en las mejillas, están cubiertos de palabras: criminal, golpista, facha, 'botifler'. Es el léxico de la polarización.