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Lo que queda de Metrovacesa y el Mercedes de seiscientos caballos del presidente Nafría
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Nacho Cardero

Caza Mayor

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Lo que queda de Metrovacesa y el Mercedes de seiscientos caballos del presidente Nafría

No podía acceder a su ordenador. La clave no era correcta. Quizá le bailaran los números. Era posible. No hacía ni veinticuatro horas que había aterrizado

No podía acceder a su ordenador. La clave no era correcta. Quizá le bailaran los números. Era posible. No hacía ni veinticuatro horas que había aterrizado en Barajas y el jet-lag todavía golpeaba su cabeza con fuerza. Sara lucía sonrisa de dentífrico, llevaba botas altas y un pendrive con fotografías de sus vacaciones para mostrar a sus compañeros de Metrovacesa. Llamó al departamento informático en busca de un diagnóstico a la amnesia repentina de su ordenador. Le dieron claves nuevas. Entró en su correo electrónico, comenzó a leer los emails y rápidamente intuyó que algo iba mal. Llamó a su jefe. Este la cortó en seco y la instó a que se dirigiera al despacho del director financiero. Allí, un cónclave de la alta dirección le comunicó con rostro circunspecto que estaba despedida. Eso no le costó entenderlo a pesar del jet-lag.

 

Metió sus cosas en una caja de cartón, la cerró con cinta americana y la dejó caer en el maletero de su coche, una antigualla con motor. No muy lejos de allí, en otra de las plazas del aparcamiento de Metrovacesa, se encontraba un flamante Mercedes AMG Clase S 65 que el vecindario observaba con envidia y algo de recelo. No era el monoplaza de Lewis Hamilton, pero corría como un cohete y bien podría hacer podio en una carrera de Fórmula 1. Se trataba del coche de Vitalino Nafría, el presidente de la inmobiliaria. Negro customizado a gusto del comprador, biturbo, seis mil centímetros cúbicos, más de seiscientos caballos de potencia, alcanzaba los cien kilómetros a la hora en 4,4 segundos. ¿Su precio? Casi 250.000 euros. Se venía a cumplir la máxima de que a los ladrilleros les gusta lucir coches grandes y potentes.

Vitalino Nafría, un histórico del BBVA, fue fichado por los bancos para reflotar Metrovacesa después de que éstos derrocaran a la familia Sanahuja y se hicieran con el control. Nada más aterrizar en las oficinas preguntó por ese Mercedes con el que se había topado en el parking y del que no podía apartar la mirada. Le explicaron que era propiedad de la compañía, que había sido un capricho del hijo de Sanahuja y que lo tuvieron que comprar a tocateja porque ninguna firma de renting había querido hacerse cargo de un vehículo tan caro. En vez de venderlo, en lo que podría haber sido entendido como un gesto simbólico en la ardua labor que le habían encomendado de reducir deuda, Nafría decidió ‘sacrificarse’ y utilizarlo como coche personal. Había Mazdas, BMW y Audis de directivos que habían cesado en sus cargos, pero el presidente solo tenía ojos para aquel vehículo propio de jefe de Estado. Era como un adolescente fardando de carro delante de las animadoras del colegio.

Nafría decidió ‘sacrificarse’ y utilizar el Mercedes como coche personal. Había Mazdas, BMW y Audis de directivos que habían cesado, pero él solo tenía ojos para aquel vehículo propio de jefe de Estado

La plantilla de Metrovacesa había quedado reducida a la mitad en solo dos ejercicios, pasando de 478 trabajadores en 2008 a 240 en este 2010. Los habían ido despidiendo con cuentagotas para aminorar lastre. Entre el viernes 16 y el lunes 19 de julio de este año laminaron a una decena de empleados. Eran los últimos. Algunos contaban con una dilatada trayectoria dentro de la compañía. Habían vivido el proceso de fusiones, la etapa dorada de Joaquín Rivero cuando el ladrillo español venía a ser petróleo venezolano, la guerra civil con los Sanahuja y el actual régimen dictatorial bancario. Sara se encontraba entre los despedidos de julio.

Hacía pocos días que había entrado en vigor la reforma laboral y a los damnificados les ofrecieron una indemnización de veinte días por año trabajado. Argüían que se trataba de un despido por causas objetivas, ya que la empresa había dado pérdidas en los dos ejercicios anteriores. No decían nada de las ganancias de 2010 ni de los bonus que estaban cobrando los directivos. Sólo veinte días. Esto es lo que tiene la reforma laboral, les explicaban compadeciéndose. Los trabajadores presentaron una demanda colectiva contra Metrovacesa. La vista previa se celebró el 27 de octubre.

Bonus en tiempos de crisis

El pasado 2009, año en el que la inmobiliaria perdió la escalofriante cifra de 879 millones de euros, año que toman como referencia los abogados defensores para justificar los últimos ajustes de plantilla, año que parecía preceder al fin del mundo, con el estallido de la burbuja y el sistema financiero al borde de la bancarrota, ese año, digo, Eduardo Paraja, consejero delegado de Metrovacesa, se embolsaba 500.000 euros en concepto de bonus por “el cumplimiento de objetivos y resultados”. A esta cantidad sumaba otros 900.000 como salario fijo. Vitalino Nafría ganó algo menos ese ejercicio, 500.000 anuales brutos, tal y como estipulaba su contrato. Además, presidente y CEO podían dormir tranquilos, es decir, ajenos a cualquier arbitrariedad de sus accionistas, porque gozaban de un blindaje de dos años cada uno.

La diferencia con la tropa era notable. Cosa de castas. El sueldo de los últimos trabajadores despedidos se movía en una horquilla que iba de los 30.000 a los 90.000 euros al año. Cuando les ofrecieron los veinte días por año trabajado pusieron cara de póker. La reforma laboral, les insistían. Esa fue la espoleta que despertó la ira de los afectados y les impulsó a llevar el caso a los tribunales. “Nosotros hubiéramos aceptado cuarenta y cinco días, igual que el resto de compañeros. ¿Qué hubiera supuesto para ellos, con los sueldos y bonus que se están pagando? Nos hubiéramos librado de juicios. Habríamos aceptado cuarenta y cinco días”.

Eduardo Paraja es un tipo listo. Le llaman el Killer. Maneja y no se deja ver. Huye de los focos y carece de relevancia pública. “No ha dado una entrevista en su vida. No quiere”, nos dicen en la inmobiliaria. Sin embargo, se pueden obtener unos breves apuntes de su pasado desandando las huellas que ha ido dejando. “Paraja ha trabajado en Prosegur y en un despacho de abogados y, como él me dijo el primer día que le conocí, no tiene ni idea del sector inmobiliario”, comentaba Joaquín Rivero hace unos meses. 

Efectivamente, buena parte de la carrera de Eduardo Paraja, ex Habitat, ex Service Point, ha transcurrido en Prosegur. Dejó esta compañía en 2008. A los pocos meses de comenzar a trabajar en Metrovacesa (principios de 2009), la inmobiliaria sacó a concurso el contrato de seguridad. Paraja se salió en el momento de la votación. Curiosamente se lo adjudicaron a su antigua casa. Adujeron que era la mejor oferta. Lo que omitieron es que el contrato de Prosegur llevaba aparejado un rappel (descuento) del 13% que no repercutieron a los clientes. A los inquilinos de sus inmuebles les siguen refacturando el cien por cien de los gastos, es decir, el importe total bruto, cuando en realidad se les debería cobrar el neto. Los clientes ignoran tal circunstancia y cada mes, como si les hubieran puesto una venda en los ojos, abonan religiosamente una factura a todas luces inflada.   

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Algunos directivos hicieron ver a Paraja su disconformidad sobre cómo se estaban realizando estas contrataciones. Fueron fulminados ipso facto. El director de centros comerciales, Antonio Hidalgo; el de oficinas, Luis Fernández Pinilla; el de medios, Juan Antonio del Rincón. Fueron cayendo uno a uno en lo que podría entenderse como una estrategia de tierra quemada. No había que dejar testigos. Expulsó a los directivos molestos, tiró a la basura el know how acumulado, ajustó plantilla y recortó deuda con el objeto de convertir Metrovacesa en una especie de cascarón vacío. Un puñado de trabajadores y una compañía sin apenas actividad. Igual que en los orígenes. En eso quedaba la mayor inmobiliaria del país.

Lo de Prosegur no era un caso aislado. Había más contratos caldo de cultivo de dimes y diretes. Uno era el de Vialegis. Los directivos caídos en desgracia habían cuestionado igualmente los honorarios millonarios que Metrovacesa abonaba a este despacho de abogados, una relación mercantil sustentada en una intrincada urdimbre.

Así, Paraja autorizó el abono de dos millones de euros a Vialegis en un pagaré de vencimiento a mayo de 2009. Posteriormente, Vialegis y Dutilh se fusionaron. Paraja era accionista de Dutilh. Ante el conflicto generado por la unión de ambos despachos, el Comité de Dirección de Metrovacesa pidió explicaciones a su consejero delegado. Este les aseguró que acababa de vender los títulos del bufete. Curiosamente, meses antes, Fernando Clavijo y Antonio Fernández, dos abogados despedidos de Metrovacesa y consiguientemente indemnizados, eran fichados por Dutilh para su nuevo departamento de derecho inmobiliario. Era de locos. Les echaban, les indemnizaban y después les volvían a contratar indirectamente con la fusión.

“En cuanto supo que podía entrar en conflicto, vendió sus acciones de Dutilh ante notario. No tardó ni veinticuatro horas en hacerlo”, sale un portavoz oficial de Metrovacesa en defensa de Paraja. “El importe del bonus es menos del que se ha dicho. Cuando vino aquí, ya se sabía que la inmobiliaria iba estar en pérdidas durante tres o cuatro años, por lo que esta remuneración estaba sujeto a otros objetivos. ¿Prosegur? No conozco el contrato, pero de ser verdad lo del rappel, que no se ha repercutido a los inquilinos, me parecería lamentable”, añade.   

Metrovacesa Gulag

Algo cambió a peor con la llegada de los bancos a la compañía. A la plantilla les fueron suprimiendo poco a poco los derechos adquiridos hasta convertir Metrovacesa en una especie de gulag. Las nuevas normas impuestas por las entidades financieras tenían un punto dictatorial y había quien las comparaba sardónicamente con los códigos de conducta que se observaban en los campos de trabajos forzosos.

Los corrillos de pasillo empezaron a estar mal vistos, prohibiéndolos como si se tratara de una manifestación ilegal al grito de “dispérsense”. Tampoco permitían descansos de más de cuarenta minutos y no dejaban tener marcos con fotografías sobre la mesa. Ni de familiares, ni de novios, ni de mascotas. Además, la inmobiliaria trasladó la sede que tenía en Nuevos Ministerios, zona noble de Madrid, con Torre Picasso y Bernabéu como vecinos, al Parque Empresarial Vía Norte, en Las Tablas, en medio de un descampado sin iluminación, mal comunicado y que para algunos trabajadores suponía hasta cuatro horas diarias de desplazamiento.

Las nuevas normas impuestas por las entidades financieras tenían un punto dictatorial y había quien las comparaba sardónicamente con los códigos de conducta de los campos de trabajos forzosos

¿Un gulag? No, Las Tablas. ¿Medidas para mejorar la eficiencia y el equilibrio personal y profesional? Más bien un decálogo para desincentivar como si ése fuera el objetivo real de la compañía: presionar al trabajador hasta forzar su marcha. Una carta anónima distribuida este año por las oficinas de Metrovacesa venía a incidir en estos puntos: “Todos estamos dispuestos a aportar los esfuerzos que sean razonablemente necesarios para ayudar a la empresa a subsistir y a mantener nuestro puesto de trabajo. Por eso, no entendemos la serie de medidas tomadas últimamente que han conseguido encrespar los ánimos de la plantilla y estamos convencidos de que tienen el efecto contrario al que la empresa anuncia de aumento de la eficiencia. Sólo consigue desmotivación y desánimo. Por todo lo anteriormente expuesto, por medio de la presente denuncio el incumplimiento del Código Ético en su apartado 4.5”.

Pero mientras a unos les castigaban suprimiendo sus derechos adquiridos, a otros, a los ejecutores, a los que tenían el mandato de sanear la compañía, les premiaban por exactamente lo mismo. Caían chuzos de punta sobre la economía española cuando el Consejo de Metrovacesa aprobó un plan de retribución variable de trece millones de euros a favor de Eduardo Paraja y los ocho miembros de la alta dirección que éste designara. Este plan tendría una duración de tres años y sería pagadero en 2012.

Paraja no acudió a la vista previa por la demanda colectiva contra los despidos de julio a pesar de que todos contaban con su presencia. Sí lo hicieron la directora de recursos humanos y el abogado de la compañía. Se mostraron nerviosos. Durante la vista su rostro fue mudando hacia una tonalidad mortecina cuando el juez comentó a vuelapluma sus impresiones. Dijo que a simple vista los despidos le parecían nulos y les conminaba a ellos, como representantes de la compañía, a que llegaran un acuerdo con los demandantes en el plazo de un mes, esto es, antes de que comenzara el juicio.

Sara no pretende una vendetta ni que le readmitan en el puesto. Sólo quiere justicia, que reconozcan que la despidieron con malas artes. Sara ha borrado a Metrovacesa de sus alertas de Google y se ha apuntado al paro. Dice que eso fue le peor: la sensación de angustia que le provocó situarse en la fila del Inem, una cola que doblaba la esquina de gente a la que la crisis había colocado a las puertas del abismo. Fue una sensación de vacío absoluto, nos dice casi sin resuello.

No podía acceder a su ordenador. La clave no era correcta. Quizá le bailaran los números. Era posible. No hacía ni veinticuatro horas que había aterrizado en Barajas y el jet-lag todavía golpeaba su cabeza con fuerza. Sara lucía sonrisa de dentífrico, llevaba botas altas y un pendrive con fotografías de sus vacaciones para mostrar a sus compañeros de Metrovacesa. Llamó al departamento informático en busca de un diagnóstico a la amnesia repentina de su ordenador. Le dieron claves nuevas. Entró en su correo electrónico, comenzó a leer los emails y rápidamente intuyó que algo iba mal. Llamó a su jefe. Este la cortó en seco y la instó a que se dirigiera al despacho del director financiero. Allí, un cónclave de la alta dirección le comunicó con rostro circunspecto que estaba despedida. Eso no le costó entenderlo a pesar del jet-lag.

Metrovacesa Luis del Rivero Vivienda