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Enrique Moreno, el cirujano al que llaman Dios y quieren crucificar para Nochebuena
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Nacho Cardero

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Enrique Moreno, el cirujano al que llaman Dios y quieren crucificar para Nochebuena

Bisturí. Empezamos. Al doctor Moreno le desagrada sobremanera que le interrumpan en medio de la cirugía. A todo el equipo le molesta, pero al doctor Moreno,

Bisturí. Empezamos. Al doctor Moreno le desagrada sobremanera que le interrumpan en medio de la cirugía. A todo el equipo le molesta, pero al doctor Moreno, de un genio difícil de domeñar, le produce un escozor indescriptible. Irrumpir en el quirófano es como profanar el sancta sanctorum. Aquel día, sin embargo, lo hicieron. Sabían que se iban a tener que enfrentar a una hidra de nueve cabezas, pero lo hicieron. Su padre acababa de ingresar de urgencias en la Clínica de la Luz, apenas unos pisos debajo de donde él se encontraba operando en ese mismo momento. Le llamaron para que acudiera de inmediato. Dijo que no. Su padre, médico como él, tenía una máxima grabada a fuego: “Lo primero y lo último siempre es el paciente”.

Moreno prosiguió con la operación. Debía centrarse en el enfermo, al que tenía en frente con el estómago abierto. Las manillas del reloj apenas habían avanzado cuando el ayudante le comunicó la fatal noticia: su padre acababa de fallecer. La ya de por sí silenciosa sala de operaciones, quedó muda. “Nuestro más sincero pésame”, se condolieron. “Vete, ya terminamos nosotros”. Sin esbozar siquiera una mueca, el doctor Moreno se negó con la misma frialdad que el acero del bisturí que sujetaba entre sus dedos. “El señor que está encima de la mesa no tiene ninguna culpa de que mi padre haya muerto”, sentenció. Otro de los principios que su progenitor le había transmitido de niño era que “en la vida siempre había que andar recto como una encina”.

Enrique Moreno González, 71 años, es Premio Príncipe de Asturias, doctor honoris causa por más de veinte universidades, único europeo que ha accedido al cargo de governor de la Sociedad Americana de Cirujanos y una eminencia en aparato digestivo y trasplante hepático. Fue pionero en la técnica del split, esto es, dividir el hígado de un donante por la mitad para dos personas, y también lo es en cluster o multivisceral, operación que dura quince horas y en la que se cambian todos los órganos al paciente. Estómago, hígado, duodeno… Todos. La primera intervención de este tipo la practicó en 2006 a una chica de Zaragoza. Hace diez días la volvió a repetir con éxito en Tenerife. Igual que un coche. Lo dejas en el taller de reparación, el mecánico lo vacía y te monta un chasis nuevo.

Es dueño de manos tan virtuosas, pulso tan preciso, mente tan creativa, que sus colegas norteamericanos jamás entendieron por qué se decantó por España para ejercer la medicina con las posibilidades que le ofrecía la tierra que vio nacer a George Washington. Cuando en diciembre de 1989, el que fuera presidente del Banco de Vizcaya, Pedro Toledo, que arrastraba un cáncer de hígado terminal, viajó de urgencia a Estados Unidos en un último intento por salvar su vida, los médicos que le atendieron en la Clínica Mayo de Rochester se lo reprocharon: “Pero hombre, qué hace aquí cuando el mejor especialista lo tiene usted en España”.

Es dueño de manos tan virtuosas, pulso tan preciso, mente tan creativa, que sus colegas norteamericanos jamás entendieron por qué se decantó por España para ejercer la medicina con las posibilidades que le ofrecía la tierra que vio nacer a George Washington

Pues bien, Enrique Moreno, el mismo cirujano que hace más de una década prefirió terminar una intervención antes que velar el cuerpo de su padre, acaba de ser denunciado por la familia de Enrique Morente. El cantaor era uno de sus pacientes. Falleció a las 16.40 horas del pasado lunes 13 de diciembre. En la denuncia acusan al doctor y su equipo de negligencia médica por el funesto desenlace de la operación. La familia del difunto, además, aduce que no fue informada del coma profundo en el que cayó Morente hasta cinco días después, unas palabras que extienden la sombra de duda sobre un hombre sin más mácula que la altanería propia de los superhombres.

Ha sido tal la presión sobre el equipo médico que la Clínica de la Luz no ha tenido más remedio que emitir un comunicado en el que explica que la operación no fue de úlcera, como algunos medios habían apuntado, sino de un cáncer de esófago de 4,5 centímetros con metástasis linfáticas, una cirugía con una tasa de mortalidad muy elevada. Sólo ya la saturación resulta enormemente compleja.

Aun así, representantes de la cultura se han apresurado a crucificar a Moreno antes de conocer los resultados de la autopsia. Todo ello porque la española es una sociedad poco acostumbrada a aceptar los contratiempos. Cuando acontece la fatalidad, raramente se asume sino que se mira al cielo y se apunta directamente a Dios. En este caso, la figura que tenía más a mano la familia era la del profesor Enrique Moreno, que no es Dios pero se le parece. Los pacientes acuden a él cuando ya no hay nada que hacer. Es el último recurso. “Los milagros sólo los puede hacer Enrique, pero eso no significa que Enrique siempre pueda hacer milagros”, dicen quienes le conocen.

De Juan Pablo II al narco Vioque

Llama la atención la acrimonia con la que Moreno se dirige a las personas que le rodean. No guarda las formas ni rinde pleitesía al poderoso. No tiene tiempo. Cuando acuden al hospital a verle, ya sea alguien que vista con americana o polo remendado, les hace esperar durante horas en el antequirófano hasta que acaba la operación. Carece de don de gentes e incluso a momentos puede resultar antipático, pero de él no se pide que cuente los chistes con gracia sino que salve vidas. Eso se le da bien. Lleva 1.500 trasplantes en el zurrón. Seguramente sean más. Jamás ha echado cuentas.

Enrique Moreno, de manos velludas, cejas pobladas y mirada cristalina, tiene algo de místico, pero también de militar estricto y puntilloso. Es extremadamente exigente con los miembros de su equipo. No admite mediocres. A más de un enfermero ha expulsado de la sala de operaciones al grito de “flojo” y “blandengue”.

Los anestesistas Pérez-Cerdá y Rubio son sus hombres de confianza. También lo era Ignacio García hasta que un cáncer de colon se lo llevó de este mundo hace ya tres años. El doctor García estaba llamado a ser el ‘heredero’. Era el único capaz de imitar su técnica, el único que le aguantaba el ritmo. Acabar una operación a las cinco de la mañana en un hospital para acto seguido, sin dormir, ir a otro a practicar un trasplante de diez horas. Tras fallecer este último y sin ningún sucesor a la vista, el legado de Moreno queda huérfano. Después de él, no hay nadie.

Al doctor García le tenía una consideración que trascendía lo profesional. Eran amigos. Cuestión de piel. Así que cuando le sobrevino el dolor, y le hicieron las pruebas, y le detectaron el cáncer de colon, y le dijeron que también había una metástasis hepática de caballo, cuando le avasallaron con una lluvia de malas noticias, ambos hicieron un aparte para analizar pormenorizadamente la situación, como si el enfermo no fuera él sino una ficha sin apellidos, y extrajeron la única conclusión que podían extraer: se iba a morir. Sólo faltaba saber cuándo. Enrique Moreno lo operó para limpiar el hígado todo lo posible. La intervención duró doce horas. El doctor García falleció cuatro años y medio después. Antes de morir dijo a su amigo que nunca le estaría lo suficientemente agradecido por haberle alargado la vida el tiempo suficiente para ver acabar la carrera a sus dos hijas y haber encontrado trabajo a su hijo.

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Moreno ni juega al golf ni coge vacaciones. Como si formara parte de una orden monástica, se ha encomendado a la medicina, la investigación y la enseñanza. Veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Un trabajo rayano en la obsesión que en ocasiones le ha obligado a desatender a su familia, incuria de la que se arrepiente.

Una historia que circula por los corrillos de las máquinas de café de los hospitales públicos cuenta que el doctor Moreno fue uno de los cirujanos que operaron al Papa Juan Pablo II tras ser tiroteado por Ali Agca en 1981 en la Plaza de San Pedro. No es cierto. Moreno no posee el don de la ubicuidad y en aquellos momentos no se encontraba en el Vaticano. Curiosamente, la historia real va un paso más allá y tuvo que ver con lo que aconteció tras salir del quirófano. El postoperatorio del Pontífice no fue bien. Hubo complicaciones. Su vida peligraba. Tan crítica era la situación que Giuseppe Menini, uno de los miembros del equipo médico de la Santa Sede, se apresuró a tomar un vuelo a Madrid. Francesco Crucitti, cirujano jefe de Juan Pablo II, le mandaba con el expediente del Papa para que recabara el parecer del eminente doctor español. Quería la opinión del número uno y mandó a una delegación para obtenerla.

Moreno ayudó a salvar la vida al Papa como también lo ha hecho con pacientes de dudosa o ninguna reputación. Uno de los casos más llamativos fue el del narcotraficante Pablo Vioque, quien estuvo en la cárcel por ordenar el asesinato del ex fiscal antidroga Javier Zaragoza, y a quien trató de cáncer de colon con metástasis hepática. Moreno no hace distingos entre pacientes, principio que no siempre ha sido bien entendido por sus colegas de profesión. Una vez se lava y atraviesa las puertas del quirófano embozado hasta el gorro, Moreno se olvida de quién está encima de la mesa. También ha operado, entre otros, a Isidoro Álvarez, presidente de El Corte Inglés; María Teresa Fernández de la Vega, ex vicepresidenta del Gobierno; Leopoldo Calvo Sotelo, ex presidente; Elvira Rodríguez, ex ministra de Medio Ambiente; los primos Alberto Cortina y Alberto Alcocer; el empresario José María Ruiz Mateos; el cantante Raphael; el torero César Rincón; José María Pomatta, ex presidente de la Mutua Madrileña, y Carlos Fabra, presidente de la Diputación de Castellón.

Un decreto para que ‘nunca’ se retire

A Pomatta le ha operado en dos ocasiones. La primera fue en 2004, año en que le trasplantó el hígado. Por aquel entonces, el empresario todavía llevaba las riendas de la aseguradora Mutua y se sintió tan en deuda con Moreno que no tuvo reparos en ponerle el mundo a sus pies. Pídeme lo que quieras, le dijo. De ahí devinieron la relación del doctor con la Fundación Mutua, de la que es presidente del Consejo Rector de Investigación, las becas para la formación de cirujanos y la fallida Ciudad de la Salud, el megalómano proyecto que Pomatta iba a levantar en Boadilla del Monte, con una inversión de quinientos millones de euros y la creación de tres mil quinientos puestos trabajo. A Moreno le ilusionaba formar parte de un proyecto tan ambicioso como lo era aquel complejo sanitario, con su bloque para tratar a los pacientes, otro bloque dedicado ex profeso para la investigación, y un tercero para la docencia y formación de médicos. Hablaba de aquel proyecto a todo quien quisiera oírle. Les pedía un lápiz y comenzaba a bosquejar la ciudad sobre una servilleta de papel igual que si fuera Leonardo da Vinci. Aquel proyecto, finalmente, quedó en agua de borrajas.

Moreno ayudó a salvar la vida al Papa como también lo ha hecho con pacientes de dudosa o ninguna reputación

A principios de este año volvió a operar a Pomatta y, meses después, practicó un trasplante hepático a Carlos Fabra. No se da un respiro. Es dueño de una vitalidad desbordante en lo profesional pero también en el personal. No en vano el año pasado, ya setentón, fue padre de gemelas. Por edad debería haberse jubilado, pero se resiste a ello. Continúa trasplantando en la Sanidad pública gracias a un decreto de eméritos aprobado por la Comunidad de Madrid que le permite operar incluso una vez cruzado el umbral de los setenta. Los sindicatos critican que todavía figure como jefe de servicio de cirugía del Hospital 12 de Octubre cuando ya solo podría ser personal emérito. Insinúan incluso que la Comunidad aprobó el mencionado decreto para que Moreno pudiera trasplantar al popular Carlos Fabra, pero las acusaciones llegan sotto vocce. No se atreven. No quieren. Quien más, quien menos, tiene un familiar al que ha salvado la vida, o un amigo, o un amigo de un amigo. Hay una teoría según la cual una persona está conectada con cualquier otra del planeta a través de un máximo de seis saltos. Para dar con alguien a quien el doctor Moreno haya salvado la vida no hacen falta tantos. Uno, dos, tres saltos a lo sumo.

Trabaja gratis para la Sanidad pública. En la privada, sin embargo, su caché suma unos cuantos ceros. Le echan en cara que es demasiado caro, que su consulta no es accesible a todos los bolsillos, aunque resulte imposible encontrar un tratado de metafísica capaz de fijar el precio de lo que cuesta una vida. Dicen de él que, de haber desarrollado su carrera profesional en Estados Unidos, ya sería Premio Nóbel por sus aportaciones al mundo de la cirugía y transplantes. En un magnífico reportaje de Jesús Rodríguez publicado en El País Semanal, los compañeros del cirujano hablan de ‘Dios’ cuando se refieren a Enrique Moreno. Y el nombre de Dios no se puede tomar en vano. Al menos, eso es lo que dice el segundo mandamiento.

Bisturí. Empezamos. Al doctor Moreno le desagrada sobremanera que le interrumpan en medio de la cirugía. A todo el equipo le molesta, pero al doctor Moreno, de un genio difícil de domeñar, le produce un escozor indescriptible. Irrumpir en el quirófano es como profanar el sancta sanctorum. Aquel día, sin embargo, lo hicieron. Sabían que se iban a tener que enfrentar a una hidra de nueve cabezas, pero lo hicieron. Su padre acababa de ingresar de urgencias en la Clínica de la Luz, apenas unos pisos debajo de donde él se encontraba operando en ese mismo momento. Le llamaron para que acudiera de inmediato. Dijo que no. Su padre, médico como él, tenía una máxima grabada a fuego: “Lo primero y lo último siempre es el paciente”.