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Puigdemont tiene vértigo: el día después de Urquinaona
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Nacho Cardero

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Puigdemont tiene vértigo: el día después de Urquinaona

La manifestación de ayer es la prueba del siete de que el nacionalismo español ha despertado. Nadie sabe lo que ocurrirá el martes. Lo seguro es que hay vértigo, mucho vértigo

Foto: Carles Puigdemont. (Ilustración: Raúl Arias)
Carles Puigdemont. (Ilustración: Raúl Arias)

Muchos ciudadanos en las calles. Demasiados. De uno y otro lado. Y ahora hay vértigo. Sensación de salto al vacío, de que quizá no se hayan medido bien las consecuencias, o sí se han medido bien pero era preferible incurrir en el engaño sistemático, como un canal 24 horas de TV3. Cientos de miles de personas lanzándose a la calle, empresas catalanas mudando de sede, cancelaciones de reservas en el sector turístico, riadas de rojigualdas ondeando por Barcelona, la tensión en el ambiente, los nervios a flor de piel, miedo a un desliz.

Son dos las manifestaciones que han pinchado la burbuja en la que, hasta escasas fechas, habitaba encapsulada la clase política. Una fue la del 26 de agosto en homenaje a las víctimas del atentado de la Rambla, donde el Estado español, representado en la cúspide por el Rey, el Gobierno y presidentes autonómicos, vivió en toda su crudeza la desafección que se ha ido larvando en Cataluña. Pitos, insultos, independencia. Los gerifaltes se cayeron del guindo como Saulo del caballo. Aquello era algo más que el sueño de verano de un loco secesionista con poltrona en la Generalitat. Era el virus nacionalista inoculado hasta el tuétano.

El 'conseller' Santi Vila y otros pretorianos de Puigdemont se muestran reacios a pulsar el botón rojo de la declaración de independencia

La otra manifestación fue la de este domingo, la de Urquinaona, la que abarrotó de banderas españolas y 'senyeras' el corazón de Barcelona, la de los catalanes españolistas, la de esa parte del hemiciclo del Parlament que quedó vacía cuando la ley del referéndum, la Cataluña de Borrell, la España de Vargas Llosa, la de esos cientos de miles de personas que hicieron lo que no habían hecho hasta entonces: presumir de ser españoles y comprar una rojigualda nada más alcanzar Paseo de Gracia. Los mismos bazares chinos que habían hecho su agosto con la Diada se apresuraron a esconder las esteladas y llenar los escaparates con banderas españolas. Esas ‘banderas nuevas’ de las que hablaba Soto Ivars y que han ‘resucitado’ gracias a la encomiable persistencia de Puigdemont.

Lo de ayer sirvió para constatar algo que los líderes independentistas no se terminaban de creer cuando les decían que, de un tiempo a esta parte, colgaban más banderas españolas de la Estación de Chamartín al Bernabéu que esteladas de Sants al Camp Nou. Lo de ayer es la prueba del siete de que el nacionalismo español ha despertado, un nacionalismo por fortuna diferente al de otras épocas, más incluyente, tan de izquierdas como de derechas, donde se acepta al otro, se le reconoce en su diferencia y se le pide que se quede.

placeholder Un cartel con el lema 'Las calles son de todos' visto en la manifestación del domingo en Barcelona. (EFE)
Un cartel con el lema 'Las calles son de todos' visto en la manifestación del domingo en Barcelona. (EFE)

Sí, hay vértigo. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurrirá el martes. El mundo estará pendiente de ese día, de la comparecencia de Puigdemont en el Parlament, de lo que diga o deje de decir, y sobre todo de la reacción en Madrid a sus palabras. La ira de Dios.

El 'conseller' Santi Vila y otros pretorianos de Puigdemont, incluido el propio 'president', se muestran reacios a pulsar el botón rojo de la declaración unilateral de independencia (DUI) para no dar excusas ni legitimar la intervención inmediata de Cataluña por parte del Gobierno central. Preguntados por el nivel de consenso de esta iniciativa, en el sanedrín que hizo posible el referéndum responden que es alto y que incluso la ANC de Jordi Sánchez se mostraría, 'sotto voce', dispuesta a abrir la mano para ganar tiempo. Otra cosa sería la CUP. Los antisistema, reconocen, continuarían encastillados en sus posiciones primigenias pero, llegados a este punto, “estamos dispuestos a asumir el riesgo”.

Ante semejante tesitura, los independentistas se agarran a la figura del mediador como a un clavo ardiendo. “Es el mensaje que nos debe quedar de la comparecencia de Puigdemont”, aseguran los pretorianos. “No tanto las críticas al Rey ni su insistencia en declarar la república catalana, que era lo que estaba obligado a decir en ese momento, sino su llamamiento a la mediación. Es la clave de la comparecencia”. Pero el tiempo corre en su contra y ayer, en un reportaje del programa '30 minuts' de TV3, seguía insistiendo en su intención de declarar la independencia, aunque evitara en todo momento concretar cuándo.

De la oleada de sedes sociales que se han mudado de Cataluña, ninguna lo ha hecho al País Vasco, pese a sus mayores beneficios fiscales

De entre toda la pléyade de espontáneos que se postulan como intermediarios, al Govern parecen haberle hecho campanillas dos de ellos: la decana del Colegio de Abogados de Barcelona, Maria Eugènia Gay, cuyo plan se centra más en la conciliación que en la mediación, y el Partido Nacionalista Vasco (PNV).

Los de Iñigo Urkullu son los más concernidos por lo acontecido en Cataluña. Al margen de que el Gobierno haya tenido que retrasar provisionalmente los Presupuestos en los que se recogía una mejora sustancial del cupo vasco, lo que verdaderamente preocupa en el PNV, mucho más que los motivos crematísticos, es el renacer de la bestia 'abertzale'. De la oleada de sedes sociales que se han mudado de Cataluña, ninguna lo ha hecho al País Vasco, pese a sus mayores beneficios fiscales. Los empresarios no quieren tropezar dos veces con la misma piedra, esto es, con el nacionalismo que les ha llevado a poner pies en polvorosa.

Mientras tanto, la templanza de Rajoy empieza a ser valorada en su justa medida por la Generalitat. No porque se muestre dispuesto a aceptar un mediador, que ni está ni se le espera si previamente no retornan a la legalidad, sino porque se ha convertido en el principal dique de contención frente a los ‘tomahawks’ que llegan de izquierda y derecha, ora Alfonso Guerra, ora José María Aznar, y que claman por la aplicación inmediata del 155. Como se pudo leer en la entrevista de ayer de ‘El País’, el presidente del Gobierno no tiene la intención de activar el mencionado artículo, siempre y cuando no le den excusas para ello.

placeholder El jefe del Ejecutivo, Mariano Rajoy, durante su entrevista a la agencia de noticias EFE. (EFE)
El jefe del Ejecutivo, Mariano Rajoy, durante su entrevista a la agencia de noticias EFE. (EFE)

Mientras tanto, mientras las manifestaciones se sucedían en toda España por la defensa del Estado de derecho y la solución a la crisis catalana, en Barcelona los conspiradores se confabulaban para tratar de acabar con el conde. No hay que confundirlo con el conde de Godó, editor de ‘La Vanguardia’, para el que la aristocracia reclama la retirada del título por “traición a España y notable villanía”; sino acabar con Riccardo, conde de Warwick y gobernador de Boston, el personaje de ‘Un ballo in maschera’, ópera de Verdi con la que este sábado quedó inaugurada la temporada 17/18 del Gran Teatre del Liceu.

A dicha inauguración faltaron el 'president', Carles Puigdemont, y el 'expresident' Artur Mas, dos fijos en la apertura de la temporada. Tampoco estuvo el ministro de Educación y Cultura, Íñigo Méndez de Vigo. Los guardianes del ‘procés’, esto es, esa pléyade de intelectuales que han surgido como setas al calor de las masas y se erigen en salvaguarda de las esencias del independentismo, decidieron permanecer en sus butacas y no ponerse a cantar 'Els Segadors'. No se sabe si habrá o no DUI, pero lo que seguro hay es vértigo. Mucho vértigo.

Muchos ciudadanos en las calles. Demasiados. De uno y otro lado. Y ahora hay vértigo. Sensación de salto al vacío, de que quizá no se hayan medido bien las consecuencias, o sí se han medido bien pero era preferible incurrir en el engaño sistemático, como un canal 24 horas de TV3. Cientos de miles de personas lanzándose a la calle, empresas catalanas mudando de sede, cancelaciones de reservas en el sector turístico, riadas de rojigualdas ondeando por Barcelona, la tensión en el ambiente, los nervios a flor de piel, miedo a un desliz.

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