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Baño de realidad para Sánchez y Puigdemont: ¿quién saltará antes del coche?
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Nacho Cardero

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Baño de realidad para Sánchez y Puigdemont: ¿quién saltará antes del coche?

Nadie quiere volver a las urnas, pues resultan impredecibles (en la memoria queda la repetición de 2019), pero tanto en PSOE como en Junts entienden que el hecho de plantarse ante su rival les beneficia electoralmente

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Daniel González)
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Daniel González)
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El devenir de los acontecimientos ha puesto negro sobre blanco el endiablado dilema al que se enfrentan Sánchez y Puigdemont. Ambos quieren un acuerdo porque saben que es lo mejor para sus intereses, el uno para ser investido presidente, el otro para poder retornar a España sin que le persiga el mazo de la Justicia, pero ambos son igualmente conscientes de que dicho acuerdo, en las condiciones planteadas, resulta inasumible. De ahí esa atmósfera de escepticismo que se está levantando en la Moncloa, dejando entrever el posible fracaso de las negociaciones y la repetición de elecciones para el mes de enero.

Delegados de Junts viajan recurrentemente a Madrid para acordar un pacto de legislatura que incluya puntos a priori viables como el desarrollo de un nuevo modelo de financiación y la cesión de más competencias. El ambiente de estas reuniones, aseguran en el PSOE, es cordial. En ellas, se percibe el ánimo de llegar a un punto de encuentro entre las partes. El problema surge con la ley de amnistía y la exigencia de los de Puigdemont de que sea de aplicación inmediata, tal y como reconoció este fin de semana la portavoz de Junts en el Congreso, Míriam Nogueras, cuando advirtió a los socialistas de que su partido "cobra por adelantado", esto es, antes de ceder los diputados a Sánchez.

Cuando sepan que el muro de la ley de amnistía es de tal grosor que es imposible franquearlo, comenzará el juego de ver quién rompe antes

Ambas formaciones han ido modulando el discurso a su parroquia, anticipando lo que puede ser un desenlace agridulce. Querer no siempre es poder, igual que tampoco es lo mismo que seas tú el que dé por terminada una relación personal que te deje tu pareja. En cuanto tengan la constancia de que el muro de la ley de amnistía es de tal grosor que resulta imposible franquearlo, comenzará el juego de ver quién rompe antes. El primero de los dos que dé por concluidas las negociaciones tendrá un plus de credibilidad, pues se entenderá que lo hace por convicción y no a rebufo del otro.

Nadie quiere volver a las urnas, pues resultan impredecibles (en la memoria queda la repetición de 2019), pero tanto en PSOE como en Junts entienden que el hecho de plantarse ante su rival les beneficia electoralmente. Es una forma de decir a sus votantes, véase el caso de Javier Cercas, que pueden seguir confiando en ellos, que jamás antepondrán el interés particular al general, que lo único que necesitan son unos cuantos escaños más para hacerse fuertes en el Congreso.

La Moncloa ya está trabajando en la conformación de este relato. Aseguran no tener miedo a unas nuevas elecciones, que nunca se plantearon dar carta blanca a Puigdemont, que eso son cosas de Yolanda Díaz, a la que ponen de chupa de dómine por la fotografía de Waterloo, y que los que están echados al monte son los del PP, que han montado una manifestación contra una ley que no existe. Concluyen que el hecho de dar calabazas a Junts les permitirá igualar o mejorar su resultado. El juego resulta obvio: tratar de cerrar un acuerdo, presionar a Puigdemont y, si no resulta, tener una excusa para la ruptura.

Se están dando cuenta de que hay mucho menos consenso del que imaginaban dentro de las filas socialistas en torno a esta cuestión

Para no quedar atrapados por la palabra como en otras ocasiones, tanto el Gobierno como el PSOE se han cuidado muy mucho de pronunciarse explícitamente sobre la posibilidad de una ley de amnistía. Lo más que ha llegado a decir Sánchez es que buscará un Gobierno estable y “coherente con la letra y el espíritu de la Constitución”, declaraciones con las que pretendía calmar a los empresarios y que igual sirven para un roto que para un descosido.

Al contrario que con los indultos, que los venían pergeñando de lejos, la amnistía se la han tenido que sacar de la manga. La dependencia de Junts les ha obligado a comenzar de cero e improvisar una ley de la que hasta hace poco renegaban.

Se están dando cuenta de que hay mucho menos consenso del que imaginaban dentro de las filas socialistas en torno a esta cuestión. No solo entre los críticos, como sucede con González o Page, sino también entre los suyos. Incluso en el PSC se tientan la ropa. Los mismos que dieron por buenos y necesarios los indultos se cuestionan la amnistía. Entienden que supone dar la razón a los independentistas y reconocer el fracaso del Estado. Ni los magistrados de una Justicia cada vez más sensible a las tesis socialistas las tienen todas consigo en lo que respecta a la constitucionalidad de la ley.

Ceder en alguno de los puntos ante el Gobierno de Madrid será considerado por los suyos como una traición a la república catalana

En las filas de JxCAT tampoco lo tienen nada claro. Son conscientes de que nunca tan pocos diputados pudieron sacar tanto de un Gobierno como el de Pedro Sánchez y que su líder Puigdemont quiere regresar a España por motivos personales y políticos, antes de que el juez Llarena vuelva a emitir otra orden de extradición, y que si no aprovecha esta oportunidad, será difícil que vuelva a tener otra parecida en el futuro, amén de que las clases medias barcelonesas no cabrían en sí de gozo si llegaran a algún tipo de acuerdo que les permitiera mejorar su menguante situación socioeconómica.

Lo que sucede es que el independentismo se mueve más en la dimensión mitológica, con sus dioses y faunos, que en la pragmática. Puigdemont tiene los dedos pillados con el comunicado en el que fijaba las condiciones para comenzar a negociar "un acuerdo histórico". Entre ellas, una ley de amnistía y "el reconocimiento y respeto a la legitimidad democrática del independentismo". Todo lo que sea bajarse de esa burra y ceder en alguno de los puntos ante el Gobierno de Madrid, incluida la petición de que la ley sea previa a la investidura, será considerado por los suyos —los Ponsatí, Graupera y otros guardianes de las esencias del independentismo— como una traición a la causa de la república catalana.

Esa es una línea roja que el Gobierno de Madrid no quiere ver y que Puigdemont jamás se atreverá a traspasar. El expresident pretende que la historia lo sitúe al mismo nivel que Prat de la Riba, Macià, Companys o Tarradellas. El fugado de Waterloo no espera menos. Tampoco tiene margen para rebajar las expectativas generadas. Su único deseo es que, cuando regrese a su pueblo, Amer, lo puedan llevar en volandas envuelto en la estelada como si se tratara del gladiator que ha liberado a Cataluña del Estado opresor.

El devenir de los acontecimientos ha puesto negro sobre blanco el endiablado dilema al que se enfrentan Sánchez y Puigdemont. Ambos quieren un acuerdo porque saben que es lo mejor para sus intereses, el uno para ser investido presidente, el otro para poder retornar a España sin que le persiga el mazo de la Justicia, pero ambos son igualmente conscientes de que dicho acuerdo, en las condiciones planteadas, resulta inasumible. De ahí esa atmósfera de escepticismo que se está levantando en la Moncloa, dejando entrever el posible fracaso de las negociaciones y la repetición de elecciones para el mes de enero.

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