Caza Mayor
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Lo que el 'ranking' de Shanghái dice de las miserias de España
Mientras en la UE seguimos mirándonos el ombligo, China, el mismo que elabora el 'ranking', al que acusamos de dictadura y de no respetar los derechos humanos, nos birla la cartera por la puerta de atrás
La última publicación del ranking de Shanghái otorga patente de corso a todos aquellos comentaristas de barra de bar que vienen arremetiendo contra el sistema educativo por su falta de calidad y suponer una rémora para nuestros jóvenes. Según dicho ranking, España apenas cuenta con 36 universidades entre las mil mejores del mundo y ninguna en el top 100. Como en el caso del medallero olímpico, hay quien da el bronce como bueno, pero en puridad se trata de un dato magro si lo comparamos con China (203), Estados Unidos (183), Reino Unido (62) o Alemania (51).
En el año 2022 sumábamos 40 universidades entre las mil mejores del mundo. En 2023, retrocedimos hasta los 38 centros. En este 2024, se han vuelto a caer otras dos, la Pablo de Olavide de Sevilla y la Rey Juan Carlos de Madrid, hasta quedarse en 36. Hablan de la necesidad de una reforma urgente y profunda de la educación superior. A otro con ese hueso. Mejor subir las pensiones. La educación es complicada y los jóvenes no suponen suficientes votos en unas elecciones en comparación con otros segmentos de la población.
Si bien es cierto que los criterios de los que se vale la Shanghái Ranking Consultancy para elaborar este listado no favorecen a las españolas (tamaño de los centros, número de antiguos alumnos y personal galardonado con Premios Nobel y Medallas Fields, número de artículos publicados en revistas Nature y Science, etcétera), igual de cierto es que tenemos un problema serio con nuestras universidades, especialmente las públicas.
Lo tenemos por la progresiva degradación de la calidad académica, por carecer de los recursos necesarios, la burocratización del sistema educativo, la crisis de la meritocracia, la incapacidad para seguir las últimas tendencias, la falta de competitividad respecto a países similares y, sobre todo, el nepotismo imperante y "la depredación de la Universidad española que las oligarquías partitocráticas están perpetrando, hasta convertirla en una nueva versión de los establos de Augías", en palabras de Juan Manuel de Prada.
Pero lo más destacable (y preocupante) del ranking de Shanghái no es lo mal que salimos en la fotografía, sino el ascenso imparable de los centros asiáticos, con lo que todo ello implica desde una interpretación geopolítica. Un síntoma que va mucho más allá de la decadencia del sistema de educación superior occidental
Mientras en la UE seguimos mirándonos el ombligo, nos ufanamos de nuestras democracias liberales, de nuestro sistema del bienestar y de nuestros colegios pijiprogres, China, el mismo que elabora el ranking y no deja de sumar universidades, al que acusamos de dictadura y de no respetar los derechos humanos, nos birla la cartera por la puerta de atrás. Como decía Ray Dalio, "no se trata de la vuelta al comunismo, sino de un proceso evolutivo" que hará de China el nuevo imperio por delante de los Estados Unidos.
En los últimos 20 años, los países emergentes se han comido 20 puntos del PIB global. Lo han hecho en detrimento de los países desarrollados. De esos 20 puntos, 16 corresponden a China. Con estos números, ¿cómo no va a ser el país asiático el último defensor de la globalización? ¿Dónde se fabrican las baterías y las placas solares que se venden en la mayor parte del planeta? ¿Quiénes son los dueños de las minas en África y América Latina de donde se extraen los materiales para la fabricación de estos productos?
El primero que se cayó del caballo —por estrategia, por intuición o por casualidad— fue Donald Trump, cuyas políticas económicas fueron eminentemente proteccionistas e impulsó una guerra comercial contra China sin precedentes con el objeto de favorecer a las empresas norteamericanas (America First, eslogan con el que se presentó a las elecciones de 2016) frente a los productos de otros países.
Luego llegaron Biden y los chicos almidonados de Harvard y, lejos de acabar con los aranceles de los republicanos como muchos creían, los mantuvieron intactos. ¿Qué cambios han hecho los demócratas en su relación con China respecto a Trump? Ninguno.
El problema es que, al tratar de acorralar a China, el gigante asiático se ha visto obligado a crear su propio mercado con una estrategia paralela, dejando de lado a Occidente y estableciendo relaciones con aquellos países que comparten ideología o, al menos, intereses. De los 1.200 millones de personas que viven en democracias liberales del mundo, un 75% tiene una opinión negativa de China y el 87%, de Rusia. Sin embargo, para los 6.300 millones de personas que viven en el resto del mundo, sucede justo lo contrario: el 70% tiene una opinión positiva de China y un 66%, de Rusia.
Parece evidente que el proteccionismo está aquí para quedarse, pero lo que es un hecho en Estados Unidos, no lo es en una Europa que se abisma hacia la nadería. Al igual que China se erige en el gran adalid de la globalización, nosotros seguimos siendo los superhéroes del libre mercado.
Lo somos mientras nuestra influencia en el mundo resulta intrascendente, nuestros políticos pecan de funcionariales y nuestras empresas han sido jibarizadas por los gigantes norteamericanos y chinos. Y para más inri, los líderes del futuro ya no estudiarán en las universidades de París o Barcelona, sino que se irán a Tsinghua a hacerlo.
La última publicación del ranking de Shanghái otorga patente de corso a todos aquellos comentaristas de barra de bar que vienen arremetiendo contra el sistema educativo por su falta de calidad y suponer una rémora para nuestros jóvenes. Según dicho ranking, España apenas cuenta con 36 universidades entre las mil mejores del mundo y ninguna en el top 100. Como en el caso del medallero olímpico, hay quien da el bronce como bueno, pero en puridad se trata de un dato magro si lo comparamos con China (203), Estados Unidos (183), Reino Unido (62) o Alemania (51).
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