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Caza Mayor
Por
Renfe y Adif, la España que nunca llega
Cada vez hay más incidencias y cada vez se gestionan peor. No hay personal preparado, no hay previsión, no hay protocolos claros. Nadie informa, nadie decide, nadie responde. Y mientras tanto, miles de pasajeros tirados
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La indulgencia con la que los españoles hemos arrostrado los sucesos de las últimas semanas, véanse las incidencias en la línea de alta velocidad, comprando el argumento oficial que alude a la inevitabilidad de los acontecimientos, es más propia de países en vías de desarrollo que de un miembro de la Unión Europea.
Sueltan el trampantojo del sabotaje y todos a seguir su estela como si no quedara otra que acostumbrarse a pasar las noches varados en las vías del tren, como si llegar o no a destino fuera como echar una moneda al aire y Adif, propietaria y gestora de las infraestructuras ferroviarias, no tuviera nada que ver con el servicio, y Renfe, el operador, fuera víctima más que verdugo de esos indeseables saqueadores de cable.
Adif y Renfe, uno construye y mantiene, el otro opera. Pero, ¿quién responde cuando la infraestructura se cae o cuando el convoy no arranca? La culpa siempre es del otro. Y en medio, los usuarios, que pagan con su tiempo, su frustración y sus impuestos. Todo bajo el generoso paraguas del Ministerio de Transportes, o lo que es lo mismo, la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, según los últimos informes de la UCO.
El actual presidente de Renfe, Álvaro Fernández Heredia, viejo conocido del ministro Óscar Puente, de cuando este era alcalde de Valladolid, se ha ensuciado con su primer borrón a cuenta de los 10.000 afectados por el robo de cable. Su predecesor en el cargo, Raül Blanco, abandonó el operador porque no se entendía con el ministro, más preocupado en la colonización política de las empresas que en la profesionalización de las mismas.
El sector ferroviario ha sido la gran —y prácticamente única— apuesta de Óscar Puente. El ministro ha hecho una limpia total de las cúpulas de Adif y de Renfe para que todos los altos cargos comulguen con su plan estratégico, y sabe que el fracaso del tren en España es el fracaso del único proyecto que está acometiendo el Ministerio de Transportes, ya sin responsabilidades en Vivienda en esta nueva legislatura.
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Además de sus roces con Puente, la etapa de Raül Blanco estuvo marcada por los problemas de puntualidad y el descarrilamiento de la galería que une Chamartín y Atocha. Antes de que llegara este, Renfe estaba dirigida por Isaías Táboas, que era objeto de memes por los continuos retrasos ferroviarios y por el revuelo que provocó el encargo de trenes que no cabían por los túneles en Cantabria y Asturias.
La mayoría de la sociedad no está en contra del sector público, sino de la mala gestión que desde el poder se hace del mismo. Es lo que ha ocurrido con Renfe. No solo en lo operativo, también en lo financiero. La sangría de los últimos cinco años ha sido digna de un episodio de Juego de Tronos. Por culpa del covid, pero no solo. La apertura del mercado AVE a la competencia (Ouigo, Iryo) ha sido positiva en precio y oferta, pero le ha generado problemas de gestión, de coordinación entre operadores y de números.
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En 2024, Renfe volvió a terminar en rojo, aunque ya mostrando una sensible mejoría. Redujo las pérdidas de 121,5 millones de 2023 a 2,95 millones. "Con pólvora de Rey", aseguran los operadores privados, “todo resulta más sencillo”. Lo dicen porque el Consejo de Ministros acordó a finales del año pasado incrementar en 525,4 millones de euros el presupuesto del operador ferroviario entre 2025 y 2029 para cubrir las obligaciones de servicio público. El presupuesto total para los próximos cinco años será de 4.151,5 millones. “Por ese dinero, yo lo hago mejor, más barato y con menos caradura”, añaden.
¿Qué ha pasado con los trenes en España en los últimos años? ¿Cómo es posible que el país con más kilómetros de alta velocidad de Europa y el segundo del mundo haya visto seriamente dañada su reputación ferroviaria?
Todos señalan como culpable al déficit en infraestructuras. Tal y como comentaba Carlos Sánchez en este periódico, la inversión bruta total (pública y privada) creció un 2,1% en términos reales en 2024, por debajo del 3,2 % que lo hizo el PIB. Todavía no se han recuperado los niveles previos a la pandemia en términos reales. A este factor hay que sumar el deterioro operativo, fallos de gestión, falta de mantenimiento, politización y un amor ciego por lo cuantitativo (kilómetros) frente a lo cualitativo (servicio).
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Todo está conectado. Si un tren se para, solo puede ser por tres razones: una avería imprevista, un manguito que se rompe o un problema en la catenaria. Lo habitual es que sea por un mantenimiento insuficiente. De fortuito, poco.
En su día, Renfe acertó con un modelo mixto de mantenimiento ferroviario mediante la creación de sociedades conjuntas con los fabricantes de trenes. Estas sociedades tenían como objetivo asegurar un mantenimiento más eficaz y especializado del material rodante, aprovechando el conocimiento de los que sabían del negocio. El reparto de capital solía ser 51% para el socio privado —bien Stadler, CAF, Talgo o Alstom— y 49% para Renfe. Los trenes eran mantenidos por quien los había fabricado.
Hasta que, por presión sindical, el operador ferroviario decidió recuperar esa carga de trabajo y gestionarla internamente. Resultado: deterioro, desorganización, falta de piezas, retrasos. Las sociedades siguen, pero ya sin el peso ni el liderazgo de antaño.
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El deterioro no es solo en los trenes. La vía, la catenaria, las estaciones... infraestructuras abandonadas a las que, por la Gran Recesión, la pandemia o la guerra, tanto monta, monta tanto, no se les ha dado el mimo necesario. Adif ha priorizado la alta velocidad, una joya de la corona venida a menos, y ha olvidado la red convencional, que es la que vertebra el país.
De un tiempo a esta parte hay más enganchones de catenaria, más fisuras y más señales que fallan. El 60% del material ferroviario en Madrid tiene 35 años. Y cuando un tren envejece, cada tornillo cuenta. El ciclo de vida de un convoy es de 35 a 40 años. Si no hay piezas, si el taller está colapsado y si no hay plan de contingencia, se cae el sistema.
Cada vez hay más incidencias y cada vez se gestionan peor. No hay personal preparado, no hay previsión, no hay protocolos claros. Tiempo atrás, si un tren se quedaba tirado en un túnel, había locomotoras en ambos extremos para evacuarlo. Hoy nadie sabe a ciencia cierta lo que hay que hacer. Nadie informa, nadie decide, nadie responde. Y mientras tanto, miles de pasajeros tirados en mitad de la nada.
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La coordinación entre Adif y Renfe es manifiestamente mejorable. Adif empieza obras sin avisar, de las que Renfe se entera cuando ve a un señor con un pico en la vía. No hay programación, ni circulación bien planificada. En Atocha y Chamartín se sale con retraso porque hay que esperar a que un tren libere la vía para que pueda entrar el siguiente.
En los últimos años, se ha producido una limpieza de cuadros técnicos, profesionales que sabían lo que se traían entre manos. Ya no queda nadie. El último plan serio para Cercanías fue el de Íñigo de la Serna: 5.000 millones, aprobado, pero ralentizado hasta el bostezo.
Así seguimos, con la alta velocidad estancada, Cercanías desbordada y los usuarios con la tartera en la mano esperando un milagro que no llega.
La indulgencia con la que los españoles hemos arrostrado los sucesos de las últimas semanas, véanse las incidencias en la línea de alta velocidad, comprando el argumento oficial que alude a la inevitabilidad de los acontecimientos, es más propia de países en vías de desarrollo que de un miembro de la Unión Europea.