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Anatomía de un colapso moral: tres semanas y nadie se acuerda del apagón
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Nacho Cardero

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Anatomía de un colapso moral: tres semanas y nadie se acuerda del apagón

Lo que de verdad colapsó el 28 de abril no fue el sistema eléctrico, sino el sistema político y moral de un país que ya no exige explicaciones, que no pide responsabilidades, que solo quiere que le dejen en paz

Foto: Pedro Sánchez y Sara Aagesen en el Congreso. (Europa Press/Marta Fernández)
Pedro Sánchez y Sara Aagesen en el Congreso. (Europa Press/Marta Fernández)
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Me comentaba un veterano directivo eléctrico, al calor de la intervención de la vicepresidenta Sara Aagesen en el Congreso, que de haber durado 12 horas más el apagón, "cosa nada descabellada, podía haber pasado perfectamente", la crisis habría sido "impresionante". Después de la luz y las comunicaciones, "nos habríamos quedado sin agua y los problemas de seguridad habrían arreciado". En tal caso, a las pérdidas millonarias, que hubo en las empresas por el lucro cesante y el coste de mantenimiento y de reinicio de actividad, habría que haber añadido otro coste no tanto económico como humano.

El desenlace podría haber sido fatal, apunta este directivo. Sin embargo, no ha pasado ni un mes y ya nadie se acuerda del apagón. Antes que pedir responsabilidades políticas, preferimos ir al bar de la esquina a aplaudir y tomar un par de cervezas, como ocurrió aquel lunes 28 de abril. España es igual que el Titanic, pero con los pasajeros aplaudiendo, reza un meme recurrente en las redes sociales. O ese otro en el que aparece una anciana cocinando bajo la luz de una vela y dando gracias porque, “por lo menos, no gobierna la derecha”. Como dice Burke, para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada… o se vayan a tomar unas cervezas.

La capacidad de olvido de los españoles ante acontecimientos trascendentes que ponen en riesgo nuestra seguridad es digna de estudio. Moncloa lo tuvo claro desde el principio: “No os preocupéis que en tres días ya nadie se va a acordar”, decían sin recato a todos aquellos que les preguntaban sobre el daño electoral que podía causarles.

Su respuesta viene avalada por su experiencia para crear marcos mentales y llevar a los españoles al plano de pensamiento que más les conviene, como hace Sánchez de continuo y trata de imitar su claque cual monito de repetición. Cuando no se trata de un sabotaje, son los ultrarricos energéticos. Levantar el muro, alimentar la polarización.

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Lo hacen así porque saben que la estrategia les da resultado. Según las encuestas, el PSOE no habría bajado ni un ápice en el último año y medio. Ni los casos de corrupción ni la mala gestión pública, como ocurrió con el apagón o la suspensión del servicio del AVE, hacen mella. Se mantienen en los 114 escaños.

Al margen de las comisiones de investigación y otros fuegos de artificio ideados por el Ejecutivo para pastorear a los ciudadanos, lo cierto es que la irresponsabilidad de Redeia, empresa semipública dirigida por una exministra socialista, y la cronología de los acontecimientos resultan demoledores. El apagón no fue un accidente. Mejor dicho: no fue un accidente inevitable, sino una negligencia sistémica y, por tanto, política, disfrazada de mal día, de "incidencia frecuente" o de efecto mariposa renovable. Fue como conducir a 200 kilómetros por hora por la autopista con el coche cargado de niños, música a todo volumen y la rueda delantera derecha floja.

Foto: Pasajeros esperan en la Puerta de Atocha de Madrid a que se reanude la actividad ferroviaria después de un robado de cable que ha afectado a la línea Madrid-Sevilla. (EFE/Rodrigo Jiménez)

A las 9.30 horas de aquel lunes 28 de abril, Redeia llamó a varias compañías para que apagaran sus centrales de ciclo combinado porque no resultaban rentables. Había sol, mucho sol, y parecía un crimen no aprovechar la fotovoltaica. Tenía su lógica. España en abril es como la primavera energética de El Corte Inglés. Los técnicos de las eléctricas, por el contrario, se llevaban las manos a la cabeza. Ellos sí estaban viendo los gráficos, las frecuencias, los tirones de tensión, la inestabilidad en la red.

Dos horas después, a las 11.30 h., desde Redeia volvían a telefonearles para decirles justo lo contrario, que encendieran las centrales que acababan de apagar porque el sistema estaba a punto de colapsar. El problema, se justificaban los técnicos, es que una central de ciclo combinado no se enciende con un interruptor. Requiere de horas de puesta en marcha. Para entonces, el mal ya estaba hecho.

A las 12:33 de la mañana se desacoplaron de golpe 15 gigavatios de generación. Cayeron como un castillo de naipes. El 60% de la demanda nacional. No fue un sabotaje ni un ciberataque ruso, sino la consecuencia inevitable de conducir a 200 por hora con un sistema sin inercias, sin respaldo síncrono, sin colchón de seguridad. Solo eólica, fotovoltaica y mucha fe. Porque la fe, como el sol, nunca falta.

Foto: Sara Aagesen y Beatriz Corredor asisten a la reunión del Comité para el análisis de la crisis eléctrica en la sede de Red Eléctrica de España. (Europa Press/Carlos Luján)

España se fue a negro. Sánchez no compareció hasta seis horas más tarde, cuando el caos se había adueñado del país. La presidenta de Redeia, Beatriz Corredor, no dio señales de vida hasta días después. Cuando lo hizo fue para decir que teníamos el "mejor sistema eléctrico del mundo". Hasta el diario El País reconoce que Corredor sabía lo que podía pasar, que tanto el operador como la CNMC advirtieron en el BOE en 2023 de que eran necesarias "medidas urgentes" por riesgos de que la red no aguantara.

El 28 de abril sólo había cinco centrales de ciclo combinado acopladas al sistema. Desde el día 29, por orden de Redeia, hay cerca de 20 diarias. ¿Milagro o prueba irrefutable de que sabían exactamente lo que había fallado?

No esperen que alguien lo admita. Ni que dimita. Ni que lo explique en sede parlamentaria con más rigor del que exhibió Sara Aagesen. La consigna es clara: minimizar, relativizar, distraer. Porque, en el fondo, esto no va solo de energía. Va de relato. De mantener la narrativa buenista de la energía gratis para el pueblo y de seguir diciendo que podemos tener un sistema con 90% de renovables y tarifas casi nulas sin asumir los costes de seguridad, de almacenamiento, de ciclos de respaldo.

Foto: La vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica y Energía, Sara Aagesen, interviene durante el pleno celebrado en el Congreso de los Diputados. (EFE/Sergio Pérez) Opinión
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No se trata de demonizar la transición energética. Se trata de hacerla bien. Aquí, en cambio, la disfrazamos de dogma. Y cuando alguien intenta introducir una voz crítica —"oye, ¿y si vamos a 120 kilómetros hora en vez de a 200?"—, entonces se le tacha de nostálgico del gas, de peón de las eléctricas o de negacionista climático.

La ciudadanía, mientras, se limita a mirar el móvil y aplaudir. Porque lo que de verdad colapsó el 28 de abril no fue el sistema eléctrico, sino el sistema político y moral de un país que ya no exige explicaciones, que no pide responsabilidades, que solo quiere que le dejen en paz. Un país en el que todo se olvida a las tres semanas. Un país en el que, como decía aquel viejo refrán, más vale una mentira que tranquilice que una verdad que incomode. Y mientras tanto, el coche sigue acelerando a más de 200 km/h, la rueda está floja, el niño continúa jugando con el cinturón y al volante, uno mira y no ve a nadie.

Me comentaba un veterano directivo eléctrico, al calor de la intervención de la vicepresidenta Sara Aagesen en el Congreso, que de haber durado 12 horas más el apagón, "cosa nada descabellada, podía haber pasado perfectamente", la crisis habría sido "impresionante". Después de la luz y las comunicaciones, "nos habríamos quedado sin agua y los problemas de seguridad habrían arreciado". En tal caso, a las pérdidas millonarias, que hubo en las empresas por el lucro cesante y el coste de mantenimiento y de reinicio de actividad, habría que haber añadido otro coste no tanto económico como humano.

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