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Trump pone ladrillos en Moscú; Europa recoge los escombros
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Nacho Cardero

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Trump pone ladrillos en Moscú; Europa recoge los escombros

Europa está ante un dilema existencial, el mayor desde su nacimiento: cómo sobrevivir en este nuevo paradigma sin traicionar sus principios fundacionales

Foto: Trump y Putin en su última reunión de Alaska. (Reuters/Kevin Lamarque)
Trump y Putin en su última reunión de Alaska. (Reuters/Kevin Lamarque)
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La Cumbre de Alaska se resume en tres ideas tan simplistas como simbólicas: primero, que Putin cuenta con un aliado en la Casa Blanca para sus oscuros planes; segundo, que el presidente norteamericano quiere levantar una Torre Trump en Moscú, una iniciativa que incide en el perfil patrimonialista del republicano, en el que “es difícil diferenciar lo público de lo privado y lo legal de lo ilegal”, como señala Argemino Barro; y tercero, que la Unión Europea no pinta nada en el tablero internacional.

El desfile de los líderes europeos este lunes en Washington, haciendo de carabina de Volodimir Zelenski, es otro ejemplo de la inanidad del Viejo Continente. No se espera que saquen nada en claro, pues Putin no ha dejado margen. Nos han quitado la honra, esperemos que no nos quiten también los barcos. España, obviamente, no irá en la comitiva. Como para que lo lleven a Estados Unidos está Pedro Sánchez.

La Torre Trump fue uno de los sueños húmedos del presidente norteamericano desde tiempos inmemoriales: tener un gran hotel de lujo frente al Kremlin en colaboración con el gobierno soviético. Lo escribió en The art of the deal, un libro que es a Trump lo mismo que la Ética a Nicómaco a Aristóteles. Ahí se encuentran sus principios, no los éticos, que no se le conocen, sino los de negociación. Lo debería leer Von der Leyen antes de sentarse a pactar con él. A tenor de los resultados cosechados, no parece que haya sido así.

Al final se trata del simple y vil dinero, tal y como aventuraron algunos osados, frente a esos otros sesudos analistas que vaticinaban la supeditación absoluta de la economía a la geopolítica. Estos últimos hablaban de un escenario, el Make America Great Again (MAGA), en el que primaban más las gentes del Kentucky rural que los ejecutivos de los grandes bancos de inversión. Se equivocaron. Sigue siendo la economía, estúpidos, y aunque los lobos ya no estén en Wall Street, existen, tienen los colmillos afilados y les gustan los fajos de billetes bien enrollados más que a Gordon Gekko un puro.

España no irá en la comitiva. Como para que lo lleven a Estados Unidos está Pedro Sánchez

Trump, como Peter Thiel, el ideólogo de los tecnoligarcas que manejan los hilos, considera que para continuar como primera potencia mundial, poder plantar cara a China e India y seguir creciendo al ritmo necesario para que sus billeteras se hagan más abultadas, las democracias liberales, al igual que el comercio mundial, son una rémora. Ese viejo paradigma de tener que contar continuamente con el visto bueno de una mayoría no siempre ilustrada para gobernar y de que el comercio tenga que estar supeditado a la libre competencia y a un regulador cicatero, no es compatible con el nuevo orden mundial, donde se necesitan disrupción y nuevas reglas del juego.

En cambio, la Comisión Europea, de un perfil naïf que espanta, sigue instalada en el viejo paradigma como quien toca el violín mientras el barco se hunde. Considera que no puede renunciar a los valores sobre los que se levantó Europa porque, a la larga, saldrá victoriosa. Así lo expuso tras estampar su rúbrica en el acuerdo arancelario con Trump.

El problema es que este pacto no fue ni mucho menos una victoria. El argumento oficial con el que se vendió —“hemos llegado a un acuerdo con Estados Unidos; no es el mejor, pero lo aceptamos para obtener predictibilidad”— es un error de manual. Si algo no existe en la política de Trump es precisamente la predictibilidad.

Foto: bruselas-union-europea-zelenski-trump-1tps

Quien piense que la relación con Washington puede estabilizarse con un papel firmado no ha leído ni una sola página de The art of the deal. Si miramos las negociaciones con México y con China durante su primer mandato, lo único que hubo fue improvisación, ruptura de acuerdos y negociación tras negociación. La incertidumbre es su hábitat natural.

En un mundo ideal, con competencia perfecta, todos ganamos. Pero cuando un actor lo suficientemente grande decide jugar con otras reglas, el resto no puede quedarse quieto. Si EEUU cierra su mercado a China, el resultado no es solo que Pekín pierde acceso. Es que para mantener en pie sus fábricas y cubrir sus costes fijos, China tendrá que invadir Europa con productos más baratos. Europa, mientras tanto, se hunde en la miseria.

Aquí entra en juego la teoría del Segundo Óptimo. La formularon Lipsey y Lancaster en los años cincuenta: si una de las condiciones necesarias para lograr el óptimo de Pareto no es alcanzable, las demás dejan de ser deseables en sí mismas. Traducido al román paladino: si un mercado ya está distorsionado —pongamos, por aranceles estadounidenses—, mantener la ortodoxia en los demás mercados no lleva al equilibrio, sino a la catástrofe.

Tan es así que, en ocasiones, la manera de minimizar los daños no es defender el libre comercio, sino aplicar medidas correctoras que, en abstracto, serían ineficientes. De ahí que imponer aranceles, proteger sectores estratégicos o condicionar inversiones no sea un anatema sino una necesidad.

Durante su primer mandato, lo único que hubo fue improvisación, ruptura de acuerdos y negociación tras negociación

Europa está ante un dilema existencial, el mayor desde su nacimiento: cómo sobrevivir en este nuevo paradigma sin traicionar sus principios fundacionales. ¿Qué significa democracia en el siglo XXI? ¿Qué debe ser un partido liberal-conservador reformista en un contexto donde mantener férreamente su ideario puede acarrear más perjuicios que beneficios? La rigidez moral es, en ocasiones, tan destructiva como el oportunismo cínico.

España tampoco puede seguir viviendo en la cómoda ficción de Bruselas. Apoyar a Europa es fundamental, pero no significa renunciar al interés nacional. Franceses, italianos y alemanes ya han empezado a poner sus prioridades sobre la mesa. España debe hacer lo propio. Nuestro crecimiento empresarial de los noventa se sostuvo con las privatizaciones de América Latina, donde nos hicimos fuertes entrando en los principales grupos Latam. Ahora son China y los países árabes los que hacen lo propio con las compañías españolas. ¿Quiénes son los accionistas de Iberdrola? ¿Y de Telefónica?

El problema es que falta ambición. No basta con sobrevivir: hay que proyectar el futuro. Pero la política española está atrapada en lo inmediato, en el cálculo electoral, en el gesto vacío. Y mientras tanto, el país pierde oportunidades. Si no reaccionamos, España quedará como un actor secundario en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa. Y entonces ya no se tratará de debates ideológicos, sino de pura supervivencia económica.

La Cumbre de Alaska se resume en tres ideas tan simplistas como simbólicas: primero, que Putin cuenta con un aliado en la Casa Blanca para sus oscuros planes; segundo, que el presidente norteamericano quiere levantar una Torre Trump en Moscú, una iniciativa que incide en el perfil patrimonialista del republicano, en el que “es difícil diferenciar lo público de lo privado y lo legal de lo ilegal”, como señala Argemino Barro; y tercero, que la Unión Europea no pinta nada en el tablero internacional.

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