El Gobierno no tiene escapatoria. La corrupción y el fin del bloque de investidura han reventado la legislatura. Aun así, se resiste a adelantar elecciones. El líder del PP, preso de las encuestas, tampoco tiene margen
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece ante la Comisión de Investigación del Senado. (Europa Press/Ananda Manjón)
La izquierda anda tambaleándose como un zombi. En Estados Unidos, en Europa e incluso en España, donde cada vez es más chiquita y más radical, y no encuentra un discurso coherente para los problemas que acucian a los ciudadanos.
Eso lo olió Sánchez el 23 de julio de 2023 y por eso se sacó de la chistera aquel famoso "somos más", con el que dejó con un palmo de narices a Feijóo e introdujo en el bloque de Gobierno a otras identidades plurinacionales —eufemismo de independentistas— que se parecen a la izquierda como un huevo a una castaña.
Un experimento de laboratorio que nos intentaron vender con sesudas teorías —que si entrábamos en una nueva era, que si el eje ideológico había dejado paso al territorial y generacional—, un trampantojo, en realidad, para hacernos deglutir un plato que no había quien se comiese. No se trataba de gobernar conforme a un programa, sino de ir cortando el jamón para tener contentos a sus socios de investidura hasta que, de tanto hacer lonchas con la moral del país, han tocado hueso.
Estaba escrito que el bloque de investidura terminaría rompiéndose. Y así ha sido. Lo ha provocado Junts al cambiar de coreografía. El bloque ha saltado por los aires y, con él, la legislatura. Sánchez tiene difícil explicar su encastillamiento en Moncloa, donde el único que parece no haberse enterado de que el espectáculo ha terminado es el propio Sánchez.
Lo normal es que el Congreso se vaya achicando, que desaparezca cualquier atisbo de acción legislativa, que la presión se traslade a Podemos y que entonces reaparezcan Iglesias y Belarra, y, por ende, el infierno a la izquierda de la izquierda. Ellos tienen la llave para cualquier iniciativa que se precie. ¿Se van a presentar unos Presupuestos en medio de este quilombo? Para milagros, San Genaro.
Máxime si tenemos en cuenta la atmósfera de corrupción que se ha apoderado de Ferraz y de la que, pese a los juegos de distracción made in Dior, va a resultar imposible desprenderse. Sobre todo después de que el juez Leopoldo Puente haya solicitado a la Audiencia Nacional que investigue el flujo de efectivo, esto es, el monedero B del PSOE. Ismael Moreno tendrá que abrir un procedimiento y el partido pasará a quedar imputado como persona jurídica por financiación irregular, por blanqueo de capitales o por ambas.
Luego está lo de la mujer del presidente. Y lo de su hermano. Y, por si fueran pocas tazas, este lunes se abre juicio oral contra el fiscal general del Estado, que se enfrenta a penas de prisión que implicarían su entrada en la cárcel. Todo un símbolo de esta época: el fiscal del Gobierno juzgado por prevaricación mientras Moncloa se hace la ofendida.
A pesar de semejante panorama, en los círculos socialistas niegan cualquier posibilidad de elecciones. La lógica dice que, con estos mimbres, resulta imposible gobernar. Pero la lógica ya no existe. Es una rara avis en la política actual. "Además, ¿quién en su sano juicio adelanta unos comicios que, a día de hoy, perderíamos?", se preguntan con esa mezcla de resignación y cinismo que caracteriza a los veteranos de Ferraz.
El que sí está obligado a mover ficha es Feijóo. Si el PSOE finalmente resulta imputado como persona jurídica, aunque no quiera y mal que le pese, el líder del PP tendrá que presentar una moción de censura.
Las elecciones generales son como las 500 millas de Indianápolis: uno no gana la carrera, la carrera le elige a uno. Hay situaciones que no están en manos de nadie, sino que obedecen a factores sobrevenidos. Génova deberá obrar en consecuencia.
La moción de censura es la única votación que Feijóo puede permitirse perder. Ha de presentarla para evitar normalizar lo que no es normal —que el partido en el poder esté imputado por corrupción y aquí no pase nada—, para obligar a pronunciarse a unos socios de investidura cada vez más distantes ante el hedor del PSOE y, sobre todo, para quitarse el sambenito de pusilánime y evitar que Vox se le adelante con una maniobra similar.
El PP tiene un problema con su spin off y no puede permitir que siga creciendo a este ritmo. Los datos muestran una fuga constante de votos hacia Vox; las imágenes, una evidencia: no hay química entre Feijóo y Abascal.
Feijóo llegó con las expectativas más altas de la historia de la oposición, pero sigue sin resolver su ecuación fundamental: o llega a un acuerdo con su derecha o se resigna a no gobernar. Porque sin esa pieza no hay mayoría posible. Y si no la resuelve, surgirán terceras y cuartas derechas, alimentadas por un electorado que ya no pertenece a nadie.
Para más inri, ha implosionado la Comunidad Valenciana. Al presidente de los populares se le ha revuelto el patio y necesita un golpe de autoridad. Porque, en caso contrario, después de esta CCAA vendrán otras y ya no habrá quien ponga el cascabel al gato. En Moncloa, que huelen sangre a distancia, han activado la maquinaria. Saben que quien gana en la Comunidad Valenciana tiene pie y medio en Moncloa.
Después de atrincherarse en la Generalitat y duras negociaciones, en Génova dan por descontada la dimisión de Mazón. Falta por ponerse de acuerdo en el plan sucesorio. Demasiado ruido, demasiado tarde. Feijóo no se puede permitir nuevos deslices territoriales de aquí a las generales.
Porque esto de la Comunidad Valenciana no puede desligarse del nuevo ciclo electoral inaugurado por Extremadura, una maniobra tan valiente como peligrosa. Lo que el PP cree que es una buena estrategia para noquear a Sánchez y ponerle frente al espejo, puede volverse en su contra.
Convocar elecciones territoriales sin una explicación clara de por qué lo haces resulta temerario. Cualquier elección que no gire en torno a los problemas territoriales y que trate únicamente de Sánchez contra Feijóo —o viceversa— acabará castigando a la formación que gobierna.
El Gobierno no tiene escapatoria. La corrupción y el fin del bloque de investidura han reventado la legislatura. Aun así, se resiste a adelantar elecciones. "¿Para qué convocarlas si las voy a perder?". Pero Feijóo tampoco tiene margen. Está lo de la Comunidad Valenciana. Y lo de los cribados de Andalucía. Y también lo de los incendios de Castilla y León. Uno se aferra al sillón; el otro, a las encuestas. Ambos saben que la cuenta atrás ha empezado. En política, el tiempo no se detiene: o lo usas, o te devora.
La izquierda anda tambaleándose como un zombi. En Estados Unidos, en Europa e incluso en España, donde cada vez es más chiquita y más radical, y no encuentra un discurso coherente para los problemas que acucian a los ciudadanos.