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La responsabilidad de Carlos Mazón
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Víctor Romero

Nadie es perfecto

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La responsabilidad de Carlos Mazón

Si la Comunidad Valenciana pierde en derechos, pluralidad y diversidad lingüística y cultural no será solo por culpa de Vox, sino de quien le ha abierto la puerta a cambio de asegurarse el poder

Foto: El próximo presidente de la Generalitat, Carlos Mazón. (EFE/Manuel Bruque)
El próximo presidente de la Generalitat, Carlos Mazón. (EFE/Manuel Bruque)
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Soy de los que piensa que el Partido Popular ha desplegado ya la autopista para cosechar una mayoría absoluta dentro de cuatro años en la Comunidad Valenciana. El desigual reparto de las áreas del gobierno autonómico y la bisoñez e inexperiencia en la gestión de la cosa pública, que no tardaremos en comprobar en los cuadros de Vox, ponen todos los ingredientes para limitar las guerras sociales que quieran abrir los ultraconservadores. Eso, unido al previsible bajo perfil político de los futuros consellers de Santiago Abascal, invita a pensar que, a poco que el popular Carlos Mazón sea hábil, acabará amortiguando su peso político y engullendo a gran parte de su electorado en 2027.

Sin embargo, son manifiestas las señales de que Vox no perderá la oportunidad de dejar su impronta. Si la Comunidad Valenciana pierde en derechos, pluralidad y diversidad lingüística y cultural no será solo por culpa de Vox, sino de quien le ha abierto la puerta a cambio de asegurarse el poder. La normalidad con la que Carlos Mazón ha aceptado incorporar al documento base de su pacto la huella semántica e ideológica de los ultraconservadores no invita al optimismo. Más bien al pesimismo de que una era de nubarrón cultural se viene sin que sepamos cuánto va a durar. Es cierto que los creadores siempre encuentran sus ventanas de expresión, aunque sean ajenas a los circuitos oficiales. Pero sería una pena que del Palacio de Valeriola, sede de la Vicepresidencia de la Generalitat que ocupará el torero Vicente Barrera, también conseller de Cultura, solamente emanase olor a tendidos salpicados de sangre en la arena.

Foto: Carlos Mazón con Esteban González Pons. (EFE/Manuel Bruque)

A estas alturas sería absurdo discutir si la tauromaquia es o no cultura. Efectivamente, lo ha sido, más en su escenografía, estética y parafernalia que en el hecho en sí del sangriento asesinato de la res. En las travesías valencianas se populariza además a través de los bous al carrer, aunque sea a costa de la resistencia a abrir debate rigurosos y no emocionales sobre la permisividad en su seguridad o el bienestar animal. Podemos aceptar que la tauromaquia es un hecho cultural, pero, y esto es lo que Santiago Abascal no ha entendido, la cultura no es solo la tauromaquia. Negar la existencia de otras realidades culturales, que en la Comunidad Valenciana, además, se expresan también en valenciano, con la Acadèmia Valenciana de la Llengua como órgano normativo de consenso estatutario (¿alguien cuestionaría a la RAE?), y estrechar el campo de juego cambiando el rol fertilizador del sector público por otro de inquisidor, empeñado en etiquetar el cariz político de quienes concurren a la ayuda pública, es cualquier cosa menos liberal.

Aviso al PP. La revolución liberal española, pese a la resignificación que algunos se empeñan en hacer del concepto político como coartada para enmascarar su propia intolerancia al movimiento socialdemócrata o a las izquierdas progresistas, nunca fue reaccionaria. Al contrario, siempre sirvió a los valores de la Ilustración y peleó por la construcción de un Estado con mayores cuotas de libertad, alejado de las pulsiones ultracatólicas favorables al absolutismo del Antiguo Régimen que representaron otros movimientos como el carlismo. Con los años, los ideales liberales patrios estuvieron mucho más cerca del republicanismo a través de las figuras intelectuales de Ortega y Gasset o el periodismo de Chaves Nogales que del conservadurismo monárquico. Otra cosa son las decepciones y desencantos de aquel periodo.

Foto: Vicente Barrera (i), junta al candidato de Vox al Congreso, Carlos Flores. (Europa Press/Rober Solsona)

Situar un torero nostálgico del ideal franquista al frente de la vicepresidencia como conseller de Cultura, sin ninguna experiencia en gestión cultural, lanza un mensaje empobrecedor: el de que Abascal ha preferido el titular fácil al respeto por la realidad cultural valenciana, con toda la complejidad, matices y riqueza de una sociedad híbrida. El programa de 50 puntos de PP y Vox no hace ninguna otra referencia a la cultura. Nadie sabe qué planes tiene Barrera para el IVAM, para el Consorcio de Museos de la Generalitat, para el Espai d’Art Contemporani de Castelló, para la Filmoteca Valenciana, para Les Arts o el Institut Valencià de Cultura, para la Fundacion Max Aub, para Sagunt a Escena, para la Fundación Miguel Hernández, para Teatres de la Generalitat, para la Biblioteca Valenciana…

Lo mismo cabe decir de la cosa lingüística. No vamos a negar aquí la querencia pancatalanista de Acció Cultural y su alma pater Eliseu Climent. Pero invito a cualquiera de los que braman a diario hablando de supuestas operaciones botánicas de financiación de movimientos separatistas en la Comunidad Valenciana a que visite la librería del edificio Octubre Centre de Cultura Contemporànea que AC tiene en el centro de la ciudad. Es de las pocas librerías con suficiente oferta de edición en valenciano como para poder llevarse a casa un ‘best seller’ traducido y no solo la clásica (y meritoria y valiosa) colección de autores de literatura catalana que resiste en solitarias estanterías rinconeras en la FNAC, las París-Valencia o Soriano, con las lecturas obligatorias de instituto de secundaria como principal sustento.

Ese es el valor de sostener y ayudar proyectos a través de las líneas de promoción al valenciano. Lo mismo podría decirse de la actividad cultural, musical y social de la Societat Cultural el Micalet o de Escola Valenciana, que ahora aparecen en algunas interpretaciones periodísticas como peligrosas organizaciones subversivas que ponen en riesgo la unidad nacional. Da risa leerlo.

Foto: Carlos Mazón, con los negociadores del PP del pacto. (EFE/Manuel Bruque)

Por eso resulta preocupante esa obsesión lingüística de una parte importante de la derecha, a la que no son ajenas incluso amplios sectores del PP. Es cierto que Compromís ha pecado de excesivo empeño por crear barreras de entrada idiomáticas. Para una parte importante de la población, el afán por establecer requisitos o sobrepuntuar concursos de méritos y la tentación de medir la valencianidad de la expresión cultural solo en base a la lengua con la que se produce han generado percepción de imposición y rechazo; y los halcones de la homogeneidad identitaria han encontrado aquí el caldo de cultivo idóneo para la reacción, como lo hace a diario con idéntica intensidad esa porción amplia del independentismo catalán que busca la exclusión del castellano. Los extremos (lingüísticos) se tocan.

Valencia no es Cataluña. En Valencia, el valenciano es la lengua débil, el hecho cultural a proteger en un entorno de claro dominio del castellano, se mire por donde mire. Todo lo contrario de lo que propugna el documento programático compartido de PP y Vox, donde en lenguaje orwelliano se pretende abiertamente vigilar el DNI identitario y político de quien acuda a apoyarse en la subvención pública para negársela aunque cumpla su función.

El mensaje es muy distinto al que el mentor de Carlos Mazón, Eduardo Zaplana, lanzó cuando llegó al poder en 1995 apoyado en otro partido, la derecha regionalista de Unió Valenciana. Zaplana eligió para Educación y Cultura al diplomático liberal Fernando Villalonga. Los sectores más carpetovetónicos no lo consistieron, y Villalonga, harto de presiones, se marchó a la Secretaría de Estado de Cooperación del primer Gobierno de José María Aznar. Quedó sensación de gatillazo, pero al menos, un Zaplana mucho mejor asesorado que Mazón, a la vista de lo sucedido ahora, marcó un primer terreno de juego ajeno a la polarización. Se lo podría haber explicado al inminente ‘president’ en una de esas llamadas telefónicas que se hacen a menudo.

Soy de los que piensa que el Partido Popular ha desplegado ya la autopista para cosechar una mayoría absoluta dentro de cuatro años en la Comunidad Valenciana. El desigual reparto de las áreas del gobierno autonómico y la bisoñez e inexperiencia en la gestión de la cosa pública, que no tardaremos en comprobar en los cuadros de Vox, ponen todos los ingredientes para limitar las guerras sociales que quieran abrir los ultraconservadores. Eso, unido al previsible bajo perfil político de los futuros consellers de Santiago Abascal, invita a pensar que, a poco que el popular Carlos Mazón sea hábil, acabará amortiguando su peso político y engullendo a gran parte de su electorado en 2027.

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