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Del parque neoyorquino de 'Beau' James al Puente de las Flores de Rita Barberá
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Víctor Romero

Nadie es perfecto

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Del parque neoyorquino de 'Beau' James al Puente de las Flores de Rita Barberá

El asunto no es si la exalcaldesa se merece un espacio público en Valencia, sino por qué no lo tienen también Pérez Casado, Clementina Ródenas y, en un futuro, Joan Ribó

Foto: James J. Walker, también conocido como Beau James.
James J. Walker, también conocido como Beau James.
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En el Greenwich Village del Bajo Manhattan, encuadrado entre la Séptima Avenida y las calles Hudson, Clarkson y Lukes, es posible encontrar el James J. Walker Park. Es un espacio de no más de una hectárea, con canchas para hacer deporte y un monumento dedicado a dos bomberos muertos. Lleva el nombre de quien fue alcalde de Nueva York entre 1925 y 1932. Fue un personaje controvertido, sin el cual seguramente no podría conocerse completa la historia de la Gran Manzana. Abandonó el cargo por la puerta de atrás y tuvo que exiliarse socialmente del país con su amante. A su regreso, dirigió un sello discográfico.

Promotor de obras públicas, Walker mejoró el transporte metropolitano y modernizó los hospitales que dependían de la Administración local. Pero Beau James, el mote con el que se le conocía, fue a la vez el mejor representante del otro Nueva York: el de los locales nocturnos de Jazz que desafiaban a la Ley Seca, que siempre combatió; el de las veladas interminables de boxeo y jóvenes coristas; y el del cuarto trasero del Partido Demócrata, que le dio apoyo hasta que los escándalos de corrupción llevaron a Franklin D. Roosvelt a forzar su renuncia como alcalde en 1932, no sin tensiones en el seno de las familias demócratas neoyorquinas. Walker abrió la puerta a su propia caída al aceptar dinero de empresarios interesados en lograr contratos municipales.

Quince años después de su dimisión y un año después de su muerte en 1946, Nueva York decidió dedicarle el parque de Greenwich Village, cerca del lugar al que su familia había emigrado desde Irlanda a finales del siglo XIX.

Foto: Fotografía de archivo de Rita Barberá. (EFE/Kai Försterling)

Estos días ha habido un poco de remember estilo Beau James en la siempre agitada vida local valenciana. Del caso Azud han trascendido nuevos datos del business que el cuñado de Rita Barberá, José María Corbín, tenía montado alrededor de su imagen de influencia en la administración local cuando la hermana de su mujer era alcaldesa. Por su despacho-bufete desfilaron casi todos los grandes contratistas de la ciudad, pagando suculentas sumas a cambio de no se sabe muy bien qué. Quizás Alfonso Grau, hombre de confianza de Barberá en el consistorio y también investigado, sepa algo. Grau ya ha sido condenado por cohecho y quedan por juzgar campañas electorales de Barberá financiadas presuntamente de forma ilegal.

En paralelo a las nuevas pesquisas del caso Azud, decíamos, se ha producido el nombramiento de Rita Barberá como alcaldesa honoraria de Valencia a título póstumo y la decisión, con los votos de PP y Vox, de darle su nombre al Puente de las Flores sobre uno de los tramos del Jardín del Turia. La iniciativa venía siendo anunciada por la actual alcaldesa, la popular María José Catalá, que siempre se sintió en deuda con la veterana política cuya reprobación votó a favor el PP en las Cortes Valencianas tras ser imputada por el Supremo. Hay un fuerte sentimiento de culpa en las filas populares sobre el trato dado a la que fue su alcaldesa más conocida.

Al homenaje no se han sumado ni PSOE ni Compromís. Es una polémica estéril y absurda que no hará ganar un voto a quienes desde la actual oposición ven en la ofrenda a Barberá un gesto reprochable. Desde el momento de su fallecimiento, como establece la ley, no hay responsabilidad penal exigible para la exalcaldesa. Su desaparición conlleva la amnistía de sus faltas, que no es extensible a los familiares investigados por el presunto enriquecimiento ilícito.

Foto: Un Faeton 29 Scape como el que José María Corbín aseguró en Jávea.

Rita Barberá cosechó cinco mayorías absolutas en las municipales durante los casi veinticinco años que estuvo al frente del Ayuntamiento de la ciudad hasta que las sospechas de corrupción en su entorno, la soberbia y la autopercepción de imbatibilidad llevaron a la ciudadanía a decidir que tocaba cambiar de ciclo. Sus luces y sombras son lo suficientemente trascendentes como para que a nadie pueda extrañar que, más allá de las batallitas políticas coyunturales, el puente del ingeniero Manuel Biedma que ella inauguró en 2002 pueda llevar su nombre. Era su favorito.

El asunto no es si Barberá y sus claroscuros se merecen bautizar un espacio público. Es evidente que sí: por lo que representó en la historia de la ciudad hasta su fallecimiento en 2016 en una habitación del Hotel Villa Real de Madrid, sola y repudiada por el partido que ahora la homenajea. La cuestión es cómo es posible que no haya habido todavía hueco en el callejero para otros alcaldes de la historia democrática de Valencia, desde el breve Fernando Martínez Castellano a Ricard Pérez Casado, Clementina Ródenas y, en un futuro, cuando haya abandonado sus responsabilidades políticas, el propio Joan Ribó.

Del mandato de Pérez Casado, por ejemplo, es el diseño y apertura tal como lo conocemos hoy de una de las mayores arterias verdes urbanas de Europa, el emblemático Jardín del Turia. También el Plan General de Ordenación Urbana o la arquitectura legal que sustenta el sistema tributario local. A sus 77 años, retirado de la vida pública entre la ciudad y su querida Sierra Calderona, nada podría cerrar mejor el ciclo de una vida que ver su nombre en una calle de Valencia.

Los personajes políticos elegidos en las urnas son un espejo de nosotros mismos. Sus aciertos y sus faltas son habitualmente réplicas de nuestros comportamientos o derivan de nuestro listón de tolerancia hacia la conducta de nuestros administradores. El Puente de las Flores de Rita Barberá, como el James J. Walker Park, servirá para que, cuando los crucemos paseando, podamos recordar su historia y la nuestra. La buena y la menos buena.

En el Greenwich Village del Bajo Manhattan, encuadrado entre la Séptima Avenida y las calles Hudson, Clarkson y Lukes, es posible encontrar el James J. Walker Park. Es un espacio de no más de una hectárea, con canchas para hacer deporte y un monumento dedicado a dos bomberos muertos. Lleva el nombre de quien fue alcalde de Nueva York entre 1925 y 1932. Fue un personaje controvertido, sin el cual seguramente no podría conocerse completa la historia de la Gran Manzana. Abandonó el cargo por la puerta de atrás y tuvo que exiliarse socialmente del país con su amante. A su regreso, dirigió un sello discográfico.

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