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Vox lanza el primer aviso a Carlos Mazón: ya se atreve a exigirle hasta cabezas políticas
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Víctor Romero

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Vox lanza el primer aviso a Carlos Mazón: ya se atreve a exigirle hasta cabezas políticas

Dinamitado en Baleares, desaparecido en Madrid y parodiado en Castilla y León, a Abascal no le queda más feudo que Valencia. Se empieza por la esgrima de salón, pero todo puede ir a más

Foto: Carlos Flores, Santiago Abascal y Vicente Barrera. (EFE/Manuel Bruque)
Carlos Flores, Santiago Abascal y Vicente Barrera. (EFE/Manuel Bruque)
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El emparejamiento del PP y Vox en la Comunidad Valenciana ya convive contra su propio destino. El cementerio está repleto de coaliciones rotas, de alianzas que nacieron como gobiernos únicos y de matrimonios políticos que terminaron abonados a la desconfianza. Se tarda más o menos tiempo, pero las excepciones no son la regla. Que los de Santiago Abascal necesitan mantener el tirón electoral en la plaza valenciana lo saben bien en la calle Bambú. Valencia es la niña bonita de los acuerdos territoriales. Fue el primero de los pactos tras el 28M. El más ‘cultural’ y simbólico, con su torero por bandera aupado a la conselleria del ramo dispuesto a desmontar la “dictadura progre” y demoler desde sus mismos cimientos las desviaciones de la izquierda, en lo moral y en lo político.

Dinamitado el partido en Baleares, desaparecido en Andalucía o Madrid, con el harakiri de Ortega Smith y el abrazo del oso ayusista, y convertido el vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo, en una caricatura de sí mismo, a Vox no le quedan muchos más feudos que el valenciano en los que hacerse notar más allá del cuadrilátero nacional. Y esto, tarde o temprano, someterá a tensiones las costuras del pacto con los populares de Carlos Mazón.

El Botànic también estaba edificado “a prueba de bombas” (Oltra dixit) y terminó como el rosario de la aurora. La tesis de que cada salida de tono de sus socios era una oportunidad para Ximo Puig para marcar distancia y achicar espacios hacia el anhelado centro político inspiró a avezados columnistas deseosos de encontrar argumentos con los que agradar al president, que incluso se los llegó a creer profundamente. Ahora vuelven a leerse análisis similares, obviando que no hay mejor receta que la domesticación.

Foto: María José Mira, secretaria autonómica de Hacienda. (GVA)

El ahora amortizado barón socialista, a la espera de destino en París, encauzó como pudo el plan de reducir el discurso de los aliados de coalición a la tediosa e invisible rutina de la gestión diaria. Hasta que llegó Pablo Iglesias desde Madrid y mandó parar. El vicepresidente morado Rubén Martínez Dalmau, encantado de pisar moqueta y alérgico al conflicto, fue forzado a dar paso al lado para ceder el testigo a Héctor Illueca, el amigo de Pablo. Illueca aterrizó desde el ministerio de Yolanda Díaz con su planta de inspector de Trabajo y su aura de intelectual orgánico de la nueva y verdadera izquierda y terminó tildando de manera continuada de “capitalista despiadado” a Juan Roig junto con otras diatribas antiestablishment bastante desafortunadas. Mal asesorado por el agitador de Canal Red, convencido de que eso iba a darle algún rédito electoral, la consecuencia sabemos cuál fue: Podemos se hundió en la miseria electoral y Ximo Puig creció, sí, pero no tanto como para compensar la caída de los aliados.

Vuelven a leerse análisis de las travesuras de Vox obviando que la mejor receta es la domesticación

La desconfianza que generaba en una parte del electorado la inmadurez política de parte del Botànic no es el factor que explica todo el vuelco político del 28 de mayo. Pero influyó. La realidad es que pese a cultivar la imagen de moderación, Puig nunca logró desembarazarse de la percepción de estar atado a las ocurrencias de sus vecinos de gabinete, cada vez más afiladas conforme discurría la legislatura. Para el ciudadano medio, para el consumidor de brocha gorda, ajeno a la micropolítica de los pasillos y la letra pequeña de las secciones de opinión, las discrepancias eran partes de un mismo todo.

Foto: Barrera y Mazón, con la vicepresidenta de Igualdad, Susana Camarero, en el centro. (EFE/Kai Försterling)

No todo tiene por qué ser igual en el caso de PP y Vox. La derecha es mucho más dada al orden y la disciplina en sus asuntos domésticos. Hacia afuera, todos a una. Pero la historia tiende a repetirse, primero como tragedia, después como farsa, dijo Karl Marx, tan brillante en sus diagnósticos como errático en las soluciones. Como sainete o mera pantomima tiene que leerse que el vicepresidente valenciano y Conseller de Cultura, Vicente Barrera (Vox), concediese su primera rueda de prensa del año y la segunda legislatura para cuestionar la campaña proderechos LGTBI lanzada por la Vicepresidencia y Conselleria de Igualdad de la popular, Susana Camarero, mujer fuerte en el Consell de Carlos Mazón. Todo se habló antes, se afinó el control de daños y Barrera pudo cumplir, sin demasiados desajustes, con el encargo de “fijar una posición política” propia. Es el mensaje que recibió pocos días antes, cuando se estrenó en la nueva ejecutiva nacional de Vox, diseñada a mayor honra de la verticalidad en el liderazgo de Abascal y su nueva corte (Ignacio Garriga, Jorge Buxadé…).

Ahora pueden parecer diferencias pactadas, juegos florales, esgrima de salón. Pero hay señales. Vox ya se ha atrevido a reclamar la cabeza de uno de los fichajes mediáticos y transversales de Mazón para el segundo escalón de su Consell, el de María José Mira, quien fue primera de lista sin carnet del PSPV en las autonómicas de 2015 por Valencia, secretaria autonómica la Conselleria de Hacienda y comisionada por Ximo Puig para misiones especiales (desde gestionar las compras en pandemia hasta poner la alfombra administrativa a la gigafactoría de Volkswagen).

Con mando en plaza en la Generalitat, Mira tiró de teléfono para que sus colegas en el PSOE sacasen de una senda de montaña a una amiga con el tobillo roto. Le mandaron hasta un helicóptero. Ella sostiene que el escarpado lugar y la lesión lo requerían, pero la Agencia Antifraude ve un uso abusivo de recursos públicos. Que los mismos que la ayudaron puedan verse investigados por la Fiscalía y estén siendo señalados por los propios populares parece razón suficiente para preguntarse por qué Mira no ha entregado todavía la carta la dimisión, aunque fuera por empatía con quienes tanto cuidaron a su amiga y le dieron la primera oportunidad de subirse al coche oficial al que tanto se aferra. Hay vida más allá de la nómina pública. Mazón tiene la última palabra, y es lógico que no quiera quedar como un mal reclutador de recursos humanos, pero existe el cese a petición propia. Con agradecimiento a los servicios prestados.

No nos gusta que esta señora continúe aquí”, se atrevió a verbalizar el portavoz de Vox, José María Llanos, en un aviso del que pocas lecturas se han sacado, pero que lleva carga de profundidad por su naturaleza iniciática. Guardando las muchas distancias en la categoría moral entre un caso y otro, los ultraconservadores, que denunciaron en su día en las Cortes Valencianas el supuesto trato de favor del helicóptero vía David García (hoy en Madrid y a la vera de Abascal), todavía se acuerdan del contundente guillotinazo de Mazón a Luis Manuel Martín, efímero subscretario de Justicia hasta que trascendió su condena por maltrato a su mujer. Otro éxito en el casting de Montserrat Lluís.

Es solamente cuestión de tiempo que Vox vaya elevando el tono, peleando sus espacios y buscando motivos para dejarse notar, como desde el primer día ha hecho el portavoz municipal, Juan Manuel Badenas en su cohabitación con la alcaldesa de Valencia, María José Catalá. Otra cosa es que los tres consellers acomodados en el Ejecutivo regional, refractarios al conflicto público por cuestión de carácter y domesticados por la estrategia de lluvia de abrazos diarios de Mazón (el primero, Vicente Barrera), se avengan a ser avanzadillas de esa batalla por la supervivencia en 2027. Si ocurre que esto no es así, quizás entremos en un nuevo escenario: el de otra guerra civil en Vox más o menos expuesta al público. No sería la primera. Que le pregunten a Ignacio Gil Lázaro.

El emparejamiento del PP y Vox en la Comunidad Valenciana ya convive contra su propio destino. El cementerio está repleto de coaliciones rotas, de alianzas que nacieron como gobiernos únicos y de matrimonios políticos que terminaron abonados a la desconfianza. Se tarda más o menos tiempo, pero las excepciones no son la regla. Que los de Santiago Abascal necesitan mantener el tirón electoral en la plaza valenciana lo saben bien en la calle Bambú. Valencia es la niña bonita de los acuerdos territoriales. Fue el primero de los pactos tras el 28M. El más ‘cultural’ y simbólico, con su torero por bandera aupado a la conselleria del ramo dispuesto a desmontar la “dictadura progre” y demoler desde sus mismos cimientos las desviaciones de la izquierda, en lo moral y en lo político.

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