Nadie es perfecto
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Feijóo y Mazón tienen que cantar todavía más la Marsellesa
Desde Chirac en 2002, Francia lleva más de dos décadas votando contra la ultraderecha. España ya lo ha hecho dos veces con Sánchez. El PP tiene ahora la oportunidad de romper el sándwich de Vox
Más de dos décadas lleva Francia votando contra la extrema derecha. El gaullista Jacques Chirac inauguró en 2002 el duelo del republicanismo contra el populismo de la familia Le Pen arrasando en segunda vuelta de las presidenciales al patriarca Jean-Marie, que había logrado superar el primer corte al rebasar al socialista Jospin. Chirac cosechó un 82% de los sufragios. Le votaron hasta los comunistas. Desde entonces, la política gala es un déjà vu en el que, pese a cambiar los protagonistas, las siglas y las tendencias, ha habido un choque constante entre las mismas dos corrientes de fondo. El último episodio se vivió el pasado 30 de junio con la segunda vuelta de las legislativas, en la que una mayoría de franceses volvió a cerrar el paso al populismo de Marine Le Pen, mucho más dulcificado y accesible para las grandes masas que el estilo blaspiñarista de su padre, pero todavía inaceptable para los guardianes de los valores de la V República.
En ese espejo cabría mirar las dos últimas contiendas electorales que se han vivido en España. Pedro Sánchez parecía abocado el desahucio tras las autonómicas y municipales de mayo hasta que vio en la dependencia del PP de Vox y su inminente acceso a las instituciones locales y regionales la clave de bóveda argumental para montar una campaña exprés, la del 23 de julio. España, que como Francia todavía regurgita los ecos históricos de la alianza de una parte de su derecha con el fascismo que asoló Europa en el primer tramo del siglo XX, respondió, desde la periferia hacia el centro, otorgándole una mayoría frágil, pero suficiente para cerrar el paso a la posible coalición de Alberto Núñez Feijóo con Santiago Abascal.
No muy distinta fue la reacción de las europeas del 9 de julio, una cita en la que el Gobierno no se jugaba nada y en la que el elector podría haber descargado el castigo de sus frustraciones sobre el partido gobernante, el PSOE. No ocurrió. O, al menos, no ocurrió tanto como esperaban las derechas españolas. El fantasma de una victoria populista, euroescéptica e iliberal volvió a sacar de la modorra al elector progresista, al tiempo que el PP se le aparecían nuevos fenómenos paranormales por la diestra en forma de Alvise.
De esas dos citas, apenas separadas por un año, cabe deducir que una gran parte del electorado español todavía está dispuesto a emular al vecino galo por bastante tiempo y que el líder del centro-derecha patrio, Feijóo, ha entendido que sus opciones de alcanzar la Moncloa pasan invariablemente por marcar distancia, de forma clara y visible con los de Abascal.
Al tiempo, el núcleo dirigente de Vox, se ha autoconvencido de que la defensa de las esencias y una posición antiestablishment son las mejores armas para frenar el lento declive de resultados que venía registrando. La decisión ha sido elevar la apuesta antiinmigración, con los niños y adolescentes no acompañados como diana, y el sacrificio del poder territorial autonómico. Ambas son posiciones antinaturales para cualquier análisis racional. La primera, porque deriva en mera hipérbole un problema complejo como el de la gestión de la inmigración, que requiere sosiego y mano izquierda. Y la segunda, porque dinamita la imagen que espera el ciudadano de cualquier formación política, la de una organización que aspira a alcanzar el poder para aplicar su ideario. Sin embargo, hace tiempo que Vox no vende racionalidad, sino emociones, casi siempre negativas.
Las víctimas colaterales de esa confrontación a la derecha del tablero han sido los pactos territoriales que PP y Vox firmaron tras el 28M de 2023. En el caso de la Comunidad Valenciana, el barón popular Carlos Mazón valoraba mucho la estabilidad que proporcionaba tener dentro del Consell a un vicepresidente, Vicente Barrera, refractario al conflicto, cuya figura institucional amortiguaba las querencias más extremas (sí, todavía más) de algunos de sus compañeros. Un circuito de novilladas por aquí, una ley de desmemoria y confusión histórica por allá. El precio de la gobernabilidad parecía asumible para el dirigente alicantino, que ha tratado de compensar estas cesiones con reformas para modernizar la Administración, una actitud business friendly y un talante abierto y dialogante con casi todos los sectores sociales autonómicos. Reunirse con patronal y sindicatos fue uno de sus primeros gestos tras tomar posesión.
Esa placidez con la que se desempeñaba el gobierno conjunto PP-Vox y la defensa que proporcionaba su mayoría absoluta parlamentaria se verá trastocada ahora por la salida de los ultraconservadores. Mazón aborda el resto de legislatura con 40 escaños, menos que la suma de PSPV-PSOE y Compromís (46 diputados), alternativa natural al PP. De ahí que, además de entrar más o menos al juego de la transversalidad, el barón popular admitiese en la entrevista con El Confidencial publicada este domingo que "cuidará" de los diputados voxistas para alcanzar acuerdos. Los necesita. El fundamental, el de las próximas leyes de presupuestos que aseguran el avistamiento de la orilla del 2027, una baza que ni socialistas ni valencianistas van a regalar. Diana Morant ya se lo ha avanzado a quien se lo ha preguntado.
La primera prueba de que el matrimonio de populares-voxistas está lejos de haber derivado en divorcio a cara de perro la tendremos este lunes, cuando el bloque conservador sume escaños para elegir al nuevo director de la Agencia Valenciana Antifraude, Eduardo Beut, y saque adelante el decreto del Plan Simplifica. La segunda temporada de la XI Legislatura empieza en la burbuja parlamentaria, igual que termina la primera, aunque ya sin Vicente Barrera y los consellers de Vox sentados en los sillones azules de Les Corts.
Escribía este domingo Juan Ramón Gil en las páginas de Levante-EMV sobre los riesgos de una legislatura fallida. Es factible. Pero el esquema de un Gobierno en solitario y en minoría parlamentaria ha sido siempre una alternativa tan viable como cualquier otra. Es lo que practican el PSOE de Sánchez y Sumar en el Gobierno y el Congreso con su geometría variable. Fue la vía del primer Botànic de Ximo Puig, cuando Podemos decidió no pisar moqueta tras el cambio de 2015. El PP busca un Consell monocolor y duradero con Mazón, conectando al ejecutivo al cordón umbilical del legislativo a través del versátil Juanfran Pérez Llorca. ¿Qué hará Vox, tensionar las costuras de Mazón hasta forzar unas elecciones que podrían devolver a la izquierda a la Generalitat? No parece, aunque la decisión de Santiago Abascal haya servido para evidenciar cuán de arbitraria puede ser la toma de decisiones de la derecha radical española. El mismo botón rojo tienen Mazón para disolver las Cortes como Vox para dejar caer al presidente autonómico cuando lo considere oportuno. En eso se han igualado. Otra cosa es que llegue a ocurrir.
En ese juego de equilibrios y tira y aflojas internos entre bloques se van a mover los próximos tres años de la política valenciana si no es que se rompen las cuerdas o se abren ventanas de oportunidad (elecciones generales) para anticipar el calendario electoral. Mazón ha perdido la “línea de flotación constante”, en acertada expresión de Xuso Civera en Las Provincias, pero ha ganado autonomía de mando sobre el timón en plena marejada. Y de la misma forma que Vox ha decidido tirarse al monte para guardar las esencias de su propuesta política, cada vez más dirigida a los universos paralelos de los alvises y compañía, al fomento de las bajas pasiones políticas y las conspiraciones antiglobalistas y nacionalpopulistas, el barón popular puede ahora demostrar desde su gestión en la Generalitat, como pretende a trancas y barrancas Feijóo, que su liberalismo prevoxista era cierto, que los valores republicanos franceses son tan asimilables al centro-derecha valenciano y español como lo son al centrismo macronista o a los restos de la resistencia gaullista frente al huracán de Le Pen.
Liberté, égalité, fraternité. Allons enfants de la Patrie. Ojalá la Marsellesa en el Palau de la Generalitat. Quizás entonces, la próxima vez que Pedro Sánchez monte la barricada contra la ultraderecha, Génova esté en el lado correcto de la historia y roce con los dedos el Palacio de la Moncloa tras haber quebrado por fin el sándwich en el que le empareda Abascal.
Más de dos décadas lleva Francia votando contra la extrema derecha. El gaullista Jacques Chirac inauguró en 2002 el duelo del republicanismo contra el populismo de la familia Le Pen arrasando en segunda vuelta de las presidenciales al patriarca Jean-Marie, que había logrado superar el primer corte al rebasar al socialista Jospin. Chirac cosechó un 82% de los sufragios. Le votaron hasta los comunistas. Desde entonces, la política gala es un déjà vu en el que, pese a cambiar los protagonistas, las siglas y las tendencias, ha habido un choque constante entre las mismas dos corrientes de fondo. El último episodio se vivió el pasado 30 de junio con la segunda vuelta de las legislativas, en la que una mayoría de franceses volvió a cerrar el paso al populismo de Marine Le Pen, mucho más dulcificado y accesible para las grandes masas que el estilo blaspiñarista de su padre, pero todavía inaceptable para los guardianes de los valores de la V República.