:format(png)/https%3A%2F%2Fdelorean.ecestaticos.com%2Fimg%2Fjournalist%2Fjournalist-default.png)
Con Lupa
Por
Jaime Campmany: pequeño homenaje a la tolerancia de un hombre que manejó el castellano como un guante
Hacia poco más de un mes, el 12 de mayo pasado, que un nutrido grupo de amigos entre los que se encontraban no pocos periodistas, convocados
Hacia poco más de un mes, el 12 de mayo pasado, que un nutrido grupo de amigos entre los que se encontraban no pocos periodistas, convocados por la diligente Marina Castaño, nos habíamos reunido a cenar en torno a Jaime Campmany y Conchita, su mujer, en el restaurante José Luis de Madrid, para celebrar el 80 cumpleaños del gran periodista y escritor.
Fue la última vez que le vi con vida. Animado, vitalista y socarrón, como el que ha presenciado el desfile desde el mascarón de proa durante muchos años de la variopinta tropa de las Españas; descreído como el que ha visto pasar bajo el puente en tumultuoso turbión dictaduras y democracias, generales y filósofos, poetas y maleantes, alegrías y fracasos, promesas y traiciones y tantos sueños devenidos en humo por el sumidero del tiempo.
Algunos días, desde aquel encuentro colectivo, ojeé sus columnas de ABC para volver a admirar y, por qué no decirlo, envidiar, su incomparable maestría en el manejo del castellano. He conocido poco a Jaime Campmany, y lo he conocido tarde, y estoy convencido de que gentes hay con más títulos que los míos para glosar su calidad humana y su categoría como gran maestro del idioma. Ocurrió que un día me llamó inesperadamente por teléfono, a principios de los noventa, para ofrecerme escribir una columna semanal, de tema groseramente económico, en la revista Epoca que él dirigía, y, como el precio me convino, acepté.
No sin pensármelo dos veces. Porque Jaime Campmany venía precedido por esa fama de franquista que ha rodeado y rodea a todos aquellos que se ganaron media vida bajo el Régimen de Franco y que luego no se han pasado la otra media intentando borrar huellas o reinventándose un pasado antifranquista inexistente sobre la base de adular al omnipresente becerro de la progresía. Para ser sinceros, cuando Franco murió tranquilamente en su cama, allá por un lejano 1975, con excepción de algunos miles de españoles locos que militaban en el PCE en vida del general, que era cuando había que tenerlos bien puestos para militar en el PCE, en España había algo así como 38 millones de franquistas, más o menos el 99% de la población.
De modo que empecé a enviar mis columnas a Epoca, no sin una cierta prevención inicial que pronto, debo reconocerlo, se fue disipando hasta desaparecer por completo. Porque un servidor, que ha tenido la oportunidad (en algunos casos también el placer) de trabajar en ABC, El País y El Mundo con los tres directores de periódicos más notorios de España, ha de reconocer enseguida que con ninguno de ellos dispuso de la autonomía de que disfrutó con Jaime Campmany para escribir siempre lo que le vino en gana.
Es mi modesto, insignificante homenaje a Jaime Campmany a la hora de su muerte. Es el reconocimiento agradecido a su tolerancia. Porque yo sé que una semana sí y la otra también, mis crónicas le provocaban más de un conflicto con anunciantes y/o con poderosos del mundo económico y financiero poco a nada acostumbrados a la crítica propia de una sociedad abierta y democrática. En este aspecto, por desgracia, nada ha cambiado. Ese tipo de franquismo sigue vigente en todo su esplendor.
Y Jaime Campmany aguantaba el tirón y callaba como sólo un espíritu tolerante con las opiniones ajenas podía callar. Sólo pasado el tiempo, cuando de Pascuas a Ramos decidíamos vernos las caras, exhalaba un suspiro resignado mientras, con una sonrisa, parecía decir “qué cruz, Señor, el Cacho este...”. Fue mi descubrimiento de Jaime Campmany. Mi pésame a su viuda, Conchita, por siempre amiga, y a sus hijos. Descanse en paz.
Hacia poco más de un mes, el 12 de mayo pasado, que un nutrido grupo de amigos entre los que se encontraban no pocos periodistas, convocados por la diligente Marina Castaño, nos habíamos reunido a cenar en torno a Jaime Campmany y Conchita, su mujer, en el restaurante José Luis de Madrid, para celebrar el 80 cumpleaños del gran periodista y escritor.