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El caso del juez pastelero que no logró contentar a nadie
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Jesús Cacho

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El caso del juez pastelero que no logró contentar a nadie

“Caso cerrado” decían los medios de comunicación afines al Gobierno, llenos de entusiasmo tras escuchar el 31 de octubre la maravillosa representación teatral del juez Bermúdez,

“Caso cerrado” decían los medios de comunicación afines al Gobierno, llenos de entusiasmo tras escuchar el 31 de octubre la maravillosa representación teatral del juez Bermúdez, repitiendo de carrerilla la consigna destilada desde La Moncloa. La descripción verbal del magistrado parecía tan convincente, su apoyo a la labor policial tan rotundo, el descarte de los hilos –los explosivos, la mochila de Vallecas, la Renault Kangoo- sobre los que algunos habían asentado su teoría de la conspiración tan firme y sin fisuras, que el sector oficialista lanzó las campanas al vuelo. Victoria por goleada.

¡Ay, qué equivocados estaban! Un servidor conoce desde hace tiempo el paño que guarda el arca de Javier Gómez Bermúdez, cuya calidad y textura con bastante detalle describí hace tiempo, cuando sólo unos cuantos habían oído hablar de él, en el diario El Mundo. Un contacto personal que tuve con él más tarde confirmó mi idea inicial de que estamos ante un tipo brillante, gran comunicador, incisivo y directo, seductor incluso, que, más que un juez vocacionalmente centrado en la administración ciega de la Justicia, es un político que se sirve de la Justicia para dar salida a la exuberante ambición de hombre público que le desborda. Es la desgracia de nuestra Justicia, sometida a los peajes de unos jueces estrella dispuestos a hacer añicos la labor callada de tantos humildes colegas perdidos por la geografía española. A diferencia de Garzón, Bermúdez no ha perdido la cabeza por una foto, porque sabe muy bien medir los tiempos, siempre peligrosos, de esa delicuescente dama llamada Fama.

De modo que, como me temía, como se temían algunos, el juez Bermúdez ha intentado hacer con la sentencia del 11-M un gran pastel de grosor argumental suficiente como para contentar a todo el mundo, y ya se sabe que las paellas gigantes suelen ser cosa asaz indigesta. A Superber le ha ocurrido –le está ocurriendo- que por tratar de quedar bien con todo el mundo, cerrar ventanas a tirios, abrir puertas a troyanos, y viceversa, no ha quedado bien con nadie, no va a dejar a nadie contento. Al sacrificar la búsqueda de la verdad material -objetivo de toda investigación penal que se precie-, en el altar de la componenda política personal, lo que ha quedado en evidencia es el protagonismo deseado y no eludido del nuevo superjuez.

Sería interesante conocer lo que, en privado, opinan del lance en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), pero no creo que Adolfo Prego, conocido protector de Gómez Bermúdez, esté muy de acuerdo ni con la sentencia ni con la conducta del magistrado. Ese protagonismo, en todo caso, no sienta nada bien en el Supremo, por lo que, al margen de las debilidades técnicas de la sentencia, cabe augurar que los recursos que sin duda van a plantear las defensas van a recibir la bienvenida propia de una instancia judicial deseosa de aplacar el éxito de público del ponente.

La consecuencia es que el genial pastelero malagueño no ha dejado a nadie satisfecho. Unos, más listos, los de la famosa conspi, se dieron cuenta en seguida de la trampa. Otros, más lerdos, con la mente embotada de tanto halago a ZP, han tardado días en apearse del burro. Resulta por demás llamativo que, después de expresar con gran aparato gestual su plena satisfacción con la sentencia en las horas siguientes a su difusión, tanto la fiscal Olga Sánchez como su jefe inmediato, Javier Zaragoza, hayan decidido recurrirla seis días después de publicada. ¿Qué ha ocurrido en ese tiempo en las sentinas del Gobierno Zapatero?

Porque conviene recordar que quien recurre es el Fiscal General del Estado, Conde Pumpido, es decir, el Gobierno de la Nación a cuyas órdenes labora Supercándido. Y lo que ha ocurrido es que han bastado apenas unos días para que en la opinión pública se haya asentado la percepción de que la sentencia no aclara lo ocurrido el 11-M, y que según vaya pasando el tiempo esa misma opinión pública se irá mostrando más y más renuente a digerir que unos delincuentes comunes asturianos, en unión de unos emigrantes marroquíes desastrados, fueron los autores materiales y los mentores intelectuales de unos atentados que cambiaron la faz de España, y todo ello sin ningún beneficio propio conocido.

De modo que para la versión oficial resulta imprescindible reactivar la teoría de Rabei Osman El Sayed, Mohamed El Egipcio ,como conexión yihadista internacional capaz de dar nuevos bríos, de cara a la campaña electoral que se avecina, al espantajo de la venganza de Al Qaeda por la participación española en la guerra de Irak. Nótese que el recurso que prepara la Fiscalía no busca su identificación como inductor o autor intelectual de los atentados, sino que se conforma con una condena por pertenencia a banda armada, asunto por el que El Egipcio ya ha sido juzgado en Italia. Estamos ante la teoría del clavo ardiendo. De modo que José Luis Rodríguez Zapatero, ese ansia infinita de paz con pies, ha optado por seguir tirando del 11-M hasta las elecciones de marzo. Lo decidió en cuanto supo que Mariano Rajoy, con buen criterio, había dado orden a los suyos de olvidarse de una vez por todas del 11-M. Así están las cosas, o al menos así es como yo las veo.

“Caso cerrado” decían los medios de comunicación afines al Gobierno, llenos de entusiasmo tras escuchar el 31 de octubre la maravillosa representación teatral del juez Bermúdez, repitiendo de carrerilla la consigna destilada desde La Moncloa. La descripción verbal del magistrado parecía tan convincente, su apoyo a la labor policial tan rotundo, el descarte de los hilos –los explosivos, la mochila de Vallecas, la Renault Kangoo- sobre los que algunos habían asentado su teoría de la conspiración tan firme y sin fisuras, que el sector oficialista lanzó las campanas al vuelo. Victoria por goleada.

Javier Gómez Bermúdez