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Los Albertos, el Príncipe y don Dinero
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Jesús Cacho

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Los Albertos, el Príncipe y don Dinero

Un poco de historia, siquiera apresurada. El 29 de diciembre de 2000, la Sección Séptima de la Audiencia Provincial de Madrid declaró, con todo lujo de

Un poco de historia, siquiera apresurada. El 29 de diciembre de 2000, la Sección Séptima de la Audiencia Provincial de Madrid declaró, con todo lujo de detalle, a Alberto Cortina de Alcocer y Alberto de Alcocer Torra, los Albertos, responsables de haber estafado a sus socios en Urbanor, sociedad propietaria de los terrenos de la plaza de Castilla de Madrid donde hoy se alzan las torres KIO, aunque absolvió a los demandados al considerar que el delito había prescrito. El 14 de marzo de 2003, sin embargo, la Sala Segunda del Tribunal Supremo casó esa sentencia ratificando la censura moral de la Audiencia Provincial y condenándoles, además, a penas de tres años y cuatro meses de prisión y 6.000 euros de multa como autores de un delito de estafa y otro de falsedad en documento mercantil, al negar la prescripción de los delitos.

El 1 de abril de 2003, los Albertos –que de forma paralela solicitaron el indulto al Gobierno Aznar- interpusieron recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional contra la resolución del Supremo, recurso que semanas después la Sala Segunda del TC admitió a trámite, un filtro previo que no prejuzgaba el fondo de la cuestión, pero que un prestigioso catedrático madrileño, con muchos años de oficio en el foro, calificaba entonces a quien esto escribe como “una decisión poco común, preocupante y sorprendente, porque son muchas, demasiadas las veces que el Constitucional ha negado la admisión a trámite de recursos mucho más fundamentados, con mucha más carga de eventual lesión de derechos fundamentales, y tiene que ser precisamente éste, qué casualidad, que afecta a dos personajes tan conocidos, el que haya sido admitido por un Tribunal que, además, está abrumado por una carga de trabajo que le sobrepasa”.

El recurso, al decir de los especialistas en Derecho, “carece del más mínimo contenido de posible amparo, y es casi imposible que el TC les conceda amparo alguno”, porque no parecía que los Albertos fueran precisamente una pareja de inmigrantes indocumentados recién llegados a las costas de Tarifa, cuyos derechos fundamentales habían sido violados por falta de recursos o de abogados. Pero, misterios dolorosos de esta España nuestra, los españoles avisados comenzaron a sospechar de inmediato que la pareja terminaría por salirse con la suya no por la fuerza de sus argumentos en Derecho sino en razón de la importancia de sus apoyos políticos, a la cabeza de los cueles se encontraba –se encuentra- el mismísimo Rey de España, íntimo amigo de francachelas de Alberto Alcocer Torra.

La decisión del Alto Tribunal se ha venido demorando desde la primavera del 2003 hasta casi rozar el fuera juego, y es que atender la petición de los condenados por el Supremo suponía tal escándalo ante la opinión pública, tan notoria befa para la Justicia, hacían falta tantos Bacigalupos para concederles el amparo, que los señores magistrados no se atrevían a dar el paso al frente, y así hemos llegado al borde del precipicio, al filo mismo en que (ver noticia publicada en este diario el pasado 12 de febrero) si no se pronunciaba antes del 14 de marzo próximo, la pena podía prescribir al cumplirse los cinco años desde la condena del Supremo. Puestos en esta tesitura, de cara a la pared entre una solución mala y otra peor, los señores Magistrados han optado por la pésima. Doña Justicia huye despavorida por los riscos de una España una vez más humillada por togas y puñetas.

Preocupados por la deriva que estaban tomando las cosas a cuenta de las noticias periodísticas sobre la prescripción que se venía encima, los demandantes -y al tiempo estafados-, Pedro Sentieri y Julio San Martín, remitieron el pasado viernes 15 un escrito al TC solicitando que, dada la importancia del caso a tratar, el recurso de marras fuera visto por el Pleno del Alto Tribunal en lugar de por una de sus Salas. La respuesta llegó ayer a toda prisa, con nocturnidad y cierta alevosía, y sin aviso de ninguna clase a las partes. “Como español siento consternación y vergüenza”, aseguró ayer a este diario Julio San Martín, una especie de santón laico cuyo último deseo sería ver a los Albertos en la cárcel.

Consternación por el significado procesal, jurídico y político que tiene la sentencia conocida ayer; vergüenza porque la situación de deterioro de la Justicia está tomando proporciones tan alarmantes que mejor esconder la cabeza bajo el ala para no reparar en los perniciosos efectos que, en términos de futuro colectivo y convivencia en democracia, representa esta Justicia severa con el pobre y dócil con el poderoso, Justicia que hace trizas el principio de igualdad de todos ante la ley, Justicia cada día menos digna de tal nombre, es decir, más injusta, y además lenta, terriblemente lenta, incapaz en su laxitud de dar respuesta a las exigencias de una sociedad y una economía modernas.

Porque si en algo tienen razón Alberto Cortina y Alberto Alcocer es en que resulta de todo punto inadmisible que el TC haya tardado 5 años en pronunciarse, al punto de que en términos de censura social han pagado con creces los tres años y cuatro meses de cárcel que el Supremo les impuso. Pero no es eso, no es eso. No estamos hablando de la desgracias de dos pobres ricos, sino de las miserias morales de un país dizque democrático que consiente en silencio el deterioro creciente de pilar tan esencial como es una Justicia digna de tal nombre. “Deberíamos tener el coraje suficiente para romper con mucho de lo que el hombre de finales del siglo XX considera normal”, decía en 1997 el entonces cardenal Ratzinger en su libro La Semilla de la Tierra, que añadía una soberbia lección para los Eugenio Gay de este mundo, “dispuestos a comprar el bienestar, el éxito personal, el prestigio social y el aplauso de la opinión dominante al precio de la verdad”.

Una sentencia que salpica peligrosamente al Rey y, por ende, a la propia institución monárquica. Es ya una realidad que en la democracia española no se aplica un mismo Código Penal a todos los ciudadanos. Un chorizo sin posibles puede terminar entre rejas si roba cien euros, pero si afana mil millones, entonces tranquilo, sobre todo si es millonario y cuenta con amigos importantes. El entrañable “Todo por la Patria” de la Guardia Civil, ha sido sustituido por el más realista “Todo por la Pasta”. Tiempo habrá para referirse a las technicalities de esta sentencia, así como al ejercicio de honestidad que con su voto particular realizó ayer Ramón Rodríguez Arribas. De momento, pongamos en valor el viejo principio de Jeremy Bentham, según el cual “toda ley es un mal, en tanto en cuando su aplicación depende del capricho de unos jueces a menudo plegados al poder coercitivo del Príncipe”. El Príncipe y don Dinero.

Un poco de historia, siquiera apresurada. El 29 de diciembre de 2000, la Sección Séptima de la Audiencia Provincial de Madrid declaró, con todo lujo de detalle, a Alberto Cortina de Alcocer y Alberto de Alcocer Torra, los Albertos, responsables de haber estafado a sus socios en Urbanor, sociedad propietaria de los terrenos de la plaza de Castilla de Madrid donde hoy se alzan las torres KIO, aunque absolvió a los demandados al considerar que el delito había prescrito. El 14 de marzo de 2003, sin embargo, la Sala Segunda del Tribunal Supremo casó esa sentencia ratificando la censura moral de la Audiencia Provincial y condenándoles, además, a penas de tres años y cuatro meses de prisión y 6.000 euros de multa como autores de un delito de estafa y otro de falsedad en documento mercantil, al negar la prescripción de los delitos.