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Estefania Molina

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Caretas fuera: lo de Trump ya está en España

La degradación de la democracia americana no corre el riesgo de llegar a España porque, de hecho, ya está aquí de forma patente

Foto: Un simpatizante de Trump, en las inmediaciones del Capitolio. (Reuters)
Un simpatizante de Trump, en las inmediaciones del Capitolio. (Reuters)
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La degradación de la democracia americana no corre el riesgo de llegar a España porque, de hecho, ya está aquí de forma patente, con la diferencia de que los seguidores trumpistas penetraron en la sede de la soberanía estadounidense, que es el Capitolio, y en España hasta ahora solo el teniente coronel Tejero llegó al interior de las dependencias del Congreso. Sin embargo, la polarización creciente del sistema político español en los últimos años se nutre de la erosión de contrapesos y límites, que solían garantizar la tolerancia entre partidos políticos adversarios y cuya debilidad hace saltar ahora la voz de alarma.

Eso es así porque el asalto al Capitolio no es la causa en sí misma, sino que debe entenderse como la consecuencia del proceso de degradación de la política estadounidense, como se desprende de la obra 'Cómo mueren las democracias' de los autores Levitsky y Ziblatt. La tesis del libro parte de la idea de que la democracia en el siglo XXI no naufraga por un golpe militar de un Ejército que derroca un Gobierno, como era propio del siglo XX. Los autores sostienen que dicha depauperación es progresiva y viene por los pasos que los líderes demagogos van dando contra los valores del sistema: 1) El rechazo (o débil aceptación) de las reglas del juego; 2) Negación de la legitimidad de los adversarios políticos; 3) La tolerancia o fomento de la violencia; 4) El grado de libertad de los medios de comunicación, libertades civiles.

Foto: Trump. (Reuters)

Algunos de esos tics han sido bordeados de forma tenue por Trump, agitando el fantasma del fraude electoral, dudas sobre si aceptaría el resultado, la calificación de 'fake news' a varios medios americanos o la campaña de lo "políticamente correcto". Es decir, inoculando la idea entre la ciudadanía de que había unas supuestas verdades que los medios y los políticos de turno ocultaban, porque un presunto 'establishment' maniobraba en contra de sus intereses y, al parecer, solo Trump estaba allí para defenderlos. Lo último, tardando 30 horas en condenar el ataque al Capitolio, que este viernes el presidente saliente terminó calificando de "atroz" o "anarquía, violencia y caos".

Sin embargo, era de suponer que los ciudadanos que no confiaran en la limpieza de las reglas del juego se lanzaran a la calle. A fin de cuentas, las instituciones vehiculan el conflicto sacándolo de la lógica de tribu humana; y si se quiebra esa confianza institucional, para algunos existirá la tentación de tomarse la ley por su mano.

Ahora bien, España no está para autocomplacencia, toda vez que la polarización cabalga a lomos de una serie de prerrequisitos que ya conviven en nuestro sistema. Para empezar, el constructo amigo-enemigo llegó al Congreso de la mano de Podemos y su relato populista sobre la "casta". Es decir, obviando la concepción del pluralismo político, de las diferencias evidentes en la sociedad y los partidos, en aras de una dicotomía simplista maniquea de buenos y malos. En este caso, la idea de que en política hay unas élites que combatir, vinculadas a su riqueza e influencia –pero todo cambia, parece, cuando es Pablo Iglesias quien accede a un chalé.

Vox se sumó a ese constructo más tarde, acusando de "enemigos de España" a los partidos independentistas. Incuso fue un paso más allá abogando por limitar el número de actores legitimados dentro del sistema político mediante su propuesta de ilegalizar a dichas formaciones –algo ante lo que el Partido Popular votó en contra. La Constitución española no es militante y el Tribunal Supremo ya condenó a los implicados en el 1-O de 2017. Si bien, la idea de que hay partidos más prescindibles que otros no es nueva. Ciudadanos propuso no hace mucho una barrera de voto del 3% que a todas luces eliminaría la entrada de formaciones regionalistas, nacionalistas e independentistas al Congreso.

A la postre, las democracias en que los actores del sistema político no se reconocen entre ellos corren el riesgo de acabar haciendo reglas del juego de parte. Es decir, que saltan por los aires "mecanismos de contención" o los "guardarraíles" de la democracia que citan Levistky y Ziblatt, como expliqué hace unos meses. "Los políticos tienen más probabilidades de contenerse cuando se aceptan como rivales legítimos", afirman los autores.

Lo más pernicioso de toda esa espiral es que acaba bordeando la delicada línea de cuestionamiento de los vencedores. Vox blandió su coletilla del "Gobierno ilegítimo" en 2020 frente al Ejecutivo elegido democráticamente en las urnas de PSOE y Unidas Podemos, aupado por ERC. A su vez, Pablo Iglesias apeló a la "alerta antifascista" cuando las derechas (PP, Ciudadanos y Vox) ganaron las elecciones en Andalucía en 2018, aunque luego terminó retractándose de esa acción. El embrutecimiento del debate público ha pasado estos años incluso por el "jarabe democrático" al que apelaba Podemos, acoso que terminó sufriendo también el vicepresidente del Gobierno en su casa.

Foto: Foto: Reuters. Opinión
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Ese bucle de revanchismo y retroalimentación en nuestro país no solo viene por las ideologías o sus votantes –como se ha creído tradicionalmente. De hecho, estudios recientes en España muestran que son en mayor grado los líderes quienes generan esos sentimientos; y por tanto, con sus acciones o palabras estos pueden acrecentarlos o reducir el fenómeno. Según el profesor Mariano Torcal, en 2019 la media de ciudadanos atribuía la polarización a los votantes de Unidas Podemos (49’8) y Vox (50,2); pero hacia sus líderes, incluso, se experimentaba un crecimiento en la percepción de polarización –53,4 UP y 63,7 Vox, respectivamente.

De ese modo, las nuevas lógicas internas de liderazgo en los partidos también contribuyen a ese entramado. A fin de cuentas, algunos elementos por los que Trump se impuso en un partido como el Republicano –y ahora muchos reniegan de sus acciones– fueron la fuerza de las redes sociales y el incremento de financiación externa de los candidatos desde 2010. En España, los partidos cada vez son más cesaristas, eliminando los contrapesos del viejo aparato orgánico o cediendo todo el poder a la militancia. Ello contribuye a la probabilidad de encumbrar a dirigentes de mayor pureza ideológica, o más demagogos, con mayor margen de maniobra que le otorgan las bases –que difieren mucho del centro del votante medio, según la ley de May.

Si bien, sería cínico suponer que el desgaste del sistema solo ha sido de mano de los nuevos partidos. Los viejos, Partido Popular y PSOE, se han nutrido de la polarización para lograr réditos electorales; tanto Mariano Rajoy en 2016 como Pedro Sánchez en 2019. Asimismo, populares y socialistas tampoco se han esmerado en exceso, más allá de lo establecido en la Constitución, por fortalecer el sistema de contrapoderes en España como en el caso americano, donde un sistema tan descentralizado impide la acumulación de poder en el presidente. La completa despolitización del Consejo General del Poder Judicial es una asignatura pendiente en nuestro país. A la Unión Europea, de hecho, le preocupa la deriva de estados como Hungría o Polonia en su sistema judicial.

La otra gran pata de contrapesos nace del poder legislativo –la crispación acentúa la polarización– y las prácticas de algunos gobiernos. En el Congreso español, la ingobernabilidad arrojada desde 2015 ha promocionado el uso del decreto-ley como herramienta para gobernar desde PP y PSOE. Es decir, reduciendo a ratos el debate de los grupos en el Parlamento sobre algunas cuestiones, convirtiendo la democracia en algo casi binario. El Senado sigue siendo una cámara sin capacidad de imponerse al Congreso en la elaboración de la mayoría de leyes, sin cumplir su función de contrapeso territorial satisfactoriamente.

Todo ello cuando la generación de nuevos votantes –nacidos después de la Transición– ha vivido siempre en democracia, con el riesgo de creer que esta está garantizada. Pero empieza a ser tiempo de darse cuenta de que la democracia es frágil. Precisamente, el drama del siglo XXI es el fenómeno de las identidades, que se abre paso a lomos de la ausencia de racionalidad en la vida pública, excitada por la desigualdad social, el temor a la pérdida de estatus ante las sucesivas crisis económicas, la bronca. Es decir, la adhesión sin fisuras a la acción de ciertos partidos y el jaleo de sus acciones, sin fiscalización ni cuestionamiento alguno, porque la polarización provoca la sensación de que parezca peor lo del otro lado.

Por ejemplo, según la investigadora YouGov, un 45% de los republicanos apoyaba el asalto al Capitolio. Pero acaso se podrá negar en nuestro país que muchas de las prácticas polarizantes no tienen apoyo de sus votantes, o de una serie de ciudadanos, con los elevadísimos niveles de antipolítica y rechazo a los partidos y representantes que se registran. Porque caretas fuera: lo de Trump ya está, aunque a su manera, en España.

La degradación de la democracia americana no corre el riesgo de llegar a España porque, de hecho, ya está aquí de forma patente, con la diferencia de que los seguidores trumpistas penetraron en la sede de la soberanía estadounidense, que es el Capitolio, y en España hasta ahora solo el teniente coronel Tejero llegó al interior de las dependencias del Congreso. Sin embargo, la polarización creciente del sistema político español en los últimos años se nutre de la erosión de contrapesos y límites, que solían garantizar la tolerancia entre partidos políticos adversarios y cuya debilidad hace saltar ahora la voz de alarma.

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