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Falacias y cuentos sobre la reforma de la Constitución
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Estefania Molina

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Falacias y cuentos sobre la reforma de la Constitución

La Carta Magna se ha vuelto el punto medio para no azuzar el enfrentamiento político en un clima tan tenso como el de la polarización actual

Foto: El Congreso durante el Día de la Constitución. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El Congreso durante el Día de la Constitución. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

La reforma constitucional se ha convertido en una especie de mantra populista que la clase política española blande cada 6 de diciembre para arrojarse los trastos a la cabeza, pero que deberíamos cuestionar si sirve para solucionar los problemas más acuciantes de la ciudadanía actual. Pasa que la mayoría de conflictos que espolean hoy el malestar tienen más que ver con los resultados de la política, o con el contexto que nos ha tocado vivir, que con un cambio de la norma suprema. Son ineficacias flagrantes de nuestros líderes para gestionar la economía, la sociedad, los derechos civiles, o de canalizar demandas.

No hay más que salir a la calle y sondear a cualquier ciudadano sobre qué es lo que le hace estar disconforme con la democracia presente. Algunos dirán que estar en paro, otros señalarán la precariedad, ciertas respuestas identificarán el problema con la corrupción, quizás se quejarán del idioma en que escolarizar a sus hijos, y una mayoría dirá que la pandemia o su salud. Es decir, cuestiones tangibles o modificables a través de las políticas públicas o la gestión. Ahora la pregunta de rigor. ¿Acaso una reforma constitucional podría cambiar algo de todo eso?

Nuestros políticos han encontrado una forma de echar balones fuera dirigiendo la atención ciudadana hacia un punto de fuga populista

Se hace evidente así hasta qué punto nuestros políticos han encontrado una forma de echar balones fuera dirigiendo la atención ciudadana hacia un punto de fuga populista, que podrían llamar "la casta" —tal vez equis—, pero que en España tradicionalmente se ha convenido en llamar "reforma constitucional". Esto es, un punto en el horizonte que les ahorre la rendición de cuentas, tapando la cruda realidad que es su responsabilidad solucionar.

El ejemplo más descarado se dio en el desfile por el Congreso del lunes. "Blindar los derechos sociales en la Constitución", clamaban algunos partidos de izquierda sobre el acceso, por ejemplo, a una vivienda digna. He ahí la falacia primera: la vivienda digna ya es un principio rector (art.47) de la política social y económica de nuestra Carta Magna. Ahora bien, por el hecho de estar bajo ese epígrafe, depende de nuestros políticos el dar con la fórmula para unos alquileres más baratos, o que la ciudadanía logre el poder adquisitivo para la compra de un piso.

Foto: Sánchez durante la lectura de un extracto de la Constitución. (EFE/Ballesteros)

Asimismo, cuando se habla de "reforma de la Constitución" se tiende a pensar de forma maximalista, a modo de completa revolución contra el sistema. Algunos imaginan una España que avale la autodeterminación de las pretendidas nacionalidades. Otros sueñan con el advenimiento de la Tercera República. Un tercer grupo cree que podrán borrar de un plumazo el mapa de las comunidades autónomas y acabar con las tensiones territoriales… Pinta y colorea el país que quieres en el juego de la reforma constitucional. Pero ¿verdaderamente yacería ahí la satisfacción definitiva con el sistema actual?

Es la segunda falacia. Dado que solo podemos imaginar un escenario que no hemos vivido, la reforma constitucional se acaba volviendo un significante vacío, más idealizado que realista. Cada uno meterá en ese cajón de sastre lo que buenamente crea, a modo de noción adanista. Se parte de la esperanza de refundar un nuevo país donde todos seremos más felices, y ya no existirá conflicto político entre grupos sociales antagonistas.

Ahora bien, para cualquier cambio sistémico ambicioso, que fuera capaz de modificar los pilares del Estado, haría falta el procedimiento agravado de nuestra Carta Magna. Ello es impensable en la España de hoy, con una política de bloques perfectamente asentada donde ni izquierda ni derecha gozan de semejante mayoría para imponer su modelo. Por tanto, un solo partido del otro bloque podría ejercer en cualquier momento de actor de veto de cualquier transformación de amplio calado.

Foto: Celebración del Día de la Constitución en el Congreso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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Ello no quiere decir que la Constitución deba ser inmovilista, o que no haya elementos mejorables o de razonable discusión. Por ejemplo, la eliminación del término "disminuido" para ser más respetuoso con las personas que padecen discapacidad; el debate de la supresión de los aforamientos de los políticos; el cuestionamiento a la inviolabilidad de la figura del jefe del Estado; o incluso, cualquier elemento maximalista territorial o de modelo de Estado. La cuestión es evitar la demagogia que tanto abunda en la actualidad.

Así se llega a una cuarta falacia. Se dice poco que la Constitución española es el resultado de lo que se ha querido que fuera desde la propia clase política. Un ejemplo muy significativo es el territorial. Existe consenso entre los juristas sobre que nuestro texto constitucional es amplio en materia de derechos y libertades, pese a que consagra la "indisoluble unidad de la Nación", o la imposibilidad de federar comunidades. Sin embargo, parte del cuerpo de constitucionalidad sobre el tema territorial no está íntegramente redactado en su texto, sino que parte de la doctrina del Tribunal Constitucional.

Cabe recordar que la derecha ha sido un agente claro a la hora de cerrar y acotar ese modelo en al menos dos momentos clave. El primero, con la impugnación del Estatut catalán tras la extensión del modelo autonómico del café para todos. Lo mismo con las múltiples sentencias en las que se hubo de pronunciar el TC durante los meses más álgidos del 'procés' catalán.

El modelo constitucional en España nunca estuvo más impugnado que en la actualidad por una amplísima variedad de partidos

Pese a todo, la realidad es que el modelo constitucional en España nunca estuvo más impugnado que en la actualidad por una amplísima variedad de partidos. Más de 2/3 del Congreso está integrado por formaciones que, de una forma u otra, quieren su reforma. El PSOE, profundizar en el Estado federal; Vox, acabar con el Estado autonómico, el independentismo vasco y catalán, su referéndum; Unidas Podemos, el fin de la Monarquía; Ciudadanos en su momento defendió el fin de los aforamientos…

Sin embargo, los intereses son tan antagónicos que se acaba imponiendo el 'statu quo'. De hecho, voces transversales recelarían incluso de una reforma que hubiera de ser sometida a referéndum, por el temor a que fuera tumbada en Cataluña, o Euskadi, avivando las ansias rupturistas.

A la sazón, la Carta Magna se ha vuelto el punto medio para no azuzar el enfrentamiento político en un clima tan tenso como el de la polarización actual, pese a que su orientación no sea neutra. De hecho, los padres de la Constitución que desfilaron por el Congreso en las ponencias de la Comisión de Evaluación Territorial de 2018, consideraron que no era momento de una reforma cuando había tanta "ira en la sociedad". Se referían al 'procés', pero acaso no sigue existiendo ira en el parlamento español actual, de muy distinto pelaje, signo, o color.

La reforma constitucional se ha convertido en una especie de mantra populista que la clase política española blande cada 6 de diciembre para arrojarse los trastos a la cabeza, pero que deberíamos cuestionar si sirve para solucionar los problemas más acuciantes de la ciudadanía actual. Pasa que la mayoría de conflictos que espolean hoy el malestar tienen más que ver con los resultados de la política, o con el contexto que nos ha tocado vivir, que con un cambio de la norma suprema. Son ineficacias flagrantes de nuestros líderes para gestionar la economía, la sociedad, los derechos civiles, o de canalizar demandas.

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