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El independentismo ha salvado los muebles
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Joan Tapia

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El independentismo ha salvado los muebles

Pese al desencanto, la ANC movilizó a "muchísima gente" (aunque menos que otros años), lo que ha dado oxígeno a un Gobierno con muchos problemas

Foto: Un momento de la manifestación a favor de la independencia en Cataluña con motivo de la Diada. (EFE)
Un momento de la manifestación a favor de la independencia en Cataluña con motivo de la Diada. (EFE)

Las grandes manifestaciones catalanistas de la transición —en las que la demanda de un Estatut de Autonomía y del retorno del presidente republicano Josep Tarradellas eran dominantes— quedan ya muy lejos. Con la normalización democrática y estatutaria, el 11-S se había desdoblado en dos realidades. Por una parte, la Generalitat celebraba actos oficiales, a los que Pasqual Maragall intentó insuflar más vigor. Por la otra, grupos radicales increpaban a las autoridades de la Generalitat a primera hora de la mañana cuando iban a depositar flores al monumento a Rafael de Casanovas (el defensor de Barcelona en 1714), acusándolas de 'botiflers' (catalanes vendidos a España). Por la tarde, varios grupos radicales convocaban varias manifestaciones, normalmente con poca concurrencia, que acababan —eso sí— con algún enfrentamiento con los Mossos.

La sentencia del Estatut fue un revulsivo. La protesta en contra a principios del verano de 2010 fue la manifestación más numerosa que se había visto en mucho tiempo y se caracterizó por una gran radicalidad (el mismo 'president' Montilla fue acorralado por un grupo radical y tuvo que refugiarse en un portal). Y el 11 de setiembre de 2012 —después de que Artur Mas ganara las elecciones catalanas a finales de 2010 y rompiera más de un año después con el PP— la manifestación convocada por entidades de la sociedad civil como la ANC y Òmnium, secundada por un gran arco de partidos catalanistas e independentistas, con CDC y ERC al frente y con TV3 como propagandista entusiasta, tuvo un carácter todavía más masivo que la protesta contra el Estatut, pero con un carácter más alegre y descaradamente independentista, que había sustituido a la protesta reactiva y algo rabiosa de 2010. La presencia de mujeres jóvenes de clase media, con ropa de marca, así como de niños no uniformados pero sí con la bandera estelada, indicó el cambio de clima. No hubo ni un incidente, y solo el grito de “independencia”, coreado con más entusiasmo que agresividad presidió una jornada —ciertamente histórica— en la que Barcelona fue invadida por muchos autobuses de la Cataluña interior.

Foto: Diada de 2015. (EFE)
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Aquel día —hace ya cuatro años— se produjo un clic y desde entonces el 11-S de cada año ha marcado la política catalana (y la española). Aquel mismo 2012, Artur Mas, que tenía 62 diputados, disolvió el Parlament y convocó elecciones anticipadas buscando los 68 escaños de la mayoría absoluta. Pero no solo no los logró sino que bajó 12 diputados, de lo que 11 fueron a ERC. El nacionalismo se había radicalizado, y ERC —el viejo partido al que CiU tanto había atacado por su colaboración en el tripartito (la bestia negra de la derecha catalana y española de 2003 a 2010) con el PSC—, con un dirigente, Oriol Junqueras, entonces casi desconocido pero que se ha demostrado un hábil y astuto, resucitó. Para seguir en el poder —sin 'inflexionar' su discurso—, Mas hizo un pacto de legislatura con ERC que le dejaba gobernar en solitario pero que le comprometía a celebrar un referéndum en 2014, a los 300 años de la derrota de 1714. Al final, fue el 'proceso participativo' del 9-N de aquel año. La radicalización nacionalista había pasado de la calle a las instituciones de la autonomía.

Y luego, desde 2013 hasta 2015, las manifestaciones del 11-S han tenido el mismo carácter festivo e independentista. De apoyo masivo intergeneracional e interclasista a lo que ya se empezó a conocer como el 'procés'. En muchos ambientes, los que no iban a la manifestación —porque no estaban de acuerdo o por otro motivo— intentaban ser discretos. A nadie le gusta contrariar un sentimiento que se dice mayoritario y tiene muchos adeptos, y todavía menos ser considerado un 'botifler' o un 'mal catalán', los calificativos con los que en los medios cercanos a Jordi Pujol ya se descalificaba desde hacía tiempo a sus enemigos políticos, entonces básicamente el PSC, al que recriminaba su pacto —definido como de obediencia— con el PSOE.

Por quinto año, cientos de miles de catalanes se manifiestan pidiendo la independencia. Incluso la líder catalana de Ciudadanos, Inés Arrimadas, afirma que solo la aplicación de la ley no es la solución

Y así llegamos al 11-S de 2015, hace un año. La movilización catalanista ya bajó algo por las trifulcas que había habido entre CDC y ERC para acordar la lista conjunta del independentismo —finalmente, Junts el Sí— que Artur Mas deseaba para asegurarse la victoria y la presidencia de la Generalitat. Junqueras era reticente, pero al final cedió presionado por CDC y la propia ANC, que creía en el efecto multiplicador de la unidad.

Pero pese a las luchas intestinas anteriores, se despertó el independentismo y autogeneró una ola de esperanza y entusiasmo. Las elecciones tenían carácter plebiscitario, estaban convocadas 15 días después, y la inmensa mayoría de los manifestantes confiaban en una gran victoria de Junts Pel Sí. Mas había dicho que la mayoría absoluta no era suficiente, que era necesaria una mayoría “excepcional”.

Este año las cosas eran muy diferentes. Al entusiasmo y la esperanza —en 2015, el 'agit-prop' independentista decía que la independencia ya se tocaba con los dedos— les había sustituido una mezcla de cansancio, desencanto e incluso descreimiento. No había para menos, ya que el Gobierno que tenía que llevar a Cataluña al borde de la independencia no había conseguido aprobar ni el Presupuesto de la autonomía. Y por el camino se había cargado a Artur Mas, el líder del independentismo centrista de clase media, lo que indudablemente no gustó nada a esas clases medias —tan catalanistas como moderadas y de orden— que en 2012, tras la sentencia del Estatut y la radicalización de Mas después de su choque con Rajoy por el no al pacto fiscal, asumieron el independentismo y decidieron colocar a sus hijos la camiseta de la ANC como si fuera la de un colegio concertado.

La causa principal del desencanto independentista era el fracaso del Gobierno que, salvo declaraciones subidas de tono, roces internos por el liderazgo futuro de Cataluña, réplicas a Madrid y peleas más con la CUP, hizo muy poca cosa. Y el Gobierno no ha podido gobernar porque —contrariamente a lo que dijeron tras el 27-S de hace un año— Junts Pel Sí no tuvo ni mayoría absoluta ni excepcional en aquellas elecciones. JxS sacó 62 diputados, nueve menos de los que tenían antes CiU y ERC por separado. Para conservar la perdida mayoría absoluta necesitaban —y obtuvieron a precio alto— el apoyo de la CUP, que no es solo un grupo asambleario y anticapitalista sino que quiere salirse de España y de la Unión Europea. ¿Pueden gobernar los que quieren que Cataluña sea un Estado soberano de la UE con los que quieren irse de la Europa prisionera del capitalismo? Este año se ha visto que no, que necesitan todo el tiempo para recoser la alianza.

El Gobierno Puigdemont, tocado por la falta de una mayoría coherente y por los conflictos con la CUP, ha recibido un apoyo que le ayuda en un momento difícil

Además, romper un Estado de la UE no es nada fácil. El apoyo del 51% es la condición necesaria pero no suficiente para que alguien serio te escuche. Y el independentismo —contando con la CUP— se había quedado en el 47,8%. Mucha gente, pero un porcentaje que en un referéndum es una honrosa derrota.

La gran incógnita era si este año el apoyo de la gente en la calle el 11-S se mantendría. Si la manifestación hubiera sido un fracaso, el Gobierno Puigdemont —que tiene por delante una impracticable y además discutida hoja de ruta— habría naufragado. Pero no ha sido así. Ha habido menos gente. Antes la ANC y Òmnium presumían de cifras por encima del millón, de hasta dos millones, y ahora hablan de algo más de 800.000. Es bastante menos pero, como decía ayer Miquel Roca —que fue el segundo de Pujol en CDC y que es escéptico ante el rumbo de su partido— en su columna de 'La Vanguardia', es “mucha gente”. Aunque fueran 400.000 o 500.000 —hay cálculos que apuntan a esas cifras—, seguirían siendo mucha gente.

Dice Roca Junyent: “Muchísima gente. ¿Mas o menos que el año pasado? Es igual, muchísima gente. Con sentimientos parecidos y —quizás— propósitos diferentes pero con una base de cohesión coincidente que sería un error —un grave error— negligir una vez más”. Y el hoy abogado de Cristina de Borbón concluye: “Toda esta gente merece ser escuchada, respetada y atendida. No volver a hacerlo solo sirve para fortalecer las convicciones que animan a la movilización”.

Tiene razón. El éxito del domingo da oxígeno a Junts Pel Sí y al nuevo 'president', Carles Puigdemont —al mismo tiempo más independentista y más pragmático que Artur Mas, porque no viene de una escuela de élite sino del comercio de pueblo—, para intentar seguir gobernando los próximos meses. Y la razón del éxito de la manifestación no es solo la fe independentista —que también— sino la falta de cualquier gesto inteligente por parte del Gobierno de Madrid.

La gran responsabilidad de lo que pasa es de un Gobierno que cinco años después de su ascenso al poder no ha sabido hacer ningún gesto conciliador a una Cataluña que demanda un mayor autogobierno

Una movilización de más de medio millón de personas (sobre una población de siete) durante cuatro años seguidos debía haber originado algún intento de aproximación. El gran error de Rajoy no es la irresponsable campaña contra el Estatut —comprensible desde el punto de vista cínico de la 'realpolitik' cuando se está en la oposición y el único objetivo era derribar a Zapatero— sino no haberse acordado de que existe —o existía— un producto que ayudaba a cicatrizar las heridas llamado mercromina. En estos cinco años, Rajoy no solo no ha propuesto nada para satisfacer el deseo de más autogobierno de los catalanes —una reivindicación que, según las encuestas, tiene un apoyo del orden del 70%— sino que no ha mostrado ni la más mínima sensibilidad. Rajoy, al que tanto molesta el “no es no” de Pedro Sánchez, lleva no varios meses sino varios años contestando a Cataluña con esas mismas tres palabras.

Es por esto que el independentismo, pese a que el objetivo es absurdo con el apoyo de solo el 47,8% en unas elecciones convocadas como un plebiscito, pese a que es casi imposible en el marco de la UE, y pese a todos sus errores en el último año, ha vuelto a conseguir una importante movilización. Enfrente solo hay un partido y un señor que desde Madrid dicen que “no es no” y en Cataluña tres partidos diferentes que no logran un acuerdo de mínimos para presentar una alternativa creíble a base de un incremento del autogobierno y que sea atractiva para la mayoría de la población catalana.

Podemos y los seguidores de Ada Colau dicen —al menos Pablo Iglesias— que no quieren que Cataluña se vaya de España, pero exigen un referéndum de autodeterminación y no aclaran cuál sería su voto. Quizá porque dentro de En Comú Podem hay partidarios de la independencia, la confederación y la federación, y claro, pedir un referéndum es una forma de no definirse. Pero Colau no dudó el domingo en sumarse a la manifestación independentista. Cree que unirse sin confundirse con la movilización independentista la beneficia más electoralmente que quedarse al margen.

Que Margallo, uno de los ministros más cultivados, diga que la independencia de Cataluña sería un problema más grave que el terrorismo, indica una total falta de sentido común

Por su parte, el PSC de Miquel Iceta —y Pedro Sánchez en Madrid— sostiene con razón que una reforma de la Constitución en sentido federal es una de las pocas posibilidades de dar satisfacción al deseo de autogobierno de Cataluña. Pero hay un problema de credibilidad por tres razones. Otros dirigentes socialistas españoles se expresan de forma confusa y a veces agresiva respecto a una mayor autonomía catalana. Ignorando que eso ya se da en Euskadi y que el PNV y el PSOE son enemigos que colaboran más días que los que se pelean. También hay la sensación de que el Gobierno Zapatero defendió el Estatut ante el Constitucional con mejor convicción o profesionalidad que el PP. Finalmente —y quizás la principal razón— porque no es Sánchez sino Rajoy el que manda en España.

Por último, Ciudadanos tiene una actitud oscilante. Inés Arrimadas, la líder de la oposición catalana, admitió el lunes en Barcelona en una conferencia de Nueva Economía Fórum que en la manifestación había mucha gente, casi en los mismos términos que Miquel Roca, y añadió —con acierto— que estamos ante un problema político relevante y que contestar solo con la aplicación de la ley no es la solución. Pero otros dirigentes de Ciudadanos expresan a veces reticencias hacia las demandas de más autogobierno. ¿Son prisioneros de que su origen es una reacción contraria simultánea al maragallismo y al pujolismo?

Pero la responsabilidad principal es del Gobierno. Que el ministro de Exteriores, el señor García-Margallo, un diplomático cualificado, no deje de hablar —dentro y fuera de España— de la independencia de Cataluña, es curioso y seguramente bastante desafortunado. Pero recientes afirmaciones del ministro, quizás uno de los más cultivados, indican que el Gobierno mete la pata con persistencia y que es casi un imposible filosófico que con esa actitud se pueda avanzar algo.

Afirmar que el gran problema de España no es la crisis económica porque las crisis se superan, ni tampoco el terrorismo porque es algo a lo que se vence, sino la independencia de Cataluña porque sería algo irreparable, indica que tras más de cinco años en el poder, el Gobierno del PP no ha entendido nada. Dicho por un catedrático con ganas de aplausos en la capital no tendría excesiva importancia, pero que un ministro relevante diga en vísperas de una gran manifestación algo que se parece mucho a equiparar el independentismo pacífico al terrorismo, raya en la irresponsabilidad. Es seguir la senda del ministro Wert que, pocas horas después de que Artur Mas perdiera 12 diputados y quedara descolocado, dijo a finales de 2012 que “había que españolizar a los niños catalanes”. En Cataluña sonó a aquello tan antiguo de “cristianizar a los negritos”. Inmediatamente, la 'consellera' de Educación de Mas, Irene Rigau, exprimió con inteligencia la frase de Wert y ayudó a reanimar las alicaídas filas convergentes.

Si aquel día del otoño de 2012 Mariano Rajoy hubiera cesado al ministro Wert, hoy su prestigio en Cataluña sería superior. No lo hizo, no ha hecho nada desde entonces, y el domingo más de medio millón de catalanes dieron oxígeno a un Gobierno catalán que está casi contra las cuerdas y que no sabe bien cómo va a sobrevivir los próximos meses.

Las grandes manifestaciones catalanistas de la transición —en las que la demanda de un Estatut de Autonomía y del retorno del presidente republicano Josep Tarradellas eran dominantes— quedan ya muy lejos. Con la normalización democrática y estatutaria, el 11-S se había desdoblado en dos realidades. Por una parte, la Generalitat celebraba actos oficiales, a los que Pasqual Maragall intentó insuflar más vigor. Por la otra, grupos radicales increpaban a las autoridades de la Generalitat a primera hora de la mañana cuando iban a depositar flores al monumento a Rafael de Casanovas (el defensor de Barcelona en 1714), acusándolas de 'botiflers' (catalanes vendidos a España). Por la tarde, varios grupos radicales convocaban varias manifestaciones, normalmente con poca concurrencia, que acababan —eso sí— con algún enfrentamiento con los Mossos.

Carles Puigdemont Artur Mas Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) PSC Jordi Pujol