Confidencias Catalanas
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Puigdemont quema las naves
Ayer fue un día triste. Un Gobierno catalán, que tuvo el 47,8% de los votos, se atribuyó un “mandato democrático” del pueblo para proclamar una ley para celebrar un referéndum
Ayer fue un día triste. En el Teatre Nacional de Catalunya (TNC), un Gobierno democrático catalán, sustentado por 71 o 72 diputados (sobre 135), que tuvo el 47,8% de los votos en las elecciones plebiscitarias de 2015, se atribuyó un “mandato democrático” del pueblo catalán para proclamar (sin presentarla en debida forma) una ley para celebrar un referéndum unilateral e ilegal el próximo 1 de octubre.
Fue triste porque indica que la mayoría parlamentaria independentista, pese a sus muchas divisiones y a que 10 diputados de ella no quieren marcharse de España sino también de Europa, tiene como única prioridad romper la Constitución del 78 que tuvo dos ponentes catalanes (Miquel Roca i Junyent y Jordi Solé Tura), que logró una mayor participación en Cataluña que en el resto de España y que es la ley fundamental contemporánea que más años ha estado vigente y más libertades y progreso económico y social ha permitido.
No toda la culpa del desastre es de los independentistas catalanes, porque es evidente que la derecha española cometió una grave imprudencia temeraria con su campaña incívica contra el Estatut de 2006, exigiendo algo claramente ilegal como un referéndum en toda España, y presentando luego un recurso masivo ante el Constitucional contra una norma que ya habían aprobado el Congreso y el Senado español y que además había sido votada en referéndum en Cataluña. Y si se llegó al referéndum sin recurso previo ante el Constitucional no fue por voluntad catalana, sino porque la pésima relación entre el PP y el PSOE (dos partidos españoles) se había cargado muchos años antes el recurso previo de inconstitucionalidad.
La imprudencia temeraria de la derecha española invalidó un Estatut que decía que Cataluña se sentía una nación dentro de España
Además, aquel Estatut —todo lo discutible que se quiera— decía que Cataluña se sentía una nación dentro de España y cualquier ley que lo quisiera desarrollar quedaba a merced de lo que decidiera un Tribunal Constitucional en el que —por razones obvias— el nacionalismo catalán nunca tendría demasiada influencia. Imprudencia temeraria es lo mínimo que se puede decir.
Pero estamos en 2017. Las culpas del pasado son muchas y sería bueno reconocerlo porque quizá sirviera para aminorar los riesgos de la etapa en la que entramos. Pero lo que Marta Rovira, la secretaria general de ERC y del grupo parlamentario de Junts Pel Sí, presentó como una ruptura del pacto constitucional del 78 no es —contra lo que el independentismo sostiene— un motivo legítimo para un referéndum unilateral de autodeterminación. Tampoco lo son el derecho internacional, el reconocimiento de las Naciones Unidas del derecho de autodeterminación (para las colonias) y la Declaración de Derechos del Hombre de 1948. No hay base legal para convocar un referéndum unilateral de autodeterminación y el independentismo y el Gobierno catalán se equivocan al pretender ignorar la Constitución.
El día antes de la proclamación solemne de la ley del referéndum, un 'conseller' independentista fue cesado por afirmar que no se podía celebrar
El martes, un 'conseller' independentista, que fue además uno de los hombres de confianza de Artur Mas, Jordi Baiget, dijo en unas sensatas declaraciones a 'El Punt Avui', un diario ligado al nacionalismo, que el referéndum tal como estaba planteado no se iba a poder celebrar. Pero Puigdemont, que ha apostado por el choque de trenes convencido —lo dijo ayer— de que el 1 de octubre un tren —el de España— quedará en vía muerta, no le hizo ningún caso. Solo lo cesó. Pese a que Baiget expresó en voz alta lo que piensan varios consejeros, quizá la mayoría, de la antigua CDC. Alguien ha escrito que ayer el tren independentista hizo solo una última parada, para que se apeara un descreído, antes de reemprender la marcha, esta vez ya definitiva.
Pero no nos equivoquemos. El tren todavía no ha arrancado. Lo que hay es mucha gesticulación y abundantes actos de precalentamiento en la estación de salida porque el texto de la ley de referéndum —o de autodeterminación, como prefiere llamarla la CUP— todavía se mantiene secreto, aunque se citan algunos artículos. Y el tren independentista retrasa no el arranque pero sí la puesta en marcha para sortear al Constitucional, que solo puede dictaminar sobre textos, no sobre palabras. Pero después de lo de ayer ya no hay duda. El tren independentista se pondrá en marcha porque, caso contrario, su ridículo sería mortal.
La ley viola no solo la Constitución sino también el Estatut, al no tener en cuenta la exigencia para muchos asuntos de la mayoría de dos tercios
No es necesario entrar en detalles sobre la inconstitucionalidad de la ley, anunciada pero no presentada. Hay inexistencia de base legal, hay vulneración de la Constitución y del propio Estatut —sí, el que el Constitucional corrigió—, que por ejemplo requiere mayoría de dos tercios para una ley electoral y ahora se pretende crear una nueva Sindicatura Electoral (equivalente a la Junta Electoral) con solo 71 o 72 votos (no sabemos lo que hará el 'exconseller' Germà Gordó) sobre 135.
El de ayer fue un acto triste porque, pase lo que pase, la conllevancia entre Cataluña y España que Ortega y Gasset —que no simpatizaba con el nacionalismo catalán— dijo que era a lo que se podía aspirar será todavía más difícil después del choque de trenes. Porque el choque entre el independentismo y el Gobierno catalán, que quieren hacer un referéndum unilateral, y el Gobierno de España, que, amparado en la Constitución, lo intentará evitar, entre otras cosas para no quedar desautorizado, será inevitable.
Por eso el acto de ayer fue triste. Anunció una mala hora para Cataluña y para España. Y en mi opinión —siempre subjetiva— fue además deslucido. Marta Rovira, con voz de institutriz sabelotodo, estuvo algo gritona. Jordi Turull quiso levantar complicidades, al menos en la pequeña pantalla, sin éxito. Y Oriol Junqueras no tuvo, ni de lejos, su mejor día.
Solo al final un convencido y algo emocionado Puigdemont le insufló un poco de calor cuando, tras hacerse el abogado de los catalanes que votarán no —porque a ellos Rajoy tampoco les quiere dejar votar—, afirmó que el inmovilismo no es la solución, que el voto de la gente es lo que cuenta y que la democracia es decidir. Tras cantar el siempre emotivo 'Els Segadors', el público puesto en pie repitió en voz alta varias veces: “Votarem”. Olvidando que desde 1980 los catalanes han votado cada cuatro años en elecciones catalanas y legislativas y que —nunca, nunca— el independentismo ha alcanzado el 50,01% de los votos.
¡Cuánta falta de 'seny'! ¡Y qué fracaso el de los partidos españoles —alguno obsesionado con “españolizar” a los niños catalanes— que no han sabido comunicar nada! No pretendo la equidistancia sino subrayar que del desastre que ya estamos viviendo —ayer asistimos a un momento destacado— hay demasiados responsables.
Ayer fue un día triste. En el Teatre Nacional de Catalunya (TNC), un Gobierno democrático catalán, sustentado por 71 o 72 diputados (sobre 135), que tuvo el 47,8% de los votos en las elecciones plebiscitarias de 2015, se atribuyó un “mandato democrático” del pueblo catalán para proclamar (sin presentarla en debida forma) una ley para celebrar un referéndum unilateral e ilegal el próximo 1 de octubre.