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Imperativo catalán: mayorías de gobierno
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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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Imperativo catalán: mayorías de gobierno

Sería absurdo que el Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat siguieran con gobiernos débiles y minoritarios

Foto: Felipe VI (i) habla con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (c), y el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, a su llegada a la basílica de la Sagrada Familia. (EFE)
Felipe VI (i) habla con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (c), y el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, a su llegada a la basílica de la Sagrada Familia. (EFE)

¿Cómo van a reaccionar Barcelona y Cataluña al grave desafío del atentado del terrorismo islámico del pasado jueves? Lo primero a tener en cuenta es que el turismo —no solo el vacacional— representa casi el 15% del PIB de la ciudad. Y que el prestigio de la marca Barcelona se construyó en gran parte a través de los JJOO del 92 y de su más reciente designación como capital mundial del móvil. Ambos logros se basaron en la entente —por supuesto, no exenta de tensiones de letra pequeña— entre el Estado, la Generalitat y el ayuntamiento de la ciudad. Y Cataluña, país pequeño, depende mucho del tirón de Barcelona.

Es pronto para saber las consecuencias que el atentado tendrá para el turismo y la economía, pero una ciudad tan emblemática como París sufrió un duro golpe. Por el momento, hay datos alentadores. Uno es que se ha confirmado el Congreso Mundial de Cardiología, que acostumbra a reunir a unos 30.000 especialistas, previsto para el próximo fin de semana. Otro, que la imagen de París los días siguientes a los atentados quedó marcada por las fuerzas de seguridad patrullando por los Campos Elíseos, mientras que en Barcelona las Ramblas han vuelto a ser ocupadas por ciudadanos y turistas con total normalidad. Un tercero, que contrasta favorablemente con lo que pasó en Madrid en 2004, es la unidad en la repulsa al terrorismo. Tanto de la monarquía —aplicada la presencia de los Reyes— como del Gobierno del Estado con Mariano Rajoy al frente, de Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, y de Ada Colau, la alcaldesa de la ciudad.

La rápida y profesional actuación de la policía catalana ha contribuido a la recuperación de la normalidad ciudadana

A ello debe haber contribuido también la suerte —el atentando fue al final mucho menos grave que el que se pergeñaba— y a la rapidez y profesionalidad notable (pese a algunos improperios) de la policía catalana. Falta ahora la manifestación del sábado, sobre la que lo más preocupante han sido los graves reparos para asistir de la CUP, 10 diputados sobre 135.

Pero más allá de la imprescindible unidad en la repulsa al terrorismo y de la civilizada reacción ciudadana, Barcelona y Cataluña deben plantearse cómo actuar con inteligencia y eficacia ante el complicado reto de futuro. La ciudad debe hacer todo para salvar su marca y que el borrón del atentado no se vea incrementado por otro tipo de conflictos, como los recientes actos de protesta radical contra el turismo. Una actividad que es preciso ordenar —como el tráfico o la industria—, pero también cuidar. E incluso mimar.

Seamos realistas, la unidad total es imposible salvo en momentos excepcionales, y ya la rompió —aunque finalmente ha rectificado— la CUP al oponerse a la manifestación unitaria del sábado en una actitud que Puigdemont calificó de equivocada. Pero es indudable que la unión hace la fuerza. Si la unidad total es quimérica, es evidente que la existencia de gobiernos minoritarios —y como consecuencia débiles— tanto en Barcelona como en Cataluña no es lo más conveniente.

En Barcelona (41 concejales) gobierna una coalición minoritaria de los comunes de Colau (11 concejales, que a veces consideran al resto representantes de intereses sospechosos) y los socialistas del PSC encabezados por Jaume Collboni (cuatro concejales). Si una coalición de 15 concejales en un ayuntamiento de 41 ya es poco recomendable en circunstancias normales, sería muy poco responsable no reconsiderarla en este momento. Barcelona necesita un Gobierno mayoritario —y por lo tanto fuerte— con un programa realista ante el nuevo reto. La fórmula más clara podría ser la incorporación del grupo municipal del PDeCAT, que tiene 10 concejales.

Las respuestas prácticas de comunes y convergentes para el ayuntamiento pueden estar menos alejadas que sus discursos ideológicos

No hay duda de que un Gobierno de 25 concejales (sobre 41) sería mucho más fuerte, aunque tampoco es la única posibilidad de ampliar la mayoría. La mayor dificultad es que esta coalición entre comunes, socialistas y convergentes obliga a moderar los discursos y, más aún, los instintos básicos —algo exclusivistas— de comunes y convergentes (que tienden a ver en el otro al enemigo).

Pero más allá de la propaganda y del lógico amor propio de los partidos están el interés de Barcelona y la realidad de que los ciudadanos han votado un ayuntamiento muy plural en el que están representados siete partidos. Con esta realidad hay que trabajar, y tampoco veo tan imposible un programa realista, que se pueda aplicar, entre comunes, socialistas y convergentes, centrado en algunos puntos fundamentales: reforzamiento de la seguridad sin perder el carácter de ciudad abierta, programas de lucha contra la pobreza, de integración social y atención a los inmigrantes, y reordenación pragmática (más allá de las polémicas recientes) del turismo teniendo en cuenta todos los intereses. Estos son los grandes retos de Barcelona a corto y medio plazo y un Gobierno mayoritario podría encararlos mejor que el minoritario actual. Y el acuerdo es posible porque los tres grupos ya tienen experiencia de gobierno (los comunes más reciente) y saben de la verdad del refrán castellano que dice que del dicho al hecho, hay mucho trecho.

¿Sería visto por los electores respectivos como una traición? Ada Colau hizo campaña casi demonizando el modelo del PSC y ahora la cooperación entre los dos grupos está siendo relativamente satisfactoria. Y no veo por qué tendría que ser muy diferente —en el ámbito práctico, no en el ideológico— con el grupo municipal de Xavier Trias, un político caracterizado por su pragmatismo. Claro, lo más fácil es excitar los prejuicios de la “honesta clase media” contra los “manteros y otros que viven de la sopa boba”. O de “los siempre explotados” contra los “avariciosos burgueses que viven en el lujo de la Bonanova”. Pero dudo que esta caricatura —no exenta de una parte de verdad— sea lo que más deseen oír ahora el tradicional electorado convergente y el que votó a Colau.

Si el conveniente Gobierno mayoritario en el ayuntamiento será difícil, mucho más complicada es la problemática de la Generalitat. Por muchas causas y en especial por todo lo sucedido tras la sentencia del Constitucional sobre el Estatut de Cataluña, dictada en 2010 con cuatro años de retraso.

Pero la urgencia no es menor. La realidad es que el Gobierno Puigdemont solo tiene el apoyo real de 62 diputados (sobre 135) y está en minoría. Es cierto que llega a los 72 diputados (cuatro más que la mayoría absoluta) con el apoyo de la CUP. Pero como se ha visto estos días, esta mayoría es muy tambaleante y solo se basa en el designio independentista a corto. Y este intento es lo que menos conviene a Cataluña en estos momentos, porque divide a la sociedad cuando el consenso y la coherencia son más imprescindibles que nunca. La última encuesta del CEO (muy similar a un CIS catalán), no de un diario 'españolista' o partidario de la tercera vía, dice que el 49% de los catalanes (contra el 41%) no desea la separación de Cataluña del resto de España.

Sería muy conveniente que el atentado sirviera para que tanto el independentismo como el PP rebajaran sus líneas rojas

En este momento y en estas condiciones, ¿es lo más inteligente abrir un divorcio, de resultados y consecuencias inciertas e imprevisibles, entre una Cataluña 'españolista' y otra 'separatista'? ¿Y de afrontar un contencioso con España y la Unión Europea?

Sería un desatino. Cataluña necesita un Gobierno mayoritario y transversal pero, eso sí, capaz de pactar un programa razonable, aunque sea por un periodo limitado. Pero eso será imposible si Madrid y Barcelona no eliminan previamente sus líneas rojas.

Junqueras y Puigdemont (por este orden) deberían reconocer que hoy por hoy la separación es imposible e inconveniente. Será difícil que lo reconozcan los dos juntos, y costaría más hacérselo comprender a su electorado, al que —como Pablo Iglesias al suyo— prometieron “tomar el cielo por asalto”. Además, esto es implanteable si un minuto antes Rajoy no abandona su concepto de la Constitución como un bolardo. La Constitución existe y no se puede burlar o ignorar como —con bastante poca inteligencia— presume de que podrá hacer el independentismo. Pero no es un texto sagrado y en todo caso es susceptible, como enseñó Lutero hace 500 años, de libre examen. La Constitución es un pacto político solemne —al que, por cierto, en referéndum el electorado catalán apoyó más que el del resto de España—, pero se puede enmendar. Como los americanos han hecho con su Constitución, que es la más antigua del mundo.

Rajoy tiene ahí en la reserva —en el Consejo de Estado— a Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, que no es un rojo separatista, para trabajar el tema.

Con toda sinceridad, tengo muy poca confianza en que Junqueras y Puigdemont —víctimas de la aventura emprendida por Artur Mas y de la competencia, al estilo del capitalismo más salvaje, entre ERC y el PDeCAT— vayan a hacer ni un alto en el camino. Y la misma (pero tampoco menos) en que el PP, más allá de los escarceos de la vicepresidenta Soraya, vaya a acudir a la consulta médica de Herrero de Miñón. Pero quizá sí que Ada Colau, Xavier Trias y Jaume Collboni —más pegados al terreno— puedan tomar conciencia de que Barcelona no puede jugar ni con su bienestar ni con su futuro. Y si en el ayuntamiento impera la sensatez…

¿Cómo van a reaccionar Barcelona y Cataluña al grave desafío del atentado del terrorismo islámico del pasado jueves? Lo primero a tener en cuenta es que el turismo —no solo el vacacional— representa casi el 15% del PIB de la ciudad. Y que el prestigio de la marca Barcelona se construyó en gran parte a través de los JJOO del 92 y de su más reciente designación como capital mundial del móvil. Ambos logros se basaron en la entente —por supuesto, no exenta de tensiones de letra pequeña— entre el Estado, la Generalitat y el ayuntamiento de la ciudad. Y Cataluña, país pequeño, depende mucho del tirón de Barcelona.

Barcelona Atentado Cambrils