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La foto del cisma
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Joan Tapia

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La foto del cisma

Los Mossos reprimiendo a independentistas de los CDR y la CUP indican que la ruptura interna del separatismo es profunda

Foto: Un momento de la movilización del sábado en Barcelona. (Reuters)
Un momento de la movilización del sábado en Barcelona. (Reuters)

Mañana es el primer aniversario del referéndum de autodeterminación ilegal convocado por la Generalitat de Cataluña. Sin querer entrar en ninguna polémica —el referéndum se hizo al margen de la legalidad— aquel día marcó también un fracaso del gobierno Rajoy y hasta del Estado. No solo porque no se logró superar por la vía política un grave conflicto con el gobierno de la Generalitat, la autonomía más emblemática, sino porque el dispositivo operativo diseñado para imponer la legalidad fracasó estrepitosamente.

El director del CNI acaba de declarar que se podían haber hecho las cosas mejor. Evidente. Encontrar 6.000 urnas escondidas en casas particulares por muchas familias independentistas de "la honesta clase media" no era sencillo para unos servicios especializados en escrudiñar organizaciones terroristas o bandas mafiosas, pero no poder impedir la llegada de ni una sola urna a los muchos colegios electorales es menos comprensible. Indica como mínimo una cierta incapacidad.

Foto: Los Mossos cargan contra los soberanistas. (EFE)

Y mucho peor fue la solución arbitrada —supongo que a propuesta del ministro de Interior— de efectuar, durante unas horas, cargas policiales con contundencia contra los ciudadanos que habían decidido votar y contra los independentistas que estaban dentro o a la puerta de los colegios. Las televisiones de todo el mundo dieron, en diferido o en directo, las impactantes imágenes (que en su inmensa mayoría no eran falsas al contrario de lo que dijo el insensato ministro de Exteriores de entonces a la BBC), hubo un número elevado de heridos y me consta que bastantes ciudadanos, que habían decidido no participar en el referéndum ilegal, acudieron a las urnas al ver la brutalidad de las cargas.

Aquel día no fue bueno para la imagen de España. Ni ante Cataluña, ni ante ella misma, ni ante el mundo. Bastaba ver la cara de circunstancias del presidente Rajoy cuando por la noche felicitó a las fuerzas de seguridad que habían cumplido sus órdenes. Peor aún fue la incapacidad de reconocer los errores. Cuando algo se hace mal —o muy mal—, alguien debe pagar los platos rotos. El Gobierno no pudo o no supo enmendar nada. El PSOE hizo un tímido intento —olvidado con rapidez— de pedir la dimisión de la vicepresidenta. Y el ministro del Interior, el responsable directo del fracaso del operativo —no entremos en detalles sobre el alojamiento de los policías enviados a Cataluña— continuó en su puesto como si nada hubiera pasado hasta la caída del gobierno Rajoy el pasado junio.

El cierre del Parlament en julio ya evidenció la grave fractura entre el Puigdemontismo y los realistas de ERC y parte del PDeCAT

Cuando se analizan las razones por las que el independentismo volvió a ganar —por los pelos— la mayoría absoluta en las elecciones del 21-D no se pueden obviar los hechos del 1 de octubre que pusieron de relieve que la democracia española no había sabido mantener el orden constitucional con la eficiencia y la corrección necesaria.

Ha pasado un año. El independentismo cometió el grave error de proclamar la independencia de forma unilateral y violando la Constitución española y el Estatut de Cataluña. Rajoy, con los votos del PSOE y de Cs, recurrió al artículo 155 de la Constitución (por lo tanto, constitucional), convocó nuevas elecciones en 55 días que el independentismo volvió a ganar y, tras un largo 'impasse', Cataluña vuelve a tener un gobierno elegido y legítimo que sigue una línea política ambivalente (maximalismo verbal separatista y en la práctica acatamiento de la legalidad y tímido intento de negociación).

Mientras, en España ha habido un cambio de gobierno a través de un mecanismo tan legítimo y constitucional como la moción de censura. El nuevo gobierno practica una política de desinflamación, quizás la única sensata, porque Cataluña está partida en dos y ninguna mitad se puede imponer a la otra. Y el fracaso del 27-O, que ni los independentistas llegaron a consumar (la bandera española no se arrió ni un momento del Palau de la Generalitat), la demostración con el 155 apoyado por una gran mayoría del parlamento español de que la Constitución no se podía romper, y los gestos de desinflamación y el mensaje de que el autogobierno es constitucional —los tres factores, no uno solo— están obligando al secesionismo a iniciar una reconsideración de la política seguida desde el 2014. Cuando el diputado Joan Tardà —el que dijo en el parlamento español aquello de "nosotros nos vamos"— afirma que solo un estúpido puede pensar que con el apoyo del 47% se puede lograr la independencia, es evidente que la rectificación hace camino.

Pero reconocer errores y rectificar no es fácil, entre otras cosas porque el mensaje independentista volvió a dar a JpC y ERC (ojo, con el apoyo de las CUP) la mayoría absoluta el 21-D. Y lo que se está viendo es que la rectificación comporta vacilaciones, pasos adelante seguidos de pasos atrás y peleas internas.

Alguien de Interior, mientras Torra debía silbar, ordenó a los Mossos desalojar las tiendas separatistas la Plaza San Jaume

La división entre radicales (Puigdemont y Torra) y realistas (ERC y parte del PDeCAT) es pública y notoria. Obligó a cerrar el Parlament el 18 de julio (¡qué fecha!) y no está claro que el acuerdo, cogido con alfileres para reabrirlo el próximo 2 de octubre, acabe funcionando. Saltarse la legalidad constitucional con desfachatez y ser derrotados ha conducido a una enemistad —cada vez más evidente— entre Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, presidente y vicepresidente del gobierno de la declaración unilateral. Y a un inicio de cisma entre los diputados que siguen al uno y al otro.

Pero lo que está emergiendo estos días es también un cisma interno dentro del radicalismo. Puigdemont y los suyos (Torra, Elsa Artadi…) están constatando que el radicalismo verbal no lleva a ninguna parte, que es estéril. Pero los más radicales, o los que más se han creído con buena fe el catecismo separatista, no están dispuestos a renunciar al cielo prometido. Por revolucionarismo (los CDR y la CUP), o por entusiasmo religioso en el ideario (ACN), una parte del independentismo afirma —como Pablo Iglesias— que el cielo no se alcanza por consenso sino por asalto. Aunque son cielos no coincidentes. Los radicales exigen a Torra pasar de las palabras a los hechos (frustrados porque el 27-O no se consumó nada, pese a lo que cree Llarena) y caen en la tentación de actos esporádicos de rebelión o insubordinación que algunas veces recuerdan una rebelión de 'boy-scouts'.

Esta semana comentaba que el 12 de septiembre —tras la Diada— unas decenas de personas plantaron veinte tiendas de campaña en la plaza de San Jaume (frente al ayuntamiento y la Generalitat) y proclamaron 'urbi et orbe' que no se moverían hasta que Cataluña fuera independiente. El 'president' Torra les visitó —creo que dos veces— para felicitarles por la iniciativa. Pero llegó la fiesta de la Mercè y fueron abducidos a suspender la acampada para no perturbar la celebración de la patrona de Barcelona. Al día siguiente —25 de este mes— volvieron porque Cataluña aún seguía siendo española. Pero el 26 fueron desalojados por los Mossos siguiendo órdenes del 'conseller' de Interior, Miquel Buch, del ala puigdemontista del PDeCAT. Aunque en realidad quien tomó la decisión fue su segundo, Brauli Duart, un convergente de toda la vida, bastante expeditivo y que fue el hombre fuerte de TV3 en la etapa de Artur Mas. El 'president' Torra debió asentir y Arran, la organización juvenil de la CUP, contestó con un cartel en el que se ve a Miguel Buch vestido de Guardia Civil y acusado de colaborar con el fascismo.

Pero la imagen más gráfica del cisma separatista se vio ayer cuando los Mossos tuvieron que cargar contra los manifestantes independentistas (los seguidores de la acampada) para separarlos de una manifestación de policías y guardias civiles que reivindicaban su papel el pasado 1 de octubre y la equiparación salarial con los Mossos.

Aznar acertó por una vez, pero no del todo, cuando dijo que antes se dividiría Cataluña que se rompiera España

Los Mossos —los héroes del 1 de octubre para la mitología nacionalista, los traidores para parte de la opinión española— protegiendo a policías españoles y reprimiendo a manifestantes de los CDR, la CUP y la ANC bajo el mandato del 'president' Torra. Es la escenificación en la calle del cisma independentista. En el Parlament —más edulcorada— ya se produjo el 18 de julio. Las dos siguen.

Un año después se comprueba que pese al gran error de Rajoy el pasado 1 de octubre, la ruptura de la legalidad no es la senda hacia la democracia y "la búsqueda de la felicidad" de la que habla la Constitución americana, sino el camino seguro al fracaso, las guerras intestinas y, al final, el cisma.

Alguien –fue José María Aznar que esta vez ha tenido razón— dijo que antes se dividiría Cataluña que se rompería España. Pero no acertó del todo. Ahora lo que se está rompiendo no es tanto Cataluña —que pragmáticamente prioriza celebrar la fiesta patronal de Barcelona— sino el independentismo. Los Mossos de Torra reprimiendo a independentistas radicales e insultados y atacados por ellos con botes de pintura son la prueba fotográfica. Cataluña no ha ganado nada con este "inmenso error". España tampoco.

Mañana es el primer aniversario del referéndum de autodeterminación ilegal convocado por la Generalitat de Cataluña. Sin querer entrar en ninguna polémica —el referéndum se hizo al margen de la legalidad— aquel día marcó también un fracaso del gobierno Rajoy y hasta del Estado. No solo porque no se logró superar por la vía política un grave conflicto con el gobierno de la Generalitat, la autonomía más emblemática, sino porque el dispositivo operativo diseñado para imponer la legalidad fracasó estrepitosamente.

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