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Joan Tapia

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Tras escuchar a cuatro testigos

Urkullu revela que Puigdemont se desdijo por la presión maximalista de los suyos; y Rajoy muestra que fue prudente, pero no supo liderar la crisis

Foto: Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo de un momento de una sesión del juicio del 'procés'. (EFE)
Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo de un momento de una sesión del juicio del 'procés'. (EFE)

En el Supremo se está juzgando lo que —haya o no haya condena de rebelión— es ya un gran desastre y la crisis más grave sufrida por la democracia española. Los dirigentes de una CCAA, Cataluña, cuyo presidente era el alto representante del Estado en la Comunidad, están acusados de rebelión —alzamiento violento— contra el Estado. Pero el jefe de los presuntos rebeldes, Carles Puigdemont, no está siendo juzgado porque se fugó.

Pero ahora no está en Bélgica por haberse fugado, sino por decisión del propio juez instructor ya que el tribunal supremo del estado alemán de Schleswig-Holstein —el tribunal competente— aceptó entregarlo a España, pero no por el delito principal por el que el juez Llarena había cursado la euroorden, sino por otro menor. Ante esta situación —que el instructor ni había imaginado— se prefirió que Puigdemont quedara libre en Europa a traerlo a España. ¿Podía ser Puigdemont juzgado solo por malversación mientras Junqueras y otros de sus subordinados lo eran por rebelión? El absurdo era inaceptable. Pero no es menos absurdo que Puigdemont, acusado de rebelión, esté libre en Bélgica por decisión del Estado español.

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Además, la rebelión exigiría lógicamente la participación —de existir— de algún cuerpo armado, en este caso los Mossos, pero extrañamente el mayor de la cúpula de los Mossos —cuya actuación debía ser tributaria de las instrucciones del 'conseller' de Interior, Joaquim Forn— no está siendo juzgado en el Supremo, sino que lo será después en la Audiencia Nacional.

Dos absurdos, ni el jefe de la pretendida rebelión (libre por decisión del Estado español) ni el jefe de la policía del gobierno supuestamente insurrecto están en el banquillo de los acusados.

Las cosas son así, pero el juicio ya brinda información y sugiere comentarios. Y en las jornadas del jueves y viernes cuatro testigos de excepción arrojaron —a veces sin pretenderlo— alguna luz sobre lo sucedido a finales del 2017. Vamos primero a la comparecencia de Iñigo Urkullu. Puigdemont le pidió que mediara el 19 de junio y Rajoy, sin aceptar la mediación formal, sí le reconoció como "enlace" —denominación de Urkullu— un mes después. Lo primero que sorprende es que Puigdemont recurriera a un mediador para evitar el choque de trenes, pero que en septiembre (aprobación ilegal por el parlamento catalán de la ley de referéndum y de la de desconexión) y octubre (celebración del referéndum y pleno posterior de suspensión provisional de la declaración de independencia del 1 de octubre), siguiera tirando todo el carbón posible a la máquina.

Puigdemont cruzó tantas veces el Rubicón antes del 27-O que luego no supo convencer a los suyos de que habían prometido un imposible

La explicación debe ser que quería una mediación desde una posición de fuerza, tras haberse saltado la Constitución y el Estatut. Y no calculó que haber cruzado tantas veces el Rubicón —la aparente posición de fuerza— le impediría luego convencer a los suyos de que habían prometido un imposible y había que retroceder.

Pero estamos a finales de octubre y Rajoy todavía no ha pasado de las advertencias a los actos porque —lo afirma Urkullu— no era proclive a aplicar el 155. El 25 de octubre por la noche Puigdemont le dice a Urkullu que va aceptar el arreglo sugerido: renuncia de facto a la declaración de independencia, que será sustituida por la convocatoria de elecciones, a cambio de que no se aplique el 155 que implicaba el cese del gobierno catalán. El 26 por la mañana Puigdemont —que según Urkullu no quería la declaración unilateral— mantiene su posición pero luego, al mediodía, cambia de opinión y le dice que no puede renunciar a la declaración de independencia por una especie de rebelión interna: manifestación de estudiantes ante el Palacio de la Generalitat y airadas quejas de muchos dirigentes de la coalición Junts pel Si (JpS) en la que se apoya el gobierno. Y al día siguiente se proclama en el Parlament —con gran aparato y el aplauso con sus varas de mando de muchos alcaldes— una declaración de independencia que ahora se dice que solo fue simbólica porque no se publica en el diario oficial de la Generalitat.

Foto: Protestas en Cataluña ante la aplicación del 155. (Reuters) Opinión
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Simbólica o no, desde luego no fue efectiva porque no se arrió la bandera española de ningún edificio público y solo consiguió la aplicación del 155 con la destitución del gobierno de la Generalitat y la convocatoria de elecciones por Rajoy para el 21-D. El relato de Urkullu corrobora y enriquece lo ya publicado por el 'exconseller' de Cultura Santi Vila en su libro 'De héroes y traidores. Los diez errores del procés'.

La pulsión rupturista del independentismo —más verbal que real—, y sus peleas internas lo convierten en un interlocutor poco fiable

Urkullu desmonta también el argumento de Puigdemont para no convocar las elecciones por que Rajoy no ofreció garantías sobre la no aplicación del 155. La causa de la marcha atrás de Puigdemont fue la división del independentismo y la rebelión interna que se montó la mañana del 26 de octubre. Rajoy no hizo —y no quiso hacer— ninguna declaración de renuncia al 155 porque no admitía una negociación formal, solo quería un arreglo para evitar el frontal choque de trenes. Pero no habría podido aplicar el 155 con elecciones convocadas, ignorando lo acordado con Urkullu —entonces su imprescindible socio parlamentario— y sin el acuerdo del PSOE.

El independentismo demostró entonces que sus divisiones internas —y su pulsión revolucionaria de boquilla— le conducían a la incoherencia y a la falta de solvencia. Y que esa tara le impedía hasta defender sus intereses.

placeholder Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo del lendakari Iñigo Urkullu, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)
Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo del lendakari Iñigo Urkullu, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)

Y algo similar le ha vuelto a pasar ahora —en circunstancias mucho menos graves— al no votar los presupuestos del 2019. El punto en común a las dos decisiones es que el independentismo no ha entendido que ningún presidente del Gobierno español -se llame Rajoy y sea del PP, o se llame Sánchez y sea del PSOE- negociará el derecho a la autodeterminación porque no está admitido en la Constitución que dice que España es indivisible. Y que, además, el fraccionamiento de los actuales estados nacionales genera un gran rechazo —por temor a la inestabilidad— en la Unión Europea.

Conclusión: el independentismo no sabe medir la relación de fuerzas ni pactar con la realidad. El PNV es un partido nacionalista, con objetivos últimos quizás no muy diferentes, pero admitió el fracaso de Ibarretxe y tiene hoy una posición de privilegio en la política española. Así, mientras Puigdemont está en Bélgica y Junqueras en Soto del Real, me dicen que la otra noche Andoni Ortuzar era la gran estrella en el palco del Real Madrid antes del partido con el Barcelona.

Zoido confesó, con múltiples excusas, que el gobierno tuvo que recurrir a la fuerza el 1-O para no perder el control de la situación

Los otros tres testimonios son los de la cúpula del gobierno del PP de entonces: Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Juan Ignacio Zoido. Intentaré ser telegráfico. Ni la declaración de Rajoy, hablando de acoso, ni la de Soraya, extendiéndolo a "acoso violento", ni la de Juan Ignacio Zoido sobre grupos organizados que impedían a las fuerzas de seguridad —siguiendo órdenes judiciales— entrar en los colegios electorales, parecen fáciles de encajar en el "alzamiento violento" que caracteriza al delito de rebelión.

Zoido también se refirió a una especie de doble juego de los Mossos que hacían ver que cumplían las órdenes judiciales, pero que en realidad las ignoraban. La jefatura de los Mossos (la de entonces) contestará que se priorizaba —estaba en la orden judicial— la seguridad de las personas a la eficacia, como ya dijeron algunos abogados defensores convertidos en fiscales del ministro del Interior.

Pero, en todo caso, el mayor de los Mossos no está inculpado en esta causa y la rebelión debería basarse —en su caso— en las órdenes de Forn a los cuerpos policiales de la Generalitat. No es extraño que fuera el eficaz abogado de Forn, Javier Melero, quien solicitara la comparecencia de Zoido.

placeholder Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo del exministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)
Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo del exministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)

Por otra parte, que en sus testimonios Rajoy y Soraya se situaran al margen de las principales decisiones del 1 de octubre es poco verosímil y es todavía más difícil de creer en el caso del ministro del Interior, que era el responsable directo. Los tres testimonios indican una falta de asunción de las lógicas responsabilidades del Supremo mando del Estado ante algo que la fiscalía ha calificado de rebelión. ¿Fueron los subordinados, "el operativo" como lo definió Zoido, confundiendo lo sucedido en Cataluña con la detención de una banda de narcotraficantes, los que, en base solo a las órdenes judiciales, tuvieron que asumir las más difíciles decisiones del 1 de octubre, las cargas policiales en los colegios electorales, o su cese posterior a media jornada?

Alguien con responsabilidades políticas tuvo que tomar la difícil decisión: dejar que se celebrara con normalidad un referéndum ilegal (sin efectos jurídicos, pero quizás si políticos) cuando se había jurado a toda España que el referéndum no tendría lugar, o intentar abortarlo con la intervención de fuerzas policiales —nada preparadas para ello— en colegios electorales que habían sido ocupados previamente —muchos de ellos— por simpatizantes e incondicionales del referéndum, algunos dispuestos a ejercer lo que antes se llamaba "resistencia a los agentes de la autoridad".

Fallos insubsanables anteriores hicieron que la intervención de las fuerzas policiales el 1 de octubre no pudiera salir bien

La decisión de intervenir no podía salir bien, o medianamente bien, como se pudo ver la mañana de aquel domingo en las televisiones de todo el mundo. ¿Fue al menos inevitable y, en cierta forma, eficaz?

La operación no podía salir bien porque hubo demasiados fallos previos. Querer descargar decisiones políticas de gran envergadura en el mundo judicial es un error porque los fiscales y los jueces solo tienen por misión aplicar la ley. Y no se les exige una especial capacitación política. El fiscal general —poco afortunado poco antes al citar a declarar como sospechosos a más de 700 alcaldes— había ordenado el cierre de los colegios al acabar la jornada del viernes, pero una magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña modificó la orden y conminó al cierre de los colegios a primera hora del domingo, con lo que se facilitó que en los locales se celebraran simpáticas fiestas populares desde la tarde del viernes a la mañana del domingo. Y el desalojo de un local ocupado es algo bastante más complicado que el simple cierre de un colegio vacío. Seguro que la juez tomó la decisión que consideró jurídicamente más conveniente, pero no son los tribunales sino el ministro del ramo el encargado de mantener el orden público. ¿No era consciente el ministro del Interior?

Margarita Robles, entonces portavoz del PSOE, pidió —solo durante unas horas— el cese de la vicepresidenta del Gobierno y luego —razón de Estado— el PSOE calló. Pero el ministro Zoido —como mínimo él— ya había demostrado haber sido superado por la situación como quedó patente el pasado jueves ante el Supremo.

placeholder Imagen de la señal institucional del Tribunal Supremo, de la exvicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)
Imagen de la señal institucional del Tribunal Supremo, de la exvicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría, durante su declaración como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)

Además, en Cataluña entraron clandestinamente durante aquel verano 6.000 urnas, que llegaron sanas y salvas a los colegios electorales poco antes de las nueve de la mañana del 1 de octubre. Localizar 6.000 urnas es todo menos fácil, pero no encontrar ni una decena —aunque solo fuera a efectos de exhibición— parece todavía más difícil. Hubo indiscutiblemente fallos previos, insubsanables el 1 de octubre. Quizás por desconocimiento del terreno, quizás por exceso de confianza, quizás por alguna conjunción astral, que llevaron a los lamentables hechos del 1 de octubre. Lamentables porque hubo ciudadanos heridos. Y policías. Y también porque quedó patente la escasa eficacia del Estado. Quizás por eso alguna mente calenturienta pudo pensar —tras el 1 de octubre— que el Estado español se tendría que rendir.

Veremos lo que declaran la semana que viene los mandos del "operativo", que dirigía y controlaba todo y que solo obedecía órdenes judiciales según Zoido. La jefatura de los Mossos alegaría en su día exactamente lo mismo —en otro juicio en la Audiencia Nacional— porque la orden exigía primar la seguridad de las personas.

Pasemos a las decisiones políticas de los días previos a la DUI. Aquí el testimonio de Urkullu no deja nada mal a Rajoy. Viene a decir que no quería tener que aplicar el 155 y que —prudente— prefería un mal arreglo a un buen pleito.

En los meses anteriores a la DUI, Rajoy mostró una gran prudencia, pero también incapacidad para afrontar una crisis de Estado

Rajoy fue prudente y su 155 duró justo el tiempo que marca la ley desde la convocatoria electoral al día de las elecciones. Entonces ¿por qué el miércoles negó que hubiera contactos y negociaciones a través de Urkullu? En parte porque es cierto que no hubo negociaciones formales —el propio Urkullu lo dejó claro— y Rajoy no negoció en ningún momento el derecho de autodeterminación. También porque no debió querer contradecir la cruzada de Pablo Casado contra el relator y contra cualquier negociación con "los golpistas".

Pero quizás indica algo más. Rajoy, si no llega a ser por la oportuna intervención del juez Marchena —una desacomplejada independentista me dice que está sorprendida por su gran profesionalidad— incluso ni hubiera admitido haberse reunido con Urkullu, al que intentó englobar en la vaporosa categoría de "distintas personas". ¿Qué indica este intento de, sin mentir, ocultar la verdad, bastante absurdo por otra parte porque sabía que Urkullu declaraba al día siguiente?

placeholder Imagen de la señal institucional del Tribunal Supremo del expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, declarando como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)
Imagen de la señal institucional del Tribunal Supremo del expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, declarando como testigo en el juicio del 'procés'. (EFE)

Seguramente una actitud excesivamente pacata y una aversión enfermiza al riesgo que incapacita para liderar con éxito un Gobierno ante una grave crisis. Cuando Rajoy forma su último gobierno a finales del 2016, y ya está claro que el choque de trenes es inminente, no puede actuar como en tiempos normales y nombra ministra de Sanidad a Dolors Montserrat, una fiel diputada del PP, de una tradicional familia del PP y que además tiene el apoyo de Dolores de Cospedal. En aquella tesitura el presidente del Gobierno tenía que haber cogido el toro por los cuernos y nombrar ministros a dos o tres catalanes de significación conservadora o centrista y con prestigio social, lo que habría impedido que el independentismo pudiera hablar del gobierno de España como de algo ajeno, extraño e incapacitado para entender Cataluña.

No lo hizo y eso no le ayudó a evitar los desastres de septiembre y octubre del 2017. Y aquellos desastres contribuyeron a su caída final.

En el Supremo se está juzgando lo que —haya o no haya condena de rebelión— es ya un gran desastre y la crisis más grave sufrida por la democracia española. Los dirigentes de una CCAA, Cataluña, cuyo presidente era el alto representante del Estado en la Comunidad, están acusados de rebelión —alzamiento violento— contra el Estado. Pero el jefe de los presuntos rebeldes, Carles Puigdemont, no está siendo juzgado porque se fugó.

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