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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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La salud, en serio

Resulta que alimentamos mal a nuestros hijos y que no es por desidia o desinterés. Es sencillamente porque no lo sabemos

Foto: Un grupo de niños, en un comedor escolar. (Reuters)
Un grupo de niños, en un comedor escolar. (Reuters)

Con la paternidad viene lo insospechado. Cosas como los grupos de WhatsApp del colegio y las actividades extraescolares, parpadeando en el móvil todos los días. Mensajes de humo virtual…

La madre desesperada que pregunta si alguien ha visto el tercer jersey que perdió la niña esta semana. El padre que avisa de que el niño no irá a natación por la operación de fimosis. Frecuentes clamores a los cielos para acabar con los deberes. Y lo último, cuando caía la noche, una serie de mensajes que encienden la mecha del chat.

La imagen es clara. Resulta que alimentamos mal a nuestros hijos y que no es por desidia o desinterés. Es sencillamente porque no lo sabemos. No estamos bien informados.

Está bien que nos preocupe lo que comen los nuestros y que empecemos a hacer las cosas de otra manera. Aunque apenas tengamos tiempo, acertamos tratando de ir más al mercado que al supermercado. Sobre todo si además hacemos la compra con ellos. De esa forma, además de nutrir mejor su desarrollo, les transmitimos hábitos que harán su vida más saludable. Por ejemplo, al desayunar, donde las estadísticas señalan que el 58,4% de los niños toma galletas, el 21,5%, cereales y el 13%, bollería.

Está bien que los patrones de compra de los padres empiecen a modificar la oferta. Encontrar huevos ecológicos, por ejemplo, ya es más fácil que hace un par de años. Sin embargo, uno espera que la publicidad no venda el halo de salud en productos que no son más sanos que los demás. Es poco agradable sentirse engañado, y más si hablamos de algo muy llevado a la salida del colegio, para que merienden.

Hablemos de la cena. Ahí procuramos complementar el menú del comedor escolar, algo de verdura con pescado si ha comido carne o al revés. La verdad es que no siempre es posible. A veces la nevera anda tiritando porque los horarios son como son. Así que recurrimos a la despensa. La pasta o el arroz son lo más socorrido. Y el comodín del acompañamiento, indiscutible, es el tomate frito.

Cifras avaladas por el Ministerio de Sanidad reflejan que el 23,8% de los niños entre seis y nueve años tiene sobrepeso y el 18,1%, obesidad. Es decir, 42 de cada 100 pesan más de lo que deberían. Quizás habría que plantearse dónde quedó el mito de la dieta mediterránea. Y seguramente tenga sentido preguntarse si nos encontramos ante un hecho que merece ser tomado en serio por el poder ejecutivo.

Hasta el momento, no ha sido así. La medida estrella del Gobierno en el ámbito de la alimentación proviene del Ministerio de Hacienda: un impuesto a las bebidas azucaradas.

Cualquiera puede entender que es necesario luchar contra el déficit. Claro que hay que hacer algo. Yo defiendo que no se recorte en prestaciones y servicios públicos (bastante lastimados ya). Y como no creo que los impuestos al consumo sean justos, considero que la contribución a las arcas públicas debe llevarse a cabo en función del poder adquisitivo de cada uno. Pero admito que se puede y se debe debatir.

Desde otro punto de vista, se puede calificar la tasa como discriminatoria. Y argumentar que no hay diferencia entre gravar arbitrariamente a un sector de la industria y forzar a los pelirrojos a pagar más IRPF porque, ojo al dato, son pelirrojos. Por lo tanto, cabe discutir.

Ahora bien, hay algunas cosas que cuesta refutar y que además mosquean. Porque si hay que recaudar, se recauda respetando la inteligencia del ciudadano, sin colocarle el señuelo de que es por su bien, y menos todavía la argucia de que es por el bien de los hijos.

Si el objetivo es que la infancia coma sano, si la grasa, la sal y los ácidos son estupendos, si todo el problema de la alimentación está limitado al azúcar, ¿por qué no tasarlo todo?, ¿por qué limitar el impuesto a refrescos y no incluir todos los alimentos azucarados?

En el Gobierno se sabe que el 53% de los niños nunca ha probado un refresco de ese tipo (el 31,2% no llega a tomarlo una vez por semana), sin embargo, el porcentaje que nunca ha comido pizzas, pattaas fritas o hamburguesas es del 4,7%. No puede ser tan difícil tomarse esto responsablemente, adoptar una visión de conjunto, abrir el debate y generar consensos beneficiosos para el bien común.

¿Es posible tomarse en serio la alimentación infantil? Sí, en otros países ya se han tomado medidas honestas. Pero también aquí. En Andalucía, se aprobó hace un par de meses el anteproyecto de Ley para la Promoción de una Vida Saludable y una Alimentación Equilibrada. Además de los azúcares añadidos, está enfocado a los ácidos grasos saturados, los ácidos grasos trans y la sal; contempla los menús escolares, la publicidad, las cinco horas de ejercicio de los niños fuera del colegio y, sobre todo, abre camino a reconocer el derecho a estar informados sobre lo que comemos.

Por esa vía, puede que llegue el día en que los padres que valoramos la seguridad elijamos la fruta mientras le pedimos al chaval que traiga al carrito cualquier cosa que esté en la lista. Algo que podrá elegir él mismo —con sus años— porque verá un etiquetado claro. Tan claro que sabrá lo que le hace bien y lo que no.

Eso es tomarse la salud en serio, y no manosear la inquietud de los padres con el propósito de recaudar, mientras la ministra de Salud agita el copago y siembra el miedo con igual intención. Un respeto.

Con la paternidad viene lo insospechado. Cosas como los grupos de WhatsApp del colegio y las actividades extraescolares, parpadeando en el móvil todos los días. Mensajes de humo virtual…

Ministerio de Sanidad