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Puigdemont: anatomía de una estafa
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Puigdemont: anatomía de una estafa

Nunca han faltado en nuestra tierra tipos dispuestos a vivir de la ingenuidad o de los buenos sentimientos de los demás. Personajes sin brillo mental pero astutos, sin valentía pero intrépidos

Foto: Carles Puigdemont. (Raúl Arias)
Carles Puigdemont. (Raúl Arias)

No es fácil encontrar alguien más típicamente español que Puigdemont. Todo él encaja en la tradición de nuestra picaresca secular. Pertenece a nuestra vieja estirpe de caraduras profesionales. Nunca han faltado en nuestra tierra tipos dispuestos a vivir de la ingenuidad o de los buenos sentimientos de los demás. Personajes sin brillo mental pero astutos, sin valentía pero intrépidos, sin principios aunque descarados...

Lo de menos es cómo acaban ellos, aunque casi siempre sea mal. En realidad, importa más lo que no suele contarse: el reguero de víctimas de sus engaños. Las huellas del desengaño que permanecen, por mucho que haya llovido desde que el estafador pasase al pasado.

Harán falta muchos años para reparar todo el daño causado. Una generación, puede que más. Paciencia y generosidad porque el tejido moral de nuestra sociedad ha ido rasgándose en varios tiempos. Ocurrió entre el ruido de la mayor campaña de propaganda que ha sufrido nuestra democracia, por eso apenas nos dimos cuenta cada vez que se produjo un desgarro. Vivimos embotados pero pasó. Sucedió en cuatro tajos.

Foto: El portavoz de ERC, Gabriel Rufián. (EFE) Opinión

El primero surgió del estado de necesidad. Los pícaros pueblan la literatura de los lugares que más han conocido la pobreza. Vino la crisis y con la recesión, los recortes. También la emergencia de los casos de corrupción. Fue cuando las élites del nacionalismo catalán temieron por la caída de la cobertura partidaria. El guante blanco del 3%.

Tocó improvisar, sonó la música del azar. Y por medio de una carambola se produjo el acceso al poder de Puigdemont. “Hombre de paja”, dijeron. Pero era un pirómano con un bidón de gasolina en cada mano. Nacionalismo y populismo. Podrían emplearse grandes palabras para describir lo que vino después: el espíritu de la época, la posverdad, las 'fake news'… Sin embargo, no hay motivo para darle altura a la canallada. Sobó y manipuló las emociones de la gente, convirtió la sociedad catalana en una cámara de resonancia irrespirable.

No lo hizo solo, cierto. Contó con el interesado respaldo de un aparato mediático que inyectó victimismo y supremacismo a cambio de subvenciones y favores. Una maquinaria con un modelo de negocio que todavía funciona. Son los que viven de dibujar, en cada calle y en cada familia, una raya entre los buenos y los malos catalanes. “Macarras de la moral”, como canta Serrat: “Los que fabrican platos rotos que acabas pagando tú”.

Foto: El alcalde de Girona, el convergente Carles Puigdemont. (EFE)

La segunda agresión llegó con el quebranto de la ley. Violó lo que nos hace iguales, lo que protege al más débil del capricho o de la crueldad del más poderoso, el único remedio que compartimos todos frente a la arbitrariedad de cualquiera.

Pisoteó la Constitución, el Estatuto, la jurisprudencia y el derecho internacional. Fueron muchas las personas razonables que desoyeron a la razón en septiembre de 2017. Y todavía más las que se dejaron engatusar por la inminencia de un sueño para el que no había ruta ni posibilidad alguna.

Cualquier timador sabe que su oficio pasa por el dominio de dos artes: el cuajo y la retirada. La capacidad de mantener el farol sin mover un músculo en el momento decisivo del fraude. Y el instinto para la huida cuando la cosa se pone fea.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (EFE) Opinión

Nuestro protagonista dejó en octubre creyentes burlados y compañeros de aventura traicionados. Los primeros quedaron bajo el artículo 155 porque fue él quien no convocó elecciones. Y los segundos en prisión, porque el riesgo de fuga es evidente cuando el cabecilla apareció fugado.

Resulta moralmente repulsivo ver a Puigdemont con el lazo amarillo puesto. Es la última persona que tiene derecho a llevarlo porque sigue siendo el fiscal más implacable que podrían tener sus cómplices. Ellos están en la sombra porque a él le conviene. Se está aprovechando de los barrotes que sufren otros porque así tiene un margen de poder que de otra forma no tendría. ¿Para qué? Para dirimir la victoria de un enfrentamiento partidista, la guerra por la hegemonía entre los nacionalistas. Llama la atención que los separatistas no sean capaces de convivir entre ellos mismos.

La tercera embestida vino desde la impostura. Su manejo de lo simbólico. La forma en que ensució términos tan graves como el de 'exilio', el banal teatrillo para incautos. Un embaucador tratando de representar el papel de Nelson Mandela sin tener el apoyo mayoritario de su población. Una épica de diseño, postiza, que solo puede ejecutarse al tiempo en que se deterioran las instituciones democráticas.

Foto: (Imagen: Enrique Villarino)

Ese fue el libreto de la campaña electoral, también el manual de instrucciones en el Parlament a partir del día después. Así lo hemos comprobado negociación tras negociación, candidato a candidato, mientras cada jornada terminaba envuelta en un triste simulacro de coherencia y entereza. ¿Coherencia? ¿Entereza? Fue Puigdemont quien hacía las maletas mientras el independentismo pedía en la plaza de Sant Jaume que cayese la bandera española. Fue entonces cuando el Gandhi de Girona quedó convertido en estatua para el museo del ultraje y de la vergüenza.

Cuarta y última herida. Puigdemont ha avanzado tanto en el lago del engaño que ya solo puede remar hacia delante, compulsivamente. Primero incubó el huevo de la serpiente nacional-populista. Después vulneró la ley. Más tarde deterioró las instituciones. Ahora, por lo visto, busca una marioneta. Alguien que debe acatar estas condiciones:

Al futuro 'president' no se le puede ocurrir gobernar. El Gobierno 100% natural está al otro lado de un dedo de miles de kilómetros.

El 'president' no debe olvidar que responde ante quien le ha designado y no ante el Parlamento que le ha votado.

El 'president' no puede hacer visible ningún tipo de símbolo de poder. Si quiere un despacho, que busque en el Ikea. También está prohibido cualquier tipo de liderazgo partidario.

Foto: Elsa Artadi y Carles Puigdemont en una reunión en Berlín. (Reuters)

Preguntas finales:

¿Qué sentido de la dignidad puede tener quien acepte esas condiciones?

¿Comparten los catalanes el derecho a tener un 'president' que no sea un títere de nadie?

¿Hay alguna forma más afilada de desvalorizar un Gobierno y todos los votos, de dañar el principio de confianza que marca el latido de la democracia?

¿Cómo es posible que aceptemos como normal lo que es un escándalo democrático? Tremenda estafa.

No es fácil encontrar alguien más típicamente español que Puigdemont. Todo él encaja en la tradición de nuestra picaresca secular. Pertenece a nuestra vieja estirpe de caraduras profesionales. Nunca han faltado en nuestra tierra tipos dispuestos a vivir de la ingenuidad o de los buenos sentimientos de los demás. Personajes sin brillo mental pero astutos, sin valentía pero intrépidos, sin principios aunque descarados...

Carles Puigdemont