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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Pandemia, salud mental y nuevo contrato social

Lo tenemos delante de nuestras narices. Ahora que llevamos un año de restricciones pueden apreciarse con claridad las brechas de desigualdad que la enfermedad está provocando

Foto: Un enfermero traslada a un paciente en silla de ruedas. (EFE)
Un enfermero traslada a un paciente en silla de ruedas. (EFE)
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Esta es mi tesis: la desatención española hacia las consecuencias que la pandemia está teniendo sobre la salud mental es tan inexcusable en lo moral como dañina en lo económico. Conlleva un enorme volumen de sufrimiento evitable, añade una dificultad más para la recuperación y generará una factura de malestar social que nos acompañará durante años, probablemente décadas. Me cuesta comprender que este asunto sigue sin estar todavía en el primer plano del debate público.

Lo tenemos delante de nuestras narices. Ahora que llevamos un año de restricciones pueden apreciarse o anticiparse con bastante claridad las brechas de desigualdad que la enfermedad está provocando.

A escala global, resulta evidente la distancia que se está abriendo entre las naciones que están desplegando un rápido proceso de vacunación –Israel, Gran Bretaña y Estados Unidos–, las que han empezado a trompicones pero tienen todavía margen de mejora –España y toda la Unión Europea– y todos los demás, todos los países que necesitarán años para vacunar a su población y activar la economía.

Foto: Personal médico de una UCI en el hospital Puerta de Hierro. (EFE) Opinión
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A escala continental, se está produciendo una grieta entre las naciones más dependientes del sector servicios –singularmente del turismo– y las que tienen más peso industrial. Seguramente, este virus dejará como secuela una mayor tensión entre la Europa del norte y la del sur.

A escala nacional, se está generando un abismo entre los ganadores y los perdedores de esta crisis. Algunos preferirán contarlo en términos de clase, otros recurrirán al desfase entre analógicos y digitales, los demás hablarán del conflicto entre centro y periferia; lo cierto es que se mire como se mire saldremos de esta con toda una generación masacrada de por vida. Pandemials, víctimas en 2008 y 2020.

Si seguimos así, acabaremos descubriendo demasiado tarde que hay algo para lo que no tenemos vacuna y que podría haberse contenido

Sucede, sin embargo, que hace falta un ámbito más en el análisis. La escala mental. Como sigamos así, acabaremos descubriendo demasiado tarde que hay algo para lo que de verdad no tenemos vacuna y que podría haberse contenido.

No es cierta la frase hecha de que el virus es un enemigo invisible, los microscopios existen. Lo que sí es invisible es la depresión, la ansiedad o el estrés postraumático. Esos malestares pueden reconocerse, pueden diagnosticarse, pero no verse en sí mismos porque son intangibles. Y, sin embargo, están ahí. Mejor dicho, aquí.

Foto: UCI del Hospital Cosaga de Ourense. (EFE)

Hace unas semanas, el doctor Adrian James –presidente del Royal College of Psychiatrists– afirmó que “el Covid representa la mayor amenaza para la salud mental desde la Segunda Guerra Mundial y predijo que “su impacto se sentirá durante años después del fin de la pandemia, no se detendrá cuando el virus esté bajo control y haya pocas personas en los hospitales. Habrá que encarar consecuencias a largo plazo”.

¿Hay exageración en esas palabras? Miremos los números que ofrece el Reino Unido: 10 millones de personas necesitarán apoyo de salud mental nuevo o adicional como resultado directo de la crisis sanitaria. La estimación proviene del Centre for Mental Health, institución que calcula que 1,3 millones de británicos –que antes no sufrieron este tipo de problemas– necesitarán tratamiento para la ansiedad y 1,8 contra la depresión.

¿Alguien puede explicar cómo se recupera una economía con millones de ciudadanos sufriendo un malestar psicológico profundo?

¿Y España? El CIS acaba de publicar una encuesta sobre la salud mental de los españoles durante la pandemia. Las cifras no invitan precisamente al optimismo. Dos datos: uno de cada cinco se ha sentido la mayoría de los días deprimido o sin esperanza, siete millones de adultos han sufrido por lo menos un ataque de ansiedad o de pánico.

¿Hay alguien que piense que todo ese malestar va a desaparecer de un día para otro? ¿Hay alguien en el Gobierno que se esté dedicando a pensar en esto?

¿Alguien puede explicar cómo puede recuperarse una economía cuando hay millones de ciudadanos sufriendo un malestar psicológico profundo y duradero? ¿Cómo puede aumentarse, por ejemplo, la productividad?

Foto: Un hombre cruza la calle en Tokio. (EFE)

¿Está nuestro país preparado para dar respuesta a la atención que precisan los millones de compatriotas golpeados por la soledad, el miedo, la pena, las adicciones y los problemas de salud mental anteriores?

El mencionado documento del CIS deja dos impresiones rotundas. Primera: el crecimiento psicológico de los niños de nuestro país quedará ampliamente marcado. Segunda: el impacto en la salud mental de los jóvenes es y será enorme. Esas dos generaciones son un tesoro nacional. Conforman el futuro de España. Y la sociedad entera tendría que hacerse cargo de este aspecto central para su porvenir. Esa sí que es una tarea histórica y no las moñadas de Pablo Iglesias.

La historia siempre ofrece referencias. Una de ellas sirve para reflejar cómo de la desgracia puede surgir el progreso. El levantamiento del Estado del bienestar no es fruto de la casualidad sino hijo de un esfuerzo surgido en medio de la devastación dejada por la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando nacieron las dos corrientes políticas de raíz puramente liberal que aportaron estabilidad –democracia cristiana y distribución de la riqueza–. Nuestros hospitales, nuestros colegios, nuestro sistema de pensiones, en definitiva nuestras clases medias, son el resultado de aquel empeño democrático compartido.

El covid-19 nos está acercando a que la esperanza de vida del sistema democrático esté enlazada en la esperanza vital de cada ciudadano

Nuestro contrato social tiene su origen en 1945. Parece claro que está en crisis desde hace años. Probablemente, desde que se rompió en 2008 la promesa central del sistema, aquello de que los hijos vivirán mejor que los padres. La cadena de consecuencias provocada por el virus puede alejar todavía más esa posibilidad. El riesgo de que aumente la desigualdad es más que real hoy, es urgente. El peligro de que la democracia que conocimos se convierta en un tiempo de paréntesis es ahora más que cierto, es inmediato.

Suele decirse que la pandemia ha acelerado las tendencias que venían acumulándose. Una de ellas es profundamente humana: el covid-19 nos está acercando a un punto en el que la esperanza de vida del sistema democrático está enlazada en la esperanza vital de cada ciudadano.

Después de la Segunda Guerra Mundial hicieron falta visión, talento y consenso para que la sanidad, la educación y las pensiones fueran fijadas como pilares del bienestar. Después de la pandemia necesitaremos lo mismo para actualizar aquello, para proteger a nuestra especie protegiendo al planeta y para garantizar la salud en el mundo que cada uno de nosotros tiene en su cerebro.

Esta es mi tesis: la desatención española hacia las consecuencias que la pandemia está teniendo sobre la salud mental es tan inexcusable en lo moral como dañina en lo económico. Conlleva un enorme volumen de sufrimiento evitable, añade una dificultad más para la recuperación y generará una factura de malestar social que nos acompañará durante años, probablemente décadas. Me cuesta comprender que este asunto sigue sin estar todavía en el primer plano del debate público.

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