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El final de Don Juan Carlos I que los españoles no merecemos
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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El final de Don Juan Carlos I que los españoles no merecemos

Cualquiera puede comprender lo que tienen que haber significado estos dos años fuera de España para el Rey emérito. No hace falta empatizar demasiado para entender sus ganas de regresar

Foto: El rey emérito Juan Carlos I en el Real Club Náutico de Sanxenxo. (EFE)
El rey emérito Juan Carlos I en el Real Club Náutico de Sanxenxo. (EFE)
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Hace unos días, dijo don Juan Carlos algo que quizá podría ayudarnos a desentrañar parte de lo que está pasando en este triste y crepuscular episodio que no se merece nuestro país. Son palabras que contienen un punto de cierta disonancia. "Estoy desentrenado", transmitió a sus compañeros regatistas. Tiene 84 años y evidentes problemas de movilidad. No está en condiciones de competir y ningún entrenamiento puede solucionarlo. Ese mensaje no encaja con la realidad objetiva, pero sí refleja su subjetividad.

Cualquiera puede comprender lo que tienen que haber significado estos dos años fuera de España para el Rey emérito. No hace falta empatizar demasiado para entender sus ganas de regresar. La cuestión es que hace falta un entrenamiento de verdad para que la vuelta sea feliz.

Una preparación que forzosamente comienza por una buena lectura de la situación. Por asumir que cometió una cadena de errores, incompatibles con su responsabilidad e impropias de un hombre maduro, y que la consecuencia es una crisis de confianza imposible de olvidar, pero reparable con grandes dosis de paciencia y de prudencia, de tiento y sobre todo de humildad.

Los españoles seguimos odiándonos como siempre, pero ahora no nos tenemos miedo

Ha tenido tiempo para hacer esa lectura. Tiempo para comprender, por ejemplo, que no todas las generaciones pueden guardar en su memoria el enorme servicio que prestó el emérito a nuestro país. Si los españoles estamos hoy disfrutando del mayor tiempo de paz, democracia y prosperidad que hemos conocido nunca, es en buena medida gracias a la Corona. Eso es así.

Sin embargo, resulta aconsejable entender que ni siquiera quienes vivieron la transición en carne propia y reconocen la histórica aportación de Juan Carlos I transigen con nada remotamente parecido a la impunidad. En el mejor de los casos, pueden permitir un final honorable, pero nunca un "aquí no ha pasado nada".

Es iluso atreverse a pensar que nuestro país se parece a las señoras teñidas que agitaban las banderitas a las puertas del Club Náutico de Sanxenxo, confundir ese mundo con nuestro mundo. España es otra cosa. Ya lo era y encima hemos cambiado mucho.

Los españoles seguimos odiándonos como siempre, pero ahora no nos tenemos miedo. El miedo, que tantas veces nos ha llevado a la locura fratricida, nos guio hacia la razón en los tiempos de la transición. La lástima está ahora en que los extremistas de ambos lados de mi generación —y de las que vienen detrás— viven todo aquello como una derrota en lugar de lo que fue: un triunfo común y, por ser común, extraordinario.

La identidad es pasado. Y el pasado también puede ser una ficción

Un buen entrenamiento habría servido para comprender que mis contemporáneos no tienen hoy la altura de miras que sí demostraron Carrillo y La Pasionaria al votar dos veces a favor de la monarquía antes del referéndum de la Constitución.

La gran mayoría de los que se llaman progresistas y nacieron en aquellos días viven hoy ajenos a la lucha por la igualdad material. Se dedican, desde su impostada superioridad moral, a dar lecciones sobre todo lo que gira alrededor de la identidad.

La identidad es pasado. Y el pasado también puede ser una ficción. La II República, un edén perdido que vale para desentenderse del presente y negar el futuro. Un espejismo infantil para ocultar el hecho de que nosotros vivamos peor que nuestros padres y que nuestros hijos vayan a vivir peor que nosotros.

Para todos los progresistas de pacotilla, toda oportunidad de desdeñar, menoscabar o legitimar el orden constitucional es una buena ocasión para no encarar la precariedad. Un exceso y la tendrán botando.

La monarquía durará en España lo que el PSOE quiera que dure. Siempre fue así, pero cada vez lo es más

Del mismo modo, una buena preparación de la visita habría llevado a meter en el equipaje la certeza de que lo peor que puede ocurrirle a la Corona es que la Corona sea solo defendida por la derecha. Cuidado.

La monarquía durará en España lo que el PSOE quiera que dure. Siempre fue así, pero cada vez lo es más. Por eso Rubalcaba acompasó patrióticamente su calendario de salida del partido con el calendario de sucesión del Rey. Y por eso, también por eso y más ahora, conviene no ponerle las cosas demasiado difíciles a los socialistas. No dar espectáculo.

No da la impresión de que se le hayan puesto demasiadas dificultades a don Juan Carlos. Por lo que parece, se acordó un guion con el que comenzar a subsanar la crisis de confianza que provocó. ¿Requisitos? Pocos, básicamente, la discreción y la pericia. Exposición controlada, como dicen los expertos en comunicación.

Es probable que el libreto que comenzaba con este aterrizaje contemplase más capítulos que el primero. Después de una buena ejecución, podría venir una segunda visita también medida, pero algo más abierta y luego más. Sin prisa, tacita a tacita para ir avanzando hacia la naturalización, a la vuelta del personaje al paisaje sin azuzar el malestar del público.

Creo que don Juan Carlos I no se merece el final descontrolado que parece decidido a escribirse

Sin embargo, poco después de la llegada, no parece haber demasiadas razones para el optimismo. Por alguna razón que solo él podría explicar y que desde luego tiene que resultar muy difícil de gestionar, don Juan Carlos corre el riesgo de convertirse en carne de chisme, en carne de meme. Si pasa, será por voluntad propia, porque ha quedado claro que se le ha tratado de ayudar.

Es posible que la soledad o la distancia le hayan llevado a confundir la atención con el respeto y las portadas con el cariño. No lo sé. Pero sí que tengo la sensación de que la situación es muy delicada.

Creo que don Juan Carlos I no se merece el final descontrolado que parece decidido a escribirse. Y estoy seguro de que los españoles tampoco. Vivo con la convicción de que nuestro presente y nuestro futuro dependen de lo robustas que sean todas nuestras instituciones. Y temo que pueda ocurrir lo contrario.

Felipe VI está teniendo un reinado lleno de dificultades que viene afrontando con una prudencia y con una sabiduría poco común entre los que cuentan mis años. Su padre haría bien en no ser un obstáculo añadido.

El último servicio que don Juan Carlos I puede prestar a España es un ejercicio de contención, si no lo cumple también terminará dañándose a sí mismo.

Hace unos días, dijo don Juan Carlos algo que quizá podría ayudarnos a desentrañar parte de lo que está pasando en este triste y crepuscular episodio que no se merece nuestro país. Son palabras que contienen un punto de cierta disonancia. "Estoy desentrenado", transmitió a sus compañeros regatistas. Tiene 84 años y evidentes problemas de movilidad. No está en condiciones de competir y ningún entrenamiento puede solucionarlo. Ese mensaje no encaja con la realidad objetiva, pero sí refleja su subjetividad.

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