Crónicas desde el frente viral
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Debate sobre el estado de la nación | Más veneno en la herencia de Sánchez
El PP sale satisfecho tras un desempeño muy trabajado que afianza a Gamarra, no desgasta al líder y amplía el campo de la competición electoral en que vienen trabajando en Génova
Por distintos caminos, sale el bipartidismo reforzado de un debate que a efectos prácticos ha terminado en su primera jornada —a expensas del movimiento que pueda guardarse Feijóo—. Una cuestión menor estando las cosas cómo están.
Salen satisfechos los populares tras un desempeño muy trabajado que afianza a Cuca Gamarra, no desgasta al líder y amplía el campo de la competición electoral en que vienen trabajando en Génova.
Poco más de 100 días han bastado para que el PP vuelva a ser reconocible: un partido conservador, predecible, que tiene en la gestión el principal atributo de su marca.
Su discurso económico, más orientado a los números que se hacen en los hogares que a las grandes cifras abstractas, está resultando más atractivo para las capas de las clases medias y medias bajas.
Y la mayor carga de madurez está aumentando la eficacia dialéctica en el campo de la confrontación moral: tras el sarampión adolescente, se han dado cuenta de que no necesitan sobreactuar.
La prueba está en el deslucimiento de Vox, que de golpe parece sometido a un proceso de envejecimiento prematuro y acelerado. Abascal, que estuvo sorprendentemente flojo, sin vigor y sin iniciativa, salió del encuentro dejando más cierta la impresión de que el mejor tiempo de sus siglas ha quedado ya en el pasado.
Y salen también satisfechos los socialistas tras una intervención que aleja al PSOE de la socialdemocracia y somete a sus socios a la 'sucursalidad' tras haberles dejado sonrientes en sus puestos y sin mercancía que vender.
El juego de esta coalición no consiste en que el pez grande se coma al chico, sino en dejar sin comida al pequeñito. Y eso fue lo que ocurrió.
Fue muy personalista el discurso de Sánchez, aunque se ve a media legua que faltaron horas de cocina. Comenzó con una primera parte breve y fría destinada a hacerse cargo del estado anímico del país —una expresión muy de Felipe González—.
Pero faltó calor humano, no hubo un gramo de empatía. Está en su naturaleza, no puede evitarlo. Pareció que leía la lista de la compra.
Siguió con un diagnóstico más bien tendencioso sobre la inflación y no poco acertado, incluso brillante, respecto a la guerra y la necesidad de más y más europeísmo. Por ahí, sí.
Fueron los mejores momentos, aunque faltó algo de honestidad justo después, a la hora de exponer con claridad el difícil otoño que viene —bajará el crecimiento, se mantendrá la inflación y sufriremos una crisis energética—.
El salto mortal vino después, con el anuncio de las medidas. Moncloa sabe que cada vez tiene menos margen para el gasto, así que en eso no fue más allá de la pedrea semanal. La apuesta de fondo estaba en los ingresos: impuestos para las energéticas y las entidades financieras.
¿Cuánto tardará esto en repercutirse en los precios? Ya está pasando. Más inflación y no menos. El anuncio, revestido de justicia social, agrandará las facturas, es como luchar contra el colesterol recetando un plato de callos cada ocho horas.
Después de la épica autorreferencial habitual, cerró la intervención con un bajonazo poco elegante. Una llamada perdida al PP para que dialogue trufada de recuerdos frentistas: la gestión de 2008, la pandemia, la corrupción, la persecución de las libertades y las teorías de la conspiración…
El lema propagandístico de Sánchez fue un “A por todas”. Pero el mensaje político reza “a por todas las confrontaciones y a por ningún acuerdo”. Y esta es la clave de lo que viene, no ya para el resto de esta legislatura dañada, sino para el deterioro del interés general.
Lo cierto es que la agenda del país, nuestros problemas, está chocando frontalmente con los condicionantes políticos de este Gobierno que está genéticamente programado para gastar.
Por eso no es una buena noticia que el discurso monclovita fuese diseñado con el único objetivo de mantener en pie la mayoría Frankenstein y no con la meta de levantar un acuerdo de país cuando todas las dificultades amenazan con verse superadas.
Lo más relevante no está en lo mucho que Sánchez prefirió olvidar en su intervención, cuestiones tan candentes como la necesidad de aumentar el gasto militar en tiempos de guerra, la crisis que se está cebando en la frontera sur, la crisis alimentaria que todos los expertos temen para dentro de muy poco, el agujero de seguridad abierto por la crisis de Pegasus o las consecuencias que tiene para la fibra moral de nuestra democracia entera el creciente protagonismo de Bildu.
Lo más trascendente está en lo que directamente ha quedado cegado por las cortinas de humo en un discurso que busca la confrontación para distraernos de la reflexión.
¿Dónde están las medidas de choque para afrontar la subida de los precios que, sin duda, es la principal preocupación de las familias?
¿Cuál es el plan para evitar que haya racionamientos de energía o para impedir simplemente que haya familias que no puedan permitirse el lujo de encender la calefacción?
¿Cómo es el plan para evitar que aumente el empobrecimiento real de las familias trabajadoras, dónde el muro de contención para la ola de desigualdad material?
Por el camino en que vamos, los españoles saldremos de esta crisis más pobres, pero también más divididos. Esa es la factura que nos dejará un líder que se dice socialista mientras huye de la socialdemocracia y no cuida de la democracia.
Muchos españoles, generaciones enteras, no han vivido un tiempo en el que la exigencia de grandes consensos sea mayor que la de ahora.
Y muchos progresistas, millones que se sienten políticamente huérfanos, consideran que la centralidad fortalece la igualdad y que el populismo la debilita. Y creen también que la cultura del acuerdo beneficia más al bien común que violar la memoria de nuestra transición.
A todos esos votantes ha renunciado Sánchez en un debate sobre el estado de la nación que no servirá para contener la crisis de credibilidad que está sufriendo. Empeorará, porque las medidas se olvidarán y los problemas no desaparecerán.
Con todo, lo más grave es que está renunciando a su responsabilidad. Afrontar una crisis inflacionaria con medidas inflacionarias es lo que hacen los líderes populistas, no los socialdemócratas.
Abordar en serio una política antiinflacionaria es forzosamente impopular. La única manera de llevarla a cabo es mediante un acuerdo de gran envergadura que permita el reparto de la responsabilidad, de manera que quien está gobernando pueda cumplir con su obligación de gobernar adecuadamente y quien espera gobernar no se encuentre con una situación imposible el día de mañana.
Sánchez no está en eso. Lo suyo es mantener a Frankenstein en pie a ver si puede repetir desde una derrota que parece inevitable y, si no puede, en cargarle el muerto al siguiente. La herencia es esa, hoy un poco más envenenada.
Por distintos caminos, sale el bipartidismo reforzado de un debate que a efectos prácticos ha terminado en su primera jornada —a expensas del movimiento que pueda guardarse Feijóo—. Una cuestión menor estando las cosas cómo están.
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