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Inflación, sequía y recesión: GPS para la crisis alimentaria
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Inflación, sequía y recesión: GPS para la crisis alimentaria

Habría que hacer algo, mucho en realidad, porque de un invierno frío como el que viene con la crisis energética se puede salir sin secuelas, pero no de una alimentación deficiente

Foto: Un frutero coloca el género. (EFE/Luis Millán)
Un frutero coloca el género. (EFE/Luis Millán)
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El combo inflación, sequía y recesión está teniendo un impacto severo sobre nuestra capacidad de compra en el supermercado. El carrito ya trae cambios en el consumo, preocupación en los padres y una desigualdad inédita en la historia reciente de nuestro país, una grieta en la mesa que marcará toda la vida de las generaciones más jóvenes. Y traerá más. La pobreza alimentaria ya está llamando a la puerta de muchos hogares.

Habría que hacer algo, mucho en realidad, porque de un invierno frío como el que viene con la crisis energética se puede salir sin secuelas, pero no de una alimentación deficiente. Comer peor significa vivir menos. Conlleva lastres en el crecimiento y problemas de salud duraderos, una esperanza de vida reducida.

Foto: La presidenta del BCE, Christine Lagarde. (Reuters/Wolfgang Rattay)

El impacto de la inflación es evidente sobre la cesta de la compra. El 94,5% de los precios que monitoriza la OCU ha aumentado de precio en el último año. Para una familia media, el sobrecoste ya es de unos 830 Euros. Las siguientes subidas de precios reflejan la dimensión de lo que está pasando: frutas y verduras +12,4%, pescados 13,3%, carnes +14%, huevos +45,9%, harina de trigo 49,7%, aceite de oliva +52,6%.

Con estas cifras, comer fuera de casa se está convirtiendo en un lujo para capas cada vez más amplias de la población. Y eso es inquietante porque la restauración es un sector con peso en el PIB y el empleo. Sin embargo, no es lo más preocupante. Lo veremos a la vuelta de las vacaciones. Habrá más táperes en las oficinas —como empezó a ocurrir con la crisis de 2008— y la comida será peor. Lo mismo ocurrirá con los desayunos que los chavales se llevan al colegio. Más azúcares saturados, más productos ultraprocesados.

No parece insensato que la administración se active para asegurar lo antes posible que todos los niños puedan desayunar equilibrada y gratuitamente en los colegios. Tendría que ser una prioridad de país. En el Reino Unido, donde la inflación es comparable a la nuestra, se ha publicado esta misma semana una encuesta con un par de datos que podrían ser verosímiles en España: uno de cada seis adultos está ya saltándose regularmente alguna comida al día y cuatro de cada diez han devuelto a la estantería del supermercado algún producto que ya habían puesto en la cesta. Las cosas están cambiando, los hábitos de consumo están alterándose.

Ojalá me equivoque, pero si las cosas van por donde parecen, veremos expandirse la obesidad durante el próximo curso

750.000 familias españolas están sufriendo serias dificultades para llenar la despensa. ¿Qué están haciendo? Comprar de forma distinta. La cuestión de fondo, no está en que las ventas de marca blanca se estén disparando —ese es un recurso adaptativo— sino en la transformación de la lista de la compra que muchos padres se ven obligados a hacer porque algunos productos empiezan a estar fuera del alcance de muchos consumidores.

No parece irresponsable que la administración reflexione sobre cómo bombear ayudas directas y significativas a las familias menos protegidas ante la amenaza de la pobreza alimentaria.

Ojalá me equivoque, pero si las cosas van por donde parecen, veremos expandirse la obesidad durante el próximo curso. Lo hará por barrios y no solo por los más humildes, también en los de clase media. Lo hará porque hay que seguir llevando comida a casa, porque hay que poner un plato en la mesa, porque en muchas casas no habrá más remedio que sustituir lo saludable por lo precocinado.

Foto: Imagen de un reparto de alimentos en Madrid. (EFE/David Fernández)

Desgraciadamente, no faltan motivos para anticipar que esta brecha pueda reducirse a corto plazo. Estamos viviendo un verano inusualmente seco. Y la sequía condiciona el volumen y la calidad de la recolección que este año va a ser mala.

Tomemos tres productos centrales en la dieta mediterránea: cereales, aceituna y vid. Y fijémonos en tres datos: la cosecha de cereal en Castilla y León caerá un 20%, la de aceite hasta un 40% en todo el país —con Extremadura especialmente golpeada—, la vendimia puede desplomarse, según Asaja, hasta el 50%. Las expectativas en frutería son igualmente negativas y el sector entero de la ganadería lleva haciendo sonar las campanas de alarma desde hace tiempo. Algunos productores incluso anticipan la escasez —leche y pollo— para este mismo otoño.

¿Puede haber descontento y contestación social en el campo? Sí, claro. Puede activarse un ciclo de protestas porque toda esta subida de precios no se traduce en un aumento de sus ingresos. También porque todo el sector viene sufriendo desde hace tiempo un alza en los precios de producción —propiciada fundamentalmente por la subida del diésel—.

En las circunstancias actuales, una recesión implicará un salto de magnitud en la crisis alimentaria que estamos atravesando

No parece descabellado que la administración pueda plantearse una rebaja —incluso un paréntesis de suspensión— en los impuestos vinculados a la energía —como mínimo para las capas productivas más expuestas a la crisis energética—. Por otro lado, más allá de las movilizaciones que puedan darse en el sector primario, parece claro que estos días tienen algo de preludio para la ola de malestar social que viene. Es interesante cómo viene evolucionando el debate de los economistas: ya no se discute si habrá o no habrá recesión, el disenso está en el cuándo.

En las circunstancias actuales, una recesión implicará un salto de magnitud en la crisis alimentaria que estamos atravesando. Dejaremos de estar en la pantalla que están viviendo los hogares con menores ingresos: renunciar al filete y tener que comprar la pizza congelada. Entraremos en el escenario de más familias que directamente no tendrán ingresos.

Foto: Barco exportador de gas. (EFE)

Si los pronósticos más oscuros se tornan ciertos, crecerán las colas en las puertas de los bancos de alimentos con personas que se han considerado de clase media de toda la vida. Por ese camino, las consecuencias políticas son impredecibles.

El escenario es endiablado para todos los gobiernos europeos, singularmente para el nuestro que está teniendo más dificultades en la contención de la inflación y que además presume de ser el más progresista de Europa. Lo que viene parece difícil. No es nada improbable que tengan que adoptarse medidas sin precedentes. Puede que haga falta. También es cierto que algunas cosas sobran. Por ejemplo, la insensibilidad.

El ministro de consumo, por poner un ejemplo, haría bien en no repetir ningún episodio de violencia alimentaria. Claro que la carne ecológica está muy bien, que lo mejor son los productos frescos, que las macrogranjas no son precisamente ejemplares, pero… hay que comer. Y cuando se habla de comer, de un nervio central en cualquier sociedad, los gobiernos no están para decirles a los ciudadanos lo que tienen que hacer, sino para evitar, por encima de cualquier otra circunstancia, que la comida falte, sobre todo, a los que tienen que crecer en las mejores circunstancias posibles.

El combo inflación, sequía y recesión está teniendo un impacto severo sobre nuestra capacidad de compra en el supermercado. El carrito ya trae cambios en el consumo, preocupación en los padres y una desigualdad inédita en la historia reciente de nuestro país, una grieta en la mesa que marcará toda la vida de las generaciones más jóvenes. Y traerá más. La pobreza alimentaria ya está llamando a la puerta de muchos hogares.

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