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Moncloa. Última temporada. Capítulo 7
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Moncloa. Última temporada. Capítulo 7

El público lleva demasiados capítulos viendo al protagonista pareciéndose cada vez más a la peor versión de sí mismo, planteando hacia fuera dilemas más angostos y exigiendo a los de dentro lealtades más brutales y más caprichosas

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Enric Fontcuberta)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Enric Fontcuberta)
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El penúltimo capítulo de las series que logran llegar a la quinta temporada suele sorprender al público. El espectador calcula que el final llegará más tarde, no se espera encontrarse tan pronto con el golpe de lo irremediable. Es en el siguiente cuando se da cuenta de que toda historia tiene dos finales y no uno, que primero va el cierre de la trama principal y que luego llega la caída a escala humana, el colapso personal queda reservado para los últimos minutos de la producción entera. Ahí, con la caída del telón, cae entero el peso del drama.

La trama central de esta serie es de carácter político. Y ha quedado abrochada con el resultado de las elecciones municipales y autonómicas. Los números hacen imposible la recuperación. El punto de no retorno impide la posibilidad de que vuelva a darse lo que tantas veces vimos antes: la huida hacia delante que lleva a los demás hasta el precipicio. Se terminó.

El público lo sabe. Lo sabe, según procesa el veredicto de las urnas sin sorpresa y con naturalidad, no como la causa del acabamiento, sino como la consecuencia de todo lo que viene viendo.

El penúltimo capítulo termina con un cliffhanger, un cebo sorprendente para atrapar al espectador hasta la entrega definitiva. Un volantazo que parece poner las cosas patas arriba, pero que, en realidad, a efectos de guion, marca la transición hacia el segundo final, hacia el descenso hacia los abismos del alma humana.

El anzuelo de los guionistas se deshará pronto, la trama principal pasará a segundo plano. El capítulo octavo se desarrollará desde los ejes de tensión que vienen marcados desde el principio: el pecado original, la progresiva desaparición de los actores secundarios y la instalación de la soledad.

Foto: Pedro Sánchez, después de votar este domingo en Madrid. (Reuters/Juan Medina) Opinión

El pecado original, la genética misma de la aventura, ha ido estrechando el margen de acción del protagonista hasta dejarle sin autonomía política. La paradoja narrativa radica en que ese acortamiento del rango de acción —los hechos— convive con una fantasía necesariamente creciente —la ilusión de omnipotencia—. Por eso cada vez son más amplios los excesos y mayor y mayor la distancia con la realidad.

El público lleva demasiados capítulos viendo al protagonista pareciéndose cada vez más a la peor versión de sí mismo, planteando hacia fuera dilemas más angostos y exigiendo a los de dentro lealtades más brutales y más caprichosas.

La desaparición de los secundarios, sobre todo de los más cercanos, sin consideración ni piedad alguna, ha debilitado la relación con el resto de actores, pero también ha ido erosionando la empatía del espectador con el protagonista. No hacía falta tanta crueldad para ajusticiar a quienes acompañaron desde el capítulo 1 como Ábalos, como Carmen Calvo y como muchos más.

La propia ejecución de Bolaños, innecesaria a estas alturas, refuerza en la pantalla la impronta de una carencia: la desalmada falta de escrúpulos. Desatada.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la declaración institucional en la Moncloa. (EFE/Moncloa/Pool/Borja Puig de la Bellacasa)

Y, como desenlace, la soledad. Porque a partir de ahora, ahora que las elecciones generales están perdidas, ahora que ya entramos en el capítulo 8, es cuando el mapa de tramas de la serie cambia y la política deja de ser lo principal.

Lo que viene es la condición humana llevada hasta el extremo de lo trágico, porque las últimas temporadas han convertido al PSOE en un lugar donde todo lo que no es miedo es odio.

Es mucho el rencor acumulado. La nutrida asociación de víctimas del sanchismo se siente unida por el hilo invisible de un resentimiento paciente y constante. Perenne. Nadie tiene prisa, pero cada uno de sus miembros espera tener la oportunidad de un desquite al que ninguno va a renunciar.

Foto: Pablo Iglesias. (EFE/ J.P.Gandul)

Un rencor que ahora se extiende como lo hace el malestar tras las derrotas que podrían haberse evitado, al menos contenido, a poco que el protagonista hubiese actuado con un mínimo de racionalidad. En política, nada es más difícil de perdonar que la culpabilidad del líder en la pérdida del poder.

Nadie le frenó. Nadie se atrevió a decirle que así solo podría dañar el interés del partido, que asumir el protagonismo de la campaña era un error porque los candidatos necesitaban como el comer hablar de su territorio y rebajar lo nacional.

Foto: El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Manu)

Nadie, en todo el palacio poblado por cientos de asesores, asumió la responsabilidad de verbalizar la verdad: tu idea no va a funcionar, no eres el remedio adecuado para estas elecciones, no eres lo único que le queda al PSOE; hay más, están todos, y pueden funcionar mejor.

Nadie levantó la voz, porque todo lo que no es odio es miedo. Hay mucho temor. En ese equipo se ha instalado la percepción de que la discrepancia no es el reflejo de la libertad de criterio y el pensamiento crítico, sino algo demostradamente peligroso. Es un error en todos los planos, también a escala personal, porque el peligro no desaparece aunque uno esté asintiendo todo el rato.

Nadie levantó la voz, porque todo lo que no es odio es miedo. Hay mucho temor

Antes de la campaña del 28-M, todos asintieron sabiendo que la decisión del jefe era un error. Fue un asentimiento suicida y barato, a cambio de unos pocos meses de salario, de no aparecer en el punto de mira del personaje. Pero el 29 por la mañana saltó el anzuelo, el cliffhanger, y cayeron todos.

La soledad enmarcará el episodio final, el delirio narcisista del protagonista, que sencillamente no está en condiciones de aceptar que su autoimagen no se corresponde con la imagen que España se ha hecho de él.

Foto: Pedro Sánchez en la comparecencia. (EFE/Borja Puig de la Bellacasa)

Una frase, muy de guionista, envuelta en el anzuelo del anuncio de adelanto, ha pasado desapercibida, pero marca la vibración de lo que le queda al personaje: “La democracia es un método infalible para aclarar dudas”.

¿Qué dudas, Pedro? Las que suenan en la cabeza, nada más. El veredicto de los españoles es claro. El golpe para el PSOE es rotundo. España rechaza el sanchismo y Sánchez vuelve a plantear un referéndum sobre sí mismo después de haber perdido con estrépito.

En democracia, nadie gana solo, nadie es omnipotente, los límites existen, el número de atajos es finito y no se puede someter a todos los actores todo el tiempo. En democracia, ahí está uno de los motivos de su belleza, no existe la incondicionalidad.

Lo que hará terrible el final de esta serie no será el resultado definitivo. Será la soledad de un cadáver político que no podrá luchar contra la derrota porque nunca será capaz de asimilar que el ego no es el primer ejército, sino el enemigo principal.

Contado así, parece que la narración tiene tintes shakespearianos. Exactamente eso es lo que terminará de desmontarse justo antes de los títulos de crédito: solo es la historia de un impostor que termina cerrando los ojos cuando el espejo se hace añicos.

El penúltimo capítulo de las series que logran llegar a la quinta temporada suele sorprender al público. El espectador calcula que el final llegará más tarde, no se espera encontrarse tan pronto con el golpe de lo irremediable. Es en el siguiente cuando se da cuenta de que toda historia tiene dos finales y no uno, que primero va el cierre de la trama principal y que luego llega la caída a escala humana, el colapso personal queda reservado para los últimos minutos de la producción entera. Ahí, con la caída del telón, cae entero el peso del drama.

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