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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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La crisis moral española

Las formas más impúdicas de deshonestidad reciben nuestro premio y hasta una literatura indecente de admiración. Aceptamos que se nos diga que son "cambios de opinión" lo que no son más que mudas en los principios más elementales

Foto: Pedro Sánchez en el Congreso. (Europa Press/Eduardo Parra)
Pedro Sánchez en el Congreso. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Los clásicos siempre funcionan. Siempre. Una relectura de la Generación del 98 es más útil que para comprender lo que ocurre ahora mismo en nuestro país que pasarse la tarde maldiciendo por las redes sociales.

Aquellos problemas eran diferentes de los nuestros. Pero los motivos para la desazón son similares. Ellos hablaban de decadencia y nosotros de degradación. Pertenecemos a tiempos distintos, pero estamos atravesando similares erosiones en los principios éticos. Como pasó entonces, España se encuentra inmersa en una profunda crisis moral que no será de fácil reparación.

Conmueve leer a nuestros intelectuales de finales del siglo XIX llamando a la verdad y a la autenticidad como antídotos para el desastre. En aquella época, estaban muy lejanos los tiempos de la posverdad y la propaganda cocinada por la inteligencia artificial y servida por el big data. Pero ya se escribía sobre la deshumanización, la masificación y la pérdida de la individualidad. Y ya se hablaba sobre la necesidad de evitar las falsas ilusiones al enfrentar la realidad.

Ahora, de nuevo, la verdad parece haber perdido su valor. Da la impresión de que hemos elegido olvidar que lo verdadero supone un pilar insustituible para la salud y la estabilidad nuestra sociedad.

Foto: El ministro de Transporte, Óscar Puente. (EFE/J. J. Guillén)

Vemos que los hechos se distorsionan, se manipulan y se desprecian como si ese retorcimiento no tuviese un impacto directo sobre la confianza en nuestros líderes, en las instituciones y en el sistema entero.

Aceptamos mansamente esa trituración factual y la factura que inevitablemente traerá: la severa dificultad de mantener y prolongar un relato común, un sentido compartido de la realidad.

Existe el riesgo de que mañana no podamos legar a las futuras generaciones la posibilidad de comprender su herencia compartida real

De tanto machacar la realidad con una mano y el pasado con la otra, se nos está quebrando el relato superador e integrador que comenzó a escribirse en la transición, y se nos está quebrantando, también, hasta aquel nosotros sin rojos ni azules que por fin supieron levantar juntos nuestros padres y abuelos.

Toleramos que los números y los hechos dejen de estar registrados de manera precisa, que pueda violarse la memoria, y preferimos obviar las consecuencias que estos destrozos provocarán: hoy los lazos sociales son más débiles que ayer, y existe el riesgo de que mañana no podamos legar a las futuras generaciones la posibilidad de comprender su herencia compartida real.

Y sí, ya sé que esta no es la mejor época que ha visto la democracia, que todas las naciones sufren sus tensiones, que el populismo y el nacionalismo son fenómenos extendidos. Pero aquí hay un par de rasgos distintivos que son propios de una avería mayor, de una crisis moral en toda regla.

Foto: Bolaños junto a Guilarte y el presidente del Tribunal Constitucional. (EFE / Juan Carlos Hidalgo)

El primer rasgo está en el daño que sufren algunos de los fundamentos éticos en nuestro sistema de valores. España siempre fue, quizá demasiado, un país muy púdico y con un alto sentido del honor. Sin embargo, la virtud cambió su significado en algún momento. Hoy, las formas más impúdicas de deshonestidad reciben nuestro premio y hasta una literatura indecente de admiración. Aceptamos que se nos diga que son "cambios de opinión" lo que no son más que mudas en los principios más elementales.

Siempre fuimos un país bastante rígido en todo lo concerniente a la justicia. Nos preocupaba la ecuanimidad. Hoy, antes de opinar sobre un delito, preferimos preguntar quién lo cometió, para definir si a continuación mostramos nuestra indignación o nuestra indiferencia.

Siempre fuimos un país solidario. Nos acercábamos en la dificultad y nos inquietaba francamente la desigualdad. Hoy, en eso somos únicos, se vive aquí cada crisis como una oportunidad para tirar de navaja. Y no hay en toda la izquierda un solo líder con autoridad moral suficiente para sostener sin mentir, que defiende abiertamente la igualdad entre todos los españoles.

Foto: Pablo Iglesias. (EFE/Mariscal)

Además de esas pérdidas, hemos recaído en el encanallamiento. Tal y como nos ocurre en los peores episodios de nuestra historia, procesamos la diferencia de criterios como una ofensa, si no ofendemos antes a quien piensa distinto de nosotros. Se nos terminó el respeto, han regresado los deseos unánimes de venganza y de impunidad. El cainismo ibérico.

El segundo rasgo distintivo de nuestra crisis moral nacional está en un hecho político: el esfuerzo por levantar un muro que separe a los hermanos es un principio estratégico diseñado por el poder con la intención de perpetuarse.

Ese principio es radicalmente contrario a la naturaleza de la democracia, que consiste precisamente en ordenar a la convivencia. Y genera una anemia ética en nuestra sociedad, encadenando acciones y discursos que solo pueden ser, como definió Ignacio Varela, "cismáticos".

Foto: El secretario de Organización del PSN-PSOE, Ramón Alzórriz, y la portavoz del PSN en el Ayuntamiento de Pamplona, Manina Curiel. (EFE/Iñaki Porto) Opinión
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Los españoles no estamos hoy en los albores de ese "principio divisivo" que tanto define al sanchismo. Hay precedentes. El muro que anunció Sánchez durante su discurso de investidura, en un ejercicio inédito de sinceridad, podrá ser el más alto, pero no el primero.

El original se trazó y se levantó antes en Cataluña. Eso es lo que nos viene. Aquello se planificó fríamente y se ejecutó con mano de hierro por unas élites nacionalistas choriceras. Tanto que, sabiéndose atenazadas por su propia corrupción, emprendieron una huida hacia delante, forzando a todos los catalanes a elegir entre un sueño imposible o la pesadilla diaria.

La regeneración de Cataluña y del resto de España no pasa por indultar y amnistiar a los delincuentes que manifiestan su voluntad de reincidir, tampoco por comprarles la lógica política como si no fuese un veneno.

Foto: El primer secretario de Junts, Jordi Turull. (Reuters/Yves Herman)

La regeneración pasa por recuperar el principio ético de la responsabilidad. Las élites nacionalistas han cometido la misma irresponsabilidad que Sánchez, la de sembrar cizaña. La quiebra del sistema de valores de nuestra sociedad se está sembrando desde arriba, desde el poder.

Pero la cuestión no acaba aquí. La izquierda entera se ha convertido en un páramo ético. Es urgente que alguien encienda en 2024 una luz en torno a la que los progresistas puedan reunirse. Y la derecha debe afrontar la tarea, sin titubear, de devolver a Vox a donde pertenece.

Y el resto de la sociedad tiene también su porción de responsabilidad. La pasividad de los españoles está agravando la crisis moral de España. Puede entenderse porque desde 2008 venimos masticando una crisis tras otra. La vida aprieta, claro. Pero el futuro existe, la España que heredamos tendría que seguir existiendo. Hay que regenerarse.

Los clásicos siempre funcionan. Siempre. Una relectura de la Generación del 98 es más útil que para comprender lo que ocurre ahora mismo en nuestro país que pasarse la tarde maldiciendo por las redes sociales.

Pedro Sánchez Bildu Junts per Catalunya
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