Crónicas desde el frente viral
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Los siete pecados capitales en la gestión de la DANA
Creo que la gestión de la tragedia en su conjunto es nefasta porque en ningún momento parece haber primado el principio del interés general
Hará falta tiempo para que podamos reparar lo destruido por la catástrofe, al menos lo que puede recuperarse que es lo menos importante. Y necesitaremos tiempo también para comprender las consecuencias políticas y sociológicas que emergerán. Por el momento, todo lo que puede verse es el resultado de una nefasta gestión y de un partidismo que resultará tan difícil de olvidar como de perdonar.
Entre las consecuencias, probablemente, se dará una fuerte pérdida de confianza general, sin demasiada distinción de color, en los Gobiernos y en las instituciones públicas. Las muestras de incompetencia y desconexión con el estado de necesidad de los abandonados generan condiciones necesarias para una crisis de legitimidad.
Antes del desastre ya era imposible en España hablar de desafección respecto a la clase política. Había enfado y fuerte además. Después, el asco será más plausible que la ira.
Ya estábamos ante el caldo de cultivo idóneo para que la extrema derecha explotase el malestar. Pero como son una banda de inútiles, tampoco puede descartarse que surjan nuevos líderes y opciones políticas de carácter radical a ambos extremos del espectro político.
En buena medida, la movilización ciudadana y el activismo social de estos días son, además de una admirable expresión de solidaridad, el reflejo de una frustración causada por la falta de acción gubernamental. En los países que afrontan racionalmente las desgracias, las movilizaciones de voluntarios no se producen como aquí y tampoco surgen protestas como las de estos días. Las dos cosas son una señal.
La forma en que se está articulando la respuesta cívica permite anticipar una nueva caída en la autoestima nacional. Lógico. Cada vez nos pasan más cosas impropias de los países desarrollados, cada vez tenemos más problemas parecidos a los que tienen los países empobrecidos. Ese empobrecimiento no puede entenderse sin atender al deterioro democrático que estamos sufriendo los españoles. España está dejando de funcionar como una nación avanzada.
La alarmante confirmación de que el sistema, al menos en las circunstancias actuales, es incapaz de responder con un mínimo de eficacia no corregirá la dinámica de polarización actual. Sucederá lo contrario, el frentismo se agudizará para ocultar las mutuas incapacidades. La narrativa del “ellos contra nosotros” irá a más.
La demanda de transparencia y rendición de cuentas que la magnitud de este fracaso exigiría en cualquier democracia sana no se atenderá aquí. Nunca se sabrá, del todo, qué fue lo que falló porque ninguna de las dos partes está interesada en que la verdad salga a la luz. No habrá evaluación. Al menos a corto plazo, seguiremos igual de desarmados ante la eventualidad de que la naturaleza decida golpearnos de nuevo.
Personalmente, me niego a aceptar que nuestra sociedad pueda salir de este espanto sin un documento que señale las 100 principales cosas que fallaron y las 100 primeras cosas que deben cambiarse para que no vuelva a ocurrirnos lo mismo.
Y me niego, también, a dejarme encarcelar tras unos barrotes que ni siquiera son ideológicos porque son partidarios. Me rebelo ante el juego de la culpa que unos y otros han tratado de forzar para librarse de su responsabilidad política. Para mí, tanto Mazón como Sánchez, son igualmente responsables y en política las gravísimas responsabilidades sólo pueden conjugarse a través de dimisiones irrevocables.
Atribuyo el rango de extrema gravedad a la irresponsabilidad política de las dos administraciones porque no soy capaz de localizar su incompetencia sobre hechos puntuales. Creo que la gestión de la tragedia en su conjunto es nefasta porque en ningún momento parece haber primado el principio del interés general. Y lo considero porque la desgracia puede contarse hilando, al menos, los siguientes siete pecados capitales…
Uno. La desprotección. Los mecanismos de alerta fallaron de manera estrepitosa. Y no fue por falta de información, tampoco por carencias técnicas. Fallaron las personas. El nepotismo, esto de colocar a los compañeros de partido en los diferentes puestos de la administración, tengan o no tengan conocimiento de lo que tendrán entre manos, es un mal nacional que tiene implicaciones.
Dos. La descoordinación. La respuesta ha sido lenta e ineficaz. Se me hace durísimo tener que preguntarme si el hecho de que el color de los dos Gobiernos sea distinto pueda haber provocado pérdidas que de otro modo no se habrían producido. Es una sospecha terrible, pero no puedo deshacerme de ella.
Tres. La intoxicación. Estábamos todavía en el peor momento, hasta arriba de barro, y el fango virtual ya estaba extendiéndose de forma orquestada. La destrucción del contrario mientras todo se destruye. El peor de los oportunismos en la peor de las situaciones.
Cuarto. La insensibilidad. Creo que el mensaje de Sánchez –“si quieren ayuda que la pidan”- sólo puede ser procesado en términos de sadismo. Ningún otro presidente en ningún otro lugar del mundo sería capaz de decir algo parecido.
Cinco. El chantaje. Vincular la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado a la activación de las ayudas es, en mi opinión, una forma de extorsión y un reflejo de corrupción moral y política porque supone la obtención de algo de forma éticamente ilícita.
Seis. La desinformación. Los socialistas, por lo que se ve, han tratado de contarnos que la huida de Sánchez fue provocada por una operación de la extrema derecha; la Guardia Civil no parece compartir esa opinión. Desde la derecha se ha hablado de la presencia del nacionalismo catalán en las protestas de Valencia. El malestar contra uno y otro es real. Y tratar de ocultarlo sólo puede servir para empeorar la situación.
Siete. La propaganda. La formulación de promesas vacías y la venta de falsas expectativas. Si no existiese el precedente del volcán de La Palma, habría motivo para darle algo de credibilidad a los anuncios del Gobierno.
Si la situación no fuese tan terrible como es, habría que reírse tras ver al presidente llamando a aplaudir desde los balcones a las ocho. Por lo menos, tal y como ha tenido la delicadeza de decirnos, él está bien. Menos mal. Nada hay más importante. Ya podemos dormir tranquilos.
Hará falta tiempo para que podamos reparar lo destruido por la catástrofe, al menos lo que puede recuperarse que es lo menos importante. Y necesitaremos tiempo también para comprender las consecuencias políticas y sociológicas que emergerán. Por el momento, todo lo que puede verse es el resultado de una nefasta gestión y de un partidismo que resultará tan difícil de olvidar como de perdonar.
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