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A fondo: análisis (heterodoxo) del nuevo trumpismo
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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A fondo: análisis (heterodoxo) del nuevo trumpismo

Existen riesgos, pero estamos hablando de la nación con la cultura democrática más arraigada en el mundo: la libertad de prensa está garantizada y el individualismo cuestiona a las figuras que concentran demasiado poder

Foto: Donald Trump. (Reuters)
Donald Trump. (Reuters)
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En el viejo continente crece la sensación de que esta década se parece cada vez más al periodo de los años veinte y treinta del siglo pasado. Hay argumentos para sostener esa impresión, quizá no tanto para dejarse llevar por el eurocentrismo y aplicarla más allá de nuestras fronteras. En mi opinión, la reciente victoria de Trump no termina de encajar con aquella época y puede sernos de mayor utilidad otra referencia histórica más reciente.

La relectura de Zweig tiene cierta validez a este lado del Atlántico. Ahora, como entonces, aumentan aquí la desigualdad, la desconfianza en la democracia, el nacionalismo, la extrema derecha, la xenofobia, el antisemitismo y el temor a la decadencia cultural. También las tensiones y los conflictos internacionales en nuestro propio territorio. Incluso podría apuntarse que la irrupción de las redes sociales está disparando la polarización, como lo hicieron también la propaganda de masas y la radio en su día. Vivimos, otra vez, bajo el sentimiento predominante del resentimiento, mientras el mundo vuelve a reconfigurarse, restándonos relevancia global de nuevo.

Buena parte de los puntos anteriores pueden trasladarse a Norteamérica. Y, junto a ellos, algunos más. El recelo hacia las élites también se está dando. Regresan el "América Primero", el aislacionismo, el malestar económico, la mano dura contra la inmigración, las tensiones raciales y la moral tradicional como respuesta a los cambios sociales y culturales. Sin embargo, podría no estar de más recordar lo que ocurrió allí cien años antes.

Los años veinte y treinta del siglo pasado no fueron tranquilos para la sociedad estadounidense. La conflictividad social fue enorme, los choques raciales fueron terribles —auge del Ku Klux Klan—, surgió una brecha irreversible entre lo urbano y lo rural, se desató el descontento de los militares veteranos —la Marcha del Bonus Army—, emergieron extremistas —el Partido Comunista se fundó en 1919, Lindbergh abanderó el fascismo—, nacieron organizaciones patrióticas extremas —American Protective League o la Legión Americana—, aparecieron movimientos reaccionarios —Liga de la Decencia Católica—, brotaron milicias privadas —Silver Shirts—, se libraron grandes guerras culturales —"Juicio del Mono" sobre la evolución-…; sumen a lo anterior el impacto de la Ley Seca. Pero, a pesar de todo, el funcionamiento democrático no sufrió alteraciones sustanciales.

Trump no ha dejado de ser Trump, pero sí ha planteado a los norteamericanos la propuesta más reaganista desde Reagan. Y ha ganado.

Los estadounidenses mantuvieron en aquella época una estabilidad política completamente distinta a la que sufrimos los europeos. En un ambiente de descontento social y desesperación económica, aparecieron opciones de corte populista —Share Our Wealth—, pero nada llegó a amenazar verdaderamente al sistema de partidos bipartidista.

De hecho, hubo poca alternancia en el poder. Con escasos matices, puede considerarse que la labor de los sucesivos presidentes fue bastante moderada: Harding llegó al poder tras prometer "normalidad", Coolidge fue cualquier cosa menos un radical, Hoover pudo ser demasiado cauto tras la crisis de 1929 y Roosevelt aplicó el intervencionismo para proteger la paz social.

Por lo tanto, en Estados Unidos "El mundo de ayer" no existió. No hay, en aquellas décadas, un precedente histórico válido para analizar a Trump evocando a Zweig. Los europeos haríamos bien en asumir que no es el mundo quien vuelve a los años veinte del siglo XX, sino nuestro mundo.

Puestos a buscar en el pasado, sí que puede encontrarse una referencia más útil a la hora de descifrar la nueva versión del trumpismo. La situación actual de aquella sociedad guarda más similitudes con lo ocurrido en la segunda mitad de los setenta. Reagan llegó al poder en un escenario muy marcado por el malestar económico —inflación, estancamiento económico, desempleo y crisis energética—, con la autoestima nacional bajo mínimos —resaca de Vietnam, corrupción—, una digestión compleja de los cambios culturales —1968 y la ola feminista—, una imagen exterior seriamente debilitada —rehenes en Irán—, un adversario a escala global crecido —invasión soviética de Afganistán en 1979— y un Partido Demócrata fundido —Carter y la debilidad—. No parece un paisaje demasiado distinto del que ha llevado a Trump a la victoria.

¿Sobrevivirá la democracia norteamericana tal y como la hemos conocido?, los pesimistas tienen bien fundados sus motivos

Si somos capaces de trascender la caricatura, que tanto nos reconforta moralmente a los europeos, podremos ver que la propuesta política de Trump en la reciente campaña guarda no pocas semejanzas con la de Reagan en 1980. Apuntemos algunas: todo al nacionalismo —orgullo y soberanía—, aplicación de la lógica del enemigo externo —de Moscú a Beijing—, mano dura contra los delincuentes —con más énfasis trumpista en la inmigración—, críticas agresivas a otros actores políticos —jueces y medios de comunicación—, llamada a la reducción del Estado —menos burócratas, menos políticas sociales y menos impuestos—, incentivos a las industrias energéticas —más explotación de recursos internos—, conservadurismo social —alineación con el cristianismo evangélico—, desdén hacia el multilateralismo y fuerte vínculo con Israel.

Trump no ha dejado de ser Trump, pero sí ha planteado a los norteamericanos la propuesta más reaganista desde Reagan. Y ha ganado. Ha demostrado tener la capacidad de adaptación a una realidad distinta que no han mostrado los demócratas, anquilosados todavía en la reventa del producto formulado por Obama en el mundo anterior al año 2008.

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Evidentemente, resulta absurdo esperar una presidencia convencional. Pero sí tiene sentido plantearse si en el inesperado segundo mandato puede volver a ocurrir lo que pasó en el primero, cuando las previsiones más pesimistas no llegaron a cumplirse. Estamos ante un líder político que es el producto de una época muy marcada por el populismo. Y puede darse por hecho que ese componente genético no variará. Sin embargo, el conjunto de su acción política sí que puede evolucionar hacia prácticas más reconocibles en aspectos tan importantes como la economía, la energía, la administración y las relaciones internacionales.

Conviene, aunque solo sea por la salud mental de quienes preferíamos que los demócratas hubiesen ganado las elecciones, abrir la mente a ese escenario, como es lógico, sin olvidar los peligros que conlleva una personalidad con tintes autoritarios tan acusados. No debe descartarse la posibilidad de que el trumpismo instale a una oligarquía que no provenga de las élites tradicionales. Y tampoco que esa red pueda tejer relaciones con las otras franquicias que el populismo de extrema derecha mantiene abiertas en el resto de occidente, ni siquiera con regímenes que en modo alguno podrían calificarse como democráticos. Ese riesgo existe.

Y, si pasamos de lo posible a lo probable, parece que no son pocas las opciones de que Trump aplique a rajatabla el manual del populista en cuatro ámbitos como mínimo: buscará la impunidad ante todas las causas judiciales que tiene abiertas y seguramente la obtendrá —la integridad del poder judicial se verá amenazada—, mantendrá o aumentará la tensión en todos los territorios de las guerras culturales —agenda reaccionaria en todo lo concerniente al feminismo, lo woke y lo medioambiental—, prolongará el discurso xenófobo respecto a la inmigración aplicando medidas contrarias a los derechos humanos y no bajará la dosis de la polarización. Dentro de cuatro años, la división en la sociedad de Estados Unidos será igual o mayor a la de ahora.

El listado de posibles amenazas, teniendo la posición que tiene, es prácticamente inacabable

Dicho esto, la gran pregunta para los próximos cuatro años es de dimensión histórica. ¿Sobrevivirá la democracia norteamericana tal y como la hemos conocido?

Los pesimistas tienen bien fundados sus motivos: la digestión del resultado de 2020 y el asalto al Capitolio legitiman cualquier temor, la trayectoria y el discurso del presidente electo reflejan su carácter autoritario, la magnitud de la reciente victoria electoral restringe los mecanismos de protección democrática, la derrota de los demócratas deja a la oposición huérfana además de ideológica y políticamente vulnerable, la purga de funcionarios independientes en la administración puede darse por descontada, podría revertir cualquier tipo de regulación diseñada para garantizar la transparencia, podría legitimar a grupos y fuerzas extremistas, presionar para colocar aliados en posiciones clave del sistema electoral, incluso buscar enmiendas constitucionales para extender el poder presidencial para debilitar algunas de las bases del sistema… El listado de posibles amenazas, teniendo la posición que tiene, es prácticamente inacabable. Y no está de más tener en cuenta que la forma y el fondo de hacer política que le ha definido hasta ahora ya sienta, en sí misma, un precedente nada tranquilizador para el futuro.

Los optimistas, por su parte, también pueden esgrimir sus razones. La primera de ellas queda fuera de cualquier posible discusión: Donald Trump tiene 78 años, los mismos con los que inició su Presidencia Joe Biden, terminará este mandato con 82, si pudiese seguir un ciclo más —no está permitido—, acabaría con 86.

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Por otro lado, el sistema guarda mecanismos donde puede albergarse la esperanza: el sistema es federalista —los estados gozan de gran autonomía lo que dificulta una centralización de poder—, la Corte Suprema puede salvaguardar a la democracia —por muy inclinada ideológicamente que esté—, las leyes protegen a quienes denuncian irregularidades en el Gobierno, hay rotación regular parlamentaria, hay organismos independientes —Reserva Federal—, las agencias de inteligencia tienen la misión de proteger la seguridad nacional y de prevenir abusos… El entramado es robusto y debería asegurar la resiliencia del sistema estadounidense preservando sus principios fundamentales.

Adicionalmente, creo necesario subrayar que estamos hablando de la nación con la cultura democrática más arraigada en el mundo: los estadounidenses han demostrado capacidad de movilizarse en todos los momentos determinantes, las plataformas digitales facilitan la rápida organización y visibilización de movimientos ciudadanos, la libertad de prensa no dejará de estar garantizada, el individualismo promueve el cuestionamiento de las figuras que concentran demasiado poder, el patriotismo norteamericano es indisociable del orgullo democrático…

Y, finalmente, está la historia. Si algo nos enseña el pasado es que las democracias corren peligro cuando las clases medias se sienten en peligro. La economía de aquel país no está en su mejor momento, pero está mucho mejor que la europea y tiene una potente capacidad de mejora. Y eso nos conduce a la paradoja del éxito. Si la situación de las personas que apoyan a Trump empeora, él perderá apoyos. Pero si mejora, habrá menos incentivos para poner en riesgo el statu quo.

Sólo hay una cosa segura: tanto en el Partido Republicano como en EEUU, Trump va a dejar huella. Lo que viene es histórico.

Si, dentro de cuatro años, la realidad percibida es más estable y menos desesperada, la retórica del hombre fuerte que protege al pueblo se debilita. Si la situación económica es mejor, será menor la disposición a aceptar discursos divisivos y sistémicamente desafiantes. La polarización y el bienestar guardan una relación de inversa proporcionalidad.

Si se han logrado avances, se activará el miedo a perder logros y decrecerá el deseo de desestabilización.

Para que esa paradoja agarre fuerza, no sobraría que el Partido Demócrata fuese capaz de reciclar su propuesta, recordando por ejemplo que la cuestión de clase existe, que las condiciones de vida y la capacidad de compra importan.

Yo todavía no sé si sumarme al pesimismo o al optimismo, tiendo a inclinarme hacia lo segundo, pero dudo. Solo hay una cosa que doy por segura: como mínimo, tanto en el Partido Republicano como en el país entero, Trump va a dejar una huella igual a la de Reagan.

Lo que viene es histórico.

En el viejo continente crece la sensación de que esta década se parece cada vez más al periodo de los años veinte y treinta del siglo pasado. Hay argumentos para sostener esa impresión, quizá no tanto para dejarse llevar por el eurocentrismo y aplicarla más allá de nuestras fronteras. En mi opinión, la reciente victoria de Trump no termina de encajar con aquella época y puede sernos de mayor utilidad otra referencia histórica más reciente.

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