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Constituyentes, destituyentes y reconstituyentes
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Constituyentes, destituyentes y reconstituyentes

Armengol carece de las cualidades necesarias para honrar la institución donde ha sido colocada. No tiene autonomía porque es un producto de la militarización política

Foto: Francina Armengol el Día de la Constitución. (EFE/Chema Moya)
Francina Armengol el Día de la Constitución. (EFE/Chema Moya)
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Hace un mes, entré en el Monumento a Lincoln de Washington D.C. En sus paredes pude leer el "Discurso de Gettysburg". El texto, una de las mejores piezas políticas nunca escritas, transmite un enorme vigor cívico y refleja dos temores: al enfrentamiento civil y a la llegada de figuras autoritarias. Dos días antes, Donald Trump había alcanzado una victoria arrolladora. Los hechos del presente daban lucidez a las palabras del pasado.

Ayer, escuché el discurso de Armengol en nuestro Día de la Constitución. Sé que no sería justo pedirle a la presidenta del Congreso la misma grandeza que a Lincoln. En realidad, por una cuestión de justicia básica, me conformaba con que sus palabras no desluciesen los hechos del pasado.

El reto, como evidenció, estaba fuera de su alcance. Incluso en un día así, la funcionaria sanchista llevó a cabo una intervención de redacción escolar y fondo partidario. Cometí un error al sorprenderme, lo confieso.

Armengol carece de las cualidades necesarias para honrar la institución donde ha sido colocada. No tiene autonomía porque es un producto de la militarización política combinada con el nepotismo, así que da el síntoma de lo peor de ambos mundos: la uniformidad y la ineficacia.

Incluso en un día así, la funcionaria sanchista llevó a cabo una intervención de redacción escolar y fondo partidario

A su vez, carece de autoridad moral. ¿Quién se echará las manos a la cabeza si es llamada al Tribunal? ¿Quién no está íntimamente convencido de que está pringada en asuntos contrarios a la ética más elemental?

Sentí pudor al verla hablar de altura política desde un discurso pensado para agradar al amo y tan sin amor a la patria. El contraste que reflejaba con quienes protagonizaron nuestra transición me resultó hasta hiriente.

Alrededor del nacimiento de nuestra Constitución hubo más miedo que épica y eso es algo que puede comprenderse viniendo de donde veníamos. El miedo a la reedición de la guerra civil dio lugar a un esfuerzo de generosidad y disposición para el entendimiento que terminó siendo muy fructífero, aunque incompleto.

Sentí pudor al verla hablar de altura política desde un discurso pensado para agradar al amo y tan sin amor a la patria

A los padres de nuestra Constitución les faltó el otro miedo de Lincoln. El temor a que el poder político pudiera caer en manos de un dirigente con pulsión autoritaria. Por eso, en nuestra democracia, a diferencia de la Norteamericana, faltan mecanismos de protección para ese supuesto.

Ellos creyeron, ahora se puede decir que ingenuamente, que la España democrática que levantaban estaría plenamente garantizada para siempre. Y lo estuvo durante las primeras décadas. La amenaza estuvo contenida, porque tanto las élites como la ciudadanía permanecieron vigilantes, con el recuerdo de la etapa negra en el primer plano de la memoria.

La generación que llegó al poder en aquel albor lo hizo de manera prematura, siendo muy joven. Cometieron errores, sí, algunos muy graves, que ni han reconocido. Estuvieron mucho tiempo en poder, sí, demasiado, se convirtieron en un tapón para los siguientes. Crisparon muchísimo, desde luego, aunque nunca dejaron de temer a las trincheras. Se les puede y se les debe criticar. Pero no es posible negar que dejaron una España mejor que la que encontraron.

Ellos creyeron, ahora se puede decir que ingenuamente, que la España democrática estaría garantizada para siempre

El problema comenzó a llegar después, cuando llegamos nosotros. La generación de quienes nacimos en los años de la Constitución llegó al poder político sin la virtud del miedo al enfrentamiento, sin temor a las figuras cesaristas y con todos los vicios aprendidos en las juventudes de los distintos partidos políticos.

Cuesta hoy discutir que, en términos generacionales, hemos fracasado políticamente. No hay excepción en ningún punto del espectro político, ninguno se salva. Pertenezco a una generación políticamente fallida.

Formó parte de una generación destituyente que está vaciando el contenido de la Constitución sin haber tocado el texto, después de haber sustituido la búsqueda del bien común por la persecución del interés parcial, la concordia por la polarización y la cultura del entendimiento por el culto al líder.

Foto: La presidenta del Congreso, Francina Armengol, durante su discurso. (EFE/Chema Moya)

Todavía somos jóvenes, me digo. Quizá dispongamos de tiempo y nos quede alguna oportunidad para reparar algo, suelo contarme en los días de optimismo. Si fuese así, el propósito de reforma no consistiría en lanzar proclamas mitineras alrededor de la Carta Magna, sino en completar la tarea de 1978, es decir, en ofrecerle a la democracia los mecanismos de protección que impidan su degradación ante la eventualidad de que un desaprensivo se haga con el poder.

También hay veces en las que pienso que no, que ya está, que lo mejor que puede hacer esta generación política mía, maldita como parece, es dejar el poder cuanto antes y ceder el testigo a los siguientes.

Estamos demasiado marcados por el resentimiento que provocó la ruptura de la promesa democrática —la certeza de que los hijos podrán vivir con los padres—, también por el rencor que nos indujeron quienes vivieron la transición como una derrota en lugar de cómo una ocasión para aplastar al otro bando.

Foto: Sánchez, junto a Armengol, Conde-Pumpido y Rollán en el Congreso. (EFE/Chema Moya)

Además, como ha ocurrido en otros periodos, nos ha tocado protagonizar un cambio histórico tan grande que ni siquiera puede comprenderse. Vivimos en una revolución tecnológica tan grande y veloz que no alcanzamos a entender.

Rencorosos, resentidos y confundidos como estamos, estamos impugnando lo construido por nuestros padres y abuelos, sin tener el valor de proclamarlo, y sin tener la audacia de ofrecerles a nuestros hijos el repuesto necesario.

Estamos bien formados. Estamos conectados. Estamos viendo la crisis de las democracias liberales. La historia dejó de tomarse las vacaciones que inició en 1989, lo vemos. Volvemos a la lucha entre regímenes autoritarios y democráticos del siglo XX. Y, en lugar de defender lo que se nos entregó, preferimos debilitarlo y nos fijamos en los métodos de los adversarios.

Rencorosos, resentidos y confundidos como estamos, estamos impugnando lo construido por nuestros padres y abuelos

Estamos dejando un legado tóxico que reproduce la hostilidad entre españoles y reduce la acción política a la conquista del poder y a su conservación a cualquier precio.

No contemplamos la posibilidad de resolver pacíficamente los problemas. Creamos conflictos hasta donde no existían y los retroalimentamos desde superioridades morales impostadas e incapaces de elevarnos sobre la ola del narcisismo que parece arrasarlo todo. No pasamos del "yo", aquí ya nadie pasa del "yo". Lo hacemos todo como si no existiese el "nosotros".

Mi generación destituyente está agotando la opción de poder ser reconstituyente. Empiezo a no ver la reconstitución de la vida española hasta que la siguiente generación se haga con los mandos. Ojalá los hijos nos den una lección, tan buena o mejor que la recibida de nuestros padres y abuelos.

Hace un mes, entré en el Monumento a Lincoln de Washington D.C. En sus paredes pude leer el "Discurso de Gettysburg". El texto, una de las mejores piezas políticas nunca escritas, transmite un enorme vigor cívico y refleja dos temores: al enfrentamiento civil y a la llegada de figuras autoritarias. Dos días antes, Donald Trump había alcanzado una victoria arrolladora. Los hechos del presente daban lucidez a las palabras del pasado.

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