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Por qué los optimistas son más peligrosos en tiempos de pandemia
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Marta García Aller

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Por qué los optimistas son más peligrosos en tiempos de pandemia

Los líderes han de prepararse para lo peor, pero no basta con tener claros los riesgos. Hay que tomárselos en serio como para tomar medidas y convencer a los demás de por qué son necesarias

Foto: Un empleado de una fábrica metalúrgica trabaja en la planta de Tenconi en Airolo, Suiza. (EFE)
Un empleado de una fábrica metalúrgica trabaja en la planta de Tenconi en Airolo, Suiza. (EFE)

En un lugar olvidado de un bosque perdido, que resulta ser a las afueras de Pittsburg, pero lo mismo podría estar en Nairobi, Hanói o Barcelona, aparece un señor de pelo largo y blanco que observa cómo un grupo de jóvenes traza la explanada con una cuerda y va clavando en ella unos maderos numerados. Han encontrado una fosa común donde yacen decenas de víctimas de la pandemia de gripe de 1918, que mató a 100 millones de personas en todo el mundo.

Ese señor de pelo blanco que señala ese lugar dice que es un recordatorio de lo devastadora que puede ser una pandemia. Es Dennis Carroll, exdirector de la Unidad de Amenazas Emergentes de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Y mientras una cámara aérea se va alejando del bosque para mostrar la magnitud de la fosa, añade: “Cuando hablamos de otra pandemia de gripe, no se trata de si ocurrirá o no, sino de cuándo”. Así empieza 'Pandemia: cómo prevenir un brote', un documental de Netflix rodado en 2019 que se estrenó en enero de 2020, cuando ya era tarde para la advertencia, pero justo a tiempo para aparecer en el telediario.

Foto: Reproducción de la época de cómo se transmitía la enfermedad (Anuario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga).

Un panel de expertos de GPMB publicó en septiembre un informe sobre cómo se estaban preparando para posibles emergencias sanitarias como una pandemia global los gobiernos, las agencias de las Naciones Unidas, la sociedad civil y el sector privado. Estudiaron qué medidas concretas de prevención se habían tomado a raíz de anteriores epidemias, como la de la gripe H1N1. ¿Su conclusión? La mayoría de las recomendaciones hechas por expertos en enfermedades infecciosas se implementaron mal o no se implementaron en absoluto, y tanto en Europa como en Estados Unidos había brechas de seguridad que dejaban el mundo gravemente desprotegido. Sobre todo los países en desarrollo.

Las medidas que había que tomar internacionalmente para prevenir una tragedia solo se tomaban en serio durante los ciclos de pánico, pero cuando desaparecía una amenaza, se olvidaban rápidamente. Advertían también de que hacía falta más preparación ante el riesgo de una pandemia como la de 1918, que podría costarle a la economía mundial tres billones, con b, de dólares.

Foto: Un usuario del metro de Madrid, con una mascarilla. (EFE) Opinión

Más preciso fue el informe de la Agencia Federal de Emergencias Estadounidense (FEMA), que en julio avisó de que el país corría el peligro de que un virus se extendiera rápidamente, causando millones de muertes en todo el mundo, y para el que el distanciamiento social sería necesario. Anticipó también que habría escasez de suministros médicos, camas y personal sanitario, y que el país no daría abasto para atender a los millones de personas que precisarían hospitalización.

No es la primera vez que FEMA avisaba de una catástrofe inminente y no la hacían caso. También pronosticó que un huracán era una de las catástrofes más probables que enfrentaba Estados Unidos antes de que en 2005 llegara el mortífero Katrina. Llegaron otros huracanes antes que este menos devastadores. Pero en vez de servir de advertencia, como señal de que algo peor podría pasar, y poner los medios necesarios para atender a la gente por si acaso, la idea entre los políticos (y empresas aseguradoras) fue actuar como si los peores augurios hubieran exagerado. No lo hicieron. Lo mismo ha pasado con el coronavirus.

“Sobre todo, los líderes necesitan recordar que un riesgo bajo no significa ningún riesgo”, afirma Howard Keunreuther, profesor de la Wharton School y especialista en gestión del riesgo, en su libro ‘Learning from Catastrophes’. Resulta que a medida que avanza la ciencia y mejora la capacidad de prevenir desastres naturales y todo tipo de catástrofes, no están avanzando de igual manera los medios que se invierten en prevenirlos. Hay una serie de inercias sociales y psicológicas que nos impiden tomarnos en serio los grandes cambios que se avecinan, porque tendemos a dar por hecha la normalidad.

Foto: Eudald Carbonell, codirector del yacimiento de Atapuerca. (Susana Santaría/Fundación Atapuerca)

Para evaluar la dimensión de una catástrofe y prepararse para ella, el optimismo no es buen consejero. Dice Keunreuther que los líderes han de prepararse para lo peor, pero que no basta con tener claros los riesgos. Hay que tomárselos en serio como para tomar medidas y convencer a los demás de por qué son necesarias. Y eso vale tanto para quienes lideran las empresas como los países. Hace falta también ser lo suficientemente persuasivo para poder comunicar las consecuencias de no actuar a la gente que puede verse afectada, porque su tendencia natural va a ser no tomarse del todo en serio el riesgo (igual que ha costado muchos años de campañas de concienciación y muchas multas convencer de la utilidad del cinturón de seguridad).

¿Todo va a salir bien?

Lo que los psicólogos llaman el sesgo del optimismo no ayuda a que nos tomemos en serio ciertas advertencias. El economista Tim Harford destacaba en el FT la importancia del efecto rebaño en nuestras decisiones económicas, pero también a la hora de ignorar ciertos riesgos como la llegada del coronavirus. Ya no solo es que hubiera informes que líderes políticos de todo el mundo se empeñaran en ignorar, es que nosotros también tardamos en caer en la cuenta de que esto iba en serio. ¿Por qué no tuvimos miedo al virus antes? Tendemos a pensar que las cosas malas no nos van a pasar a nosotros pero las cosas buenas sí, por improbables que sean (si fuera al revés, la mayoría de la gente nunca compraría lotería y se negaría a subir a un avión).

Foto: Trabajadores en Japón. (EFE) Opinión

El optimismo, como bien saben los que invierten en bolsa, es además contagioso. Y cuando el sentir general es que no hay de qué preocuparse, los individuos se preocupan menos por los riegos. Al sesgo del optimismo se suma otro sesgo, el de la normalidad. Harford cita para explicarlo un famoso experimento de los sesenta en que unos psicólogos probaron a ver qué pasaba al empezar a llenar de humo una habitación donde los voluntarios estaban rellenando un cuestionario. Cuando el sujeto estaba solo, dejaba lo que estaba haciendo e iba a avisar del humo. Cuando eran varios los que estaban en la sala, tardaban mucho más en reaccionar porque la pasividad de los demás los retroalimentaba a la inacción. Las primeras personas en comprar mascarillas en Europa y abastecerse en el supermercado cuando empezaba a extenderse el coronavirus fueron tildadas de alarmistas. También los medios.

Otro de los motivos por los que nos cuesta comprender la dimensión de las grandes catástrofes y, por tanto, tomarlas en serio, radica en la dificultad de imaginar lo desconocido. Y, en particular, entender ciertas magnitudes. Keunreuther subraya que nos cuesta entender particularmente lo que significa ‘exponencial’. Y a veces hay catástrofes que para visualizarlas no basta con contar unos cuantos campos de fútbol. Una amenaza que crece de manera exponencial, como pasa con el coronavirus, no equivale a decir que crece rápido. Es mucho más que eso. Un epidemia que se duplica cada tres días puede tardar un mes en pasar del primer caso al caso 1.000. Pero el mes siguiente sumará un millón. Y cuando los números nos superan, es más fácil que nos superen los acontecimientos.

Foto: Efectivos del Ejército desplegados en Zaragoza para desinfectar instalaciones públicas. (EFE)

Advertir del riesgo del optimismo no es hacer una oda al pesimismo. Al contrario. Es importante pensar que todo puede arreglarse para actuar, pero no pensar que todo pueda arreglarse sin hacer nada al respecto. En el caso de una pandemia como el Covid-19, el sesgo optimista puede ser especialmente dañino. Si alguien decide ignorar las señales de humo que entran en su habitación, es probable que sea el primero en pagar las consecuencias. Pero en el caso de una enfermedad infecciosa, el optimista ajeno al riesgo (e irresponsable), el que cree que no le va a pasar nada e infravalora el riesgo aunque sea con la mejor intención, está transmitiendo a otros el peligro sin a veces siquiera tener que sufrirlo.

Hasta que no sentimos que nuestra supervivencia está en juego, no se activa el instinto de supervivencia. Por eso, para prevenir las grandes catástrofes no solo bastan los expertos predicando en el desierto, es fundamental que exista el liderazgo suficiente para tomar las decisiones oportunas y concienciar a los demás de tomárselo en serio. A lo mejor, esperar esto sí que es pecar de optimista.

En un lugar olvidado de un bosque perdido, que resulta ser a las afueras de Pittsburg, pero lo mismo podría estar en Nairobi, Hanói o Barcelona, aparece un señor de pelo largo y blanco que observa cómo un grupo de jóvenes traza la explanada con una cuerda y va clavando en ella unos maderos numerados. Han encontrado una fosa común donde yacen decenas de víctimas de la pandemia de gripe de 1918, que mató a 100 millones de personas en todo el mundo.

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