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Es-cán-da-lo o por qué cumplir las normas no evita la polémica (ni pillar el virus)
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Marta García Aller

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Es-cán-da-lo o por qué cumplir las normas no evita la polémica (ni pillar el virus)

Igual que el partido de 'volley' de la mañana, el concierto de por la noche también cumplió escrupulosamente las normativas covid

Foto: Concierto de Raphael en Madrid. (EFE)
Concierto de Raphael en Madrid. (EFE)
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Sábado. Exterior, día. Llueve a las puertas de un polideportivo municipal de Madrid. Un grupo de padres que llevan a sus hijas de 13 años a jugar un partido de la liga regional de voleibol aguarda a la entrada. Son las nueve de la mañana y la normativa de prevención del coronavirus impide que la veintena de adultos allí congregados acceda a las gradas vacías, con capacidad para más de 1.000 espectadores. Solo los dos equipos y el árbitro están autorizados a entrar en las instalaciones deportivas. El público está prohibido desde el comienzo de temporada por la normativa covid, ya que animar y gritar, aunque sea con mascarilla y distancia, se considera factor de riesgo de contagio. Antes de empezar, la pelota se desinfecta y las jugadoras mantienen puestas las mascarillas. Resignados, los padres de las deportistas madrileñas buscan desesperadamente una cafetería con terraza abierta en los alrededores, a ser posible con estufas, en la que sentarse a ver el encuentro desde su móvil, gracias a la retransmisión en redes sociales que hace uno de los entrenadores suplentes. Otros progenitores, más metidos en su papel de chóferes, prefieren esperar en su coche a que termine el partido de sus hijas.

Sábado. Interior, noche. Horas más tarde, otro pabellón deportivo madrileño alberga un evento en el que sí está permitido el público. Dentro hay casi 4.500 personas. El WiZink Center de Madrid alberga el macroconcierto navideño de Raphael, que celebra por todo lo alto el 60 aniversario de su carrera como cantante. El evento cumple todas las restricciones impuestas por la pandemia, y aunque cuelga el cartel de lleno, solo ocupa un 30% del aforo total. En lugar de una butaca de separación entre espectadores, la promotora deja dos y duplica el número de acomodadores (a los que previamente hace test de antígenos) para asegurarse de evitar aglomeraciones. Durante dos horas y 15 minutos, el público canta tras las mascarillas las canciones del artista linarense. Al terminar, los asistentes abandonaron el recinto de manera escalonada, dejando su dirección y teléfono de contacto para facilitar un posible rastreo en caso de contagio. Es el evento más multitudinario celebrado desde marzo, cuando poco antes de la pandemia Camela reunió 10.000 personas en el mismo recinto.

Foto: Raphael en un momento del concierto de este sábado. (EFE)

Igual que el partido de 'volley' de la mañana, el concierto de por la noche también cumplió escrupulosamente las normativas covid. Entre ambos, sin embargo, puede percibirse cierta asimetría, por no decir incongruencia. Los conciertos pueden tener público, pero los deportes no. Ni aunque se jueguen al aire libre y sean niños los protagonistas. Ni siquiera la asistencia de un familiar por cada menor todavía se considera segura. En las gradas de un polideportivo no se puede animar, pero en una cancha de baloncesto, si se llena de butacas, sí que se puede cantar.

No sé cuál, pero una de las dos normativas es desproporcionada. Decidir cuál de ellas es la correcta no es trabajo de los periodistas, ni del público asistente a los eventos autorizados, sino de los gobiernos y sus comités de expertos. A la gente lo que nos toca es cumplir las normas. Y, preferiblemente, entenderlas. Aunque por más que lo intento con lo del sábado, no lo consiga. Difícilmente ambos protocolos, vigentes el mismo día y en la misma región, son igualmente adecuados al momento de la pandemia que vivimos. Si no se armonizan las restricciones, no se extrañen luego de que su incoherencia contribuya, en el mejor de los casos, a aumentar el enfado y la frustración. En el peor, los contagios.

No solo son los gobiernos los que caen en las contradicciones. También los ciudadanos. Entre los más críticos en redes con la celebración del concierto de Raphael, por considerar imprudente un evento multitudinario de esas características pese a contar con el visto bueno de la Delegación de Gobierno, había curiosamente actrices y actores de los que luego participan en campañas reivindicando la #CulturaSegura.

Foto: Dos niños, frente a las aulas de un colegio en Álava tras la polémica vuelta al colegio. (EFE) Opinión

Según los organizadores del concierto, con las restricciones vigentes, ni siquiera resulta del todo rentable. Aseguran haber hecho el esfuerzo no por dinero, sino para transmitir que la cultura es segura y reivindicar la importancia de recuperar la música en vivo. No parece que hayan logrado el objetivo, más bien han reabierto un debate. El de que tal vez ni siquiera aumentando por su cuenta los protocolos oficiales y cumpliendo escrupulosamente las exigencias sea oportuno celebrar macroconciertos todavía. Aunque el público esté listo para agotar las entradas, gran parte de la opinión pública no lo está para vivir con naturalidad las aglomeraciones. Y menos si el mensaje que nos dan las autoridades es que esta Navidad mejor nos quedemos en casa. Madrid está en riesgo máximo, según el mapa de riesgos del Ministerio de Sanidad.

Gran parte de Europa está cerrando las actividades no esenciales, y en algunas regiones, incluida la capital, el aumento de la incidencia acumulada de covid-19 ha provocado severas restricciones para prevenir los rebrotes en las fiestas navideñas. Sin embargo, armonizar la regulación no requiere necesariamente acompasarla con los murmullos de los tuiteros de guardia dispuestos a indignarse. Los planos cenitales del concierto, publicados por los medios, demuestran que el espacio entre asistentes era muy superior al que hacían parecer los vídeos con las luces apagadas que circulaban en redes para crucificar el evento (y que el propio WiZink compartió). Que el pueda ser inoportuno no lo convierte en peligroso.

No podemos aún saber si alguien se contagió del coronavirus en el concierto. Ni siquiera podemos descartar que hubiera contagios en la cancha de voleibol esa misma mañana, o que alguno de los padres en la terraza del café contagiara a los de su mesa. Todos cumplían, eso sí, con los protocolos que reducen las probabilidades de provocar un rebrote. Pero estos no son ningún escudo infalible contra el virus. Por eso toda precaución es poca. Y cualquier incoherencia, demasiada.

Sábado. Exterior, día. Llueve a las puertas de un polideportivo municipal de Madrid. Un grupo de padres que llevan a sus hijas de 13 años a jugar un partido de la liga regional de voleibol aguarda a la entrada. Son las nueve de la mañana y la normativa de prevención del coronavirus impide que la veintena de adultos allí congregados acceda a las gradas vacías, con capacidad para más de 1.000 espectadores. Solo los dos equipos y el árbitro están autorizados a entrar en las instalaciones deportivas. El público está prohibido desde el comienzo de temporada por la normativa covid, ya que animar y gritar, aunque sea con mascarilla y distancia, se considera factor de riesgo de contagio. Antes de empezar, la pelota se desinfecta y las jugadoras mantienen puestas las mascarillas. Resignados, los padres de las deportistas madrileñas buscan desesperadamente una cafetería con terraza abierta en los alrededores, a ser posible con estufas, en la que sentarse a ver el encuentro desde su móvil, gracias a la retransmisión en redes sociales que hace uno de los entrenadores suplentes. Otros progenitores, más metidos en su papel de chóferes, prefieren esperar en su coche a que termine el partido de sus hijas.

Ministerio de Sanidad