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Marta García Aller

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Instrucciones para una Nochebuena por videollamada

En las cumbres familiares que se han sucedido estos días, sé de muchos hermanos que han terminado discutiendo más incluso que un Consejo de Ministros

Foto: Foto: Reuters.
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Finalmente, para la Nochebuena del covid-19, hemos decidido no juntarnos en casa de mis padres como todos los años y conectarnos por videollamada. Cada uno en su casa y Zoom en la de todos. Dentro de un tiempo, si alguien relee estas líneas desde las navidades futuras, pensará que dónde estaba la duda, con gran parte de España en alerta máxima por coronavirus, la incidencia subiendo y una nueva cepa mutante asomando en la Península. Pues claro que había dudas. Qué fácil es juzgar desde las navidades futuras.

Cada casa está teniendo su cumbre familiar estos días para resolver una solución negociada entre la prudencia y las ganas de verse. Y no está siendo fácil. Hay abuelos deseando que les lleven a sus nietos, porque no los ven desde hace meses, y sus familias temen más la amenaza de la depresión que la del coronavirus. Hay hijos de treinta y tantos que van por el tercer PCR y aun así dudan si será prudente ir a cenar o no con sus padres. Quieren protegerlos, porque se supone que los de 70 son grupo de riesgo, pero sospechan que últimamente pisan los bares más a menudo que ellos. Hay niños pidiendo sus deseos a Papá Noel por Zoom, mientras sus padres se los van encargando a Amazon, para evitar salir de casa antes de la cena familiar; y adolescentes encerrados, suspirando por aquellos toques de queda que todavía eran negociables, a los que al final van a dejar salir porque no hay quien los aguante.

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Hay familias muy numerosas en las que quienes saben cocinar son los más cotizados en el reparto final de comensales y se hace un hueco a los solteros para que nadie se quede solo; otras en las que un cáncer a medio curar ha obligado a extremar las precauciones, por eso han decidido que es mejor no verse hasta tener las vacunas puestas, y también las hay en las que es precisamente un cáncer lo que hace que hayan decidido reunirse en Navidad, porque saben que este año puede ser la última vez.

En las cumbres familiares que se han sucedido estos días, sé de muchos hermanos que han terminado discutiendo más que un Consejo de Ministros. A algunos les recriminan que prefieran no viajar y a otros que sí quieran hacerlo, con restricciones o sin ellas. No es fácil sincronizar los miedos en la cogobernanza familiar y menos si en cada autonomía la normativa cambia, porque con ella lo hace la percepción del riesgo. Los hay que en el último momento han cancelado la casa rural.

Tengo varios amigos cuyas madres les han impuesto, como condición para ir a cenar en Nochebuena, que se hagan antes un test de antígenos. Otros que para visitar a sus padres, tras duras negociaciones, han exigido que las ventanas de la casa se queden abiertas toda la cena, aunque han tenido que renunciar a las mascarillas en la mesa para cerrar el trato. Una amiga ha quedado con su abuela el día de Navidad en un parque de San Blas: van a cambiar la gallina en pepitoria que solía cocinarles siempre por un termo y un trozo de bizcocho, para que a sus 90 años pueda pasar un rato seguro al aire libre con sus bisnietos.

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Pese a llevar los últimos nueve meses aprendiendo que en medio de una pandemia no hay manera de prever nada, pese a dedicarme yo misma a advertir a menudo en estas líneas del cuidado que hay que tener con el virus (siento la turra, lectores), en el fondo, muy en el fondo, hasta el último momento no me había hecho a la idea de que me iba a dar pena no cenar todos juntos en Nochebuena. Es lo racional y no tengo dudas de que, en nuestro caso, sea lo correcto. Pero por más que haya abanderado el argumento de la prudencia (siento la turra, hermanas) reconozco que subestimé la carga simbólica de renunciar a comer, como cada año, la sopa de pescado de mamá cantando villancicos en familia. Sí, en casa somos de cantar.

Una cosa era la teoría y otra la práctica. Tras varias semanas en bucle, asumimos que por WhatsApp no había quien tomase una decisión. Así que para acordar que lo mejor era no reunirnos en la misma casa, tuvimos que reunirnos para hablarlo todos juntos, en la misma casa. El rato que estuvimos especulando fue decisivo para terminar de convencernos. Vernos los cinco con las mascarillas puestas, cada uno en una esquina del salón, abriendo la ventana cada dos por tres, convirtió la idea de cenar cada uno en su casa, con las ventanas cerradas y sin mascarillas, en la opción claramente más apetecible. En seguida lo vimos claro.

La Navidad que vamos a echar de menos no íbamos a poderla tener de todos modos, demasiados aerosoles. Debimos haberlo sospechado antes en el año en que tuvimos que ir resignándonos a cancelar, uno tras otro, todos los planes. Así que, con la ventaja que da ser pocos y en la misma ciudad, nos veremos a ratos. Eso sí, ya he negociado una visita estratégica para cambiar unas botellas de vino por un 'tupper' con sopa de pescado. Dicen los antropólogos que las tradiciones son una de las formas en que se asume la memoria colectiva y se genera la identidad. También advierten de que anclarse a ellas, negarse a cambiarlas o adaptarlas, puede ser un síntoma de la dificultad de adaptación a los cambios que exige la vida. Así que aunque esta Nochebuena no podamos comer toda la familia alrededor de la misma mesa, al menos va a ser bonito cenar de la misma cazuela. Y a brindar, por Zoom. ¡Feliz Navidad!

Finalmente, para la Nochebuena del covid-19, hemos decidido no juntarnos en casa de mis padres como todos los años y conectarnos por videollamada. Cada uno en su casa y Zoom en la de todos. Dentro de un tiempo, si alguien relee estas líneas desde las navidades futuras, pensará que dónde estaba la duda, con gran parte de España en alerta máxima por coronavirus, la incidencia subiendo y una nueva cepa mutante asomando en la Península. Pues claro que había dudas. Qué fácil es juzgar desde las navidades futuras.